– De acuerdo -dijo.
La habitación estaba en el segundo piso, tenía el techo alto, las cortinas echadas y estaba muy fría. Había una chimenea exquisita (sin fuego) y una cama sorprendentemente alta y dura. Jocasta se desnudó a toda prisa, se metió en la cama y se durmió enseguida.
Se despertó literalmente temblando. Eran las seis de la mañana. Saltó de la cama, apartó las cortinas y se dio cuenta de por qué hacía frío: las ventanas estaban abiertas de par en par. Las cerró, se vistió sin arriesgarse a entrar en el baño congelador y salió al pasillo, bajó la escalera y encontró el camino a la cocina. No había nadie, ni siquiera los perros.
La cocina era enorme, y estaba más caliente que el resto de la casa, gracias a una cocina enorme de varios hornos. Llenó el hervidor que estaba sobre la cocina, encontró una taza un poco desconchada, cogió leche de la nevera años cincuenta y fue a la sala de juegos. Allí también hacía frío. ¡Y estaban en mayo! No era de extrañar que Aisling Keeble se hubiera buscado un amante en climas más cálidos.
Un teléfono sonaba con bastante persistencia. ¿Quería eso decir que habían vuelto a conectar la línea? Valía la pena investigarlo. Al menos podría hacer una llamada rápida a Chris. Salió de la sala de juegos y siguió el sonido por el pasillo. Pasó por delante de tres puertas antes de localizarlo. Por supuesto: era su estudio. Entró y cerró la puerta. Qué raro, en su habitación tenía que tener un supletorio junto a la cama. ¿Era posible que no oyera el teléfono? Esperó cuatro timbres más y entonces descolgó y esperó. Silencio.
– Diga -dijo cautelosamente, y después-: Residencia del señor Keeble.
– ¿Quién es? -Era una voz joven, aguda y cauta-. ¿Mamá? Soy Fionnuala.
Fionnuala. Jocasta Forbes, ésta es la exclusiva de tu vida.
– No. ¿Quieres que la llame?
– ¿Quién es?
– Una amiga de… de tu padre. ¿Quieres que le llame?
– No gracias.
Una voz, la voz de Gideon, la interrumpió, diciendo:
– ¿Diga? ¿Diga?
Después se cortó la línea.
Jocasta se quedó quieta, con el receptor en la mano, sintiéndose extrañamente aterrada. Estaba colgando el teléfono cuando se abrió la puerta y entró Gideon, vistiendo sólo un albornoz blanco encima. Iba descalzo, tenía el pelo alborotado, la cara blanca, los ojos oscuros de furia.
– ¿Qué coño estás haciendo aquí? -preguntó, y por un momento Jocasta creyó que iba a pegarle-. ¿Cómo te atreves? Sal de aquí ahora mismo. ¡Inmediatamente!
Así que aquél era el famoso mal genio. Jocasta se mantuvo firme.
– Quería irme. Ojalá pudiera irme. Por desgracia, estoy prisionera aquí.
– ¿Y qué esperabas? Te metes en mi casa, husmeas en mi vida personal. ¿Qué te crees que estás haciendo?
– Como dijiste anoche -dijo Jocasta, ya calmada, y sorprendida consigo misma-: hago mi trabajo. Que consiste, por desgracia, en husmear en la vida de los demás. Lo siento, Gideon, lo siento mucho, y la verdad es que no me divierto. No me divierto en absoluto.
– Tenía mejor opinión de ti -dijo, y su tono era de desprecio.
– No me digas. ¿Y cómo es eso? Me parece recordar que me felicitaste por algunos de los artículos cuando nos conocimos en la conferencia de los conservadores el otoño pasado. ¿Qué ha cambiado, Gideon? Me gustaría mucho saberlo.
– ¿Quién ha llamado?
– Era tu hija.
– ¿Y qué ha dicho?
– No mucho. Me ha preguntado quién era. Le he dicho que era una amiga tuya. Me he ofrecido a avisarte.
– ¿Y?
– Y ha dicho… -vaciló- «no gracias». Y ha colgado. Lo siento, Gideon.
Su cara cambió. Fue sólo un momento, pero lo había pillado desprevenido. Jocasta vio que le había hecho daño, vio cuánto le había dolido.
– Bien, muchas gracias, Jocasta. Por privarme de mi oportunidad de hablar con mi hija.
– Gideon, yo no te he privado de nada. Ella no quería hablar contigo. No mates al mensajero.
– ¿Y a ti quién coño te manda contestar mi teléfono?
– Estaba sonando -dijo Jocasta-. No había nadie más. He creído que tú y tu esposa os habíais marchado.
– Me estaba duchando. Mi esposa, mi ex esposa, sin duda estaba hablando por teléfono con su estúpido marido. De todos modos, la policía ha localizado a Fionnuala. En el aeropuerto de Belfast. El señor Zebedee está bajo custodia policial, aunque como Fionnuala jura que no la ha tocado, dudo que se quede allí mucho tiempo. Pronto podrás irte y escribir tu maravilloso artículo. Tendrá muchos detalles pintorescos. Ahora lárgate. Enseguida.
– Sí, claro.
Justo al llegar a la puerta, Jocasta se volvió a mirarlo. Estaba desmoronado, sentado tras su escritorio, mirando el teléfono. Vio que se frotaba los ojos con la mano.
– Gideon -dijo, en tono apaciguador-. De verdad que lo siento.
– ¿Qué? -preguntó él-. ¿Qué es lo que sientes? ¿Entrar en casa sin permiso? ¿Querer aprovecharte de mi buen carácter? Bien, como has podido comprobar, es bastante menos bueno de lo que creías. Me temo que me cuesta trabajo creer en tu remordimiento, Jocasta.
– Lo comprendo. Pero de todos modos lo siento mucho por ti.
– Pues tienes una forma muy rara de demostrarlo -dijo Gideon-. Creía que eras una amiga, como mínimo.
– Yo también lo creía. Ahora no lo seré nunca, ¿verdad?
– Está claro que no. Estoy seguro de que el señor Pollock te dijo: «Tú que le conoces, métete en su casa. Hazle hablar». O algo por el estilo. ¿Tengo razón?
– Sí, me temo que tienes razón.
– Y tú seguro que pensaste algo como: «Bueno, sí, por qué no. Yo le gusto. Puedo hacerle hablar». ¿O no?
– Sí, Gideon, supongo que sí. Y estoy muy avergonzada.
– Es una lástima -dijo Gideon-. Me gustabas mucho, Jocasta. Y es verdad que estaba ilusionado contigo. Incluso fui tan tonto que pensé que…, vaya, una auténtica tontería.
– No -dijo ella, suavemente, entendiendo a qué se refería-. No fue una tontería. No fue ninguna tontería.
Por un momento la expresión de Gideon se suavizó. Después dijo:
– No me parece que eso cambie nada respecto a tu comportamiento. De hecho, me parece peor. Duele de verdad. Pensar que querías aprovecharte de mi admiración sólo para avanzar en tu carrera, ahondar en una situación tan dolorosa para mí, tan íntima, sólo para tener unos recortes más en tu currículum.
Jocasta siguió callada.
– Oh, esto es ridículo -dijo él de repente-. No tengo ningún interés en explicarte por qué estoy tan enfadado. Si no eres capaz de verlo tú misma, ¿qué sentido tiene?
– Claro que puedo verlo -replicó Jocasta-. Claro que estoy avergonzada. Me siento… fatal.
– Bueno, algo es algo -dijo Gideon, y la miró con tanto desprecio que Jocasta se sintió enferma-. Ahora querría que me dejaras solo. Tengo mucho que hacer.
Le dio la espalda, y Jocasta vio que sacudía un poco la cabeza como si quisiera deshacerse de ella o de cualquier pensamiento sobre ella.
Jocasta le miró y recordó incontables incidentes parecidos, cuando su padre la había echado de su presencia, le había dejado claro que no quería saber nada de ella y sintió, de repente, un arrebato de valor, y supo qué debía decirle.
– Gideon, hay otras cosas que siento.
– ¿Y cuáles son?
– Fionnuala -dijo suavemente-. Lo siento mucho por ella.
– ¿Qué sabrás tú de ella? Creo que deberías callarte, Jocasta. No estoy de humor para comentarios impertinentes.
– No son tan ignorantes -dijo Jocasta-. Sé bastante bien cómo se siente Fionnuala. No exactamente, está claro. Pero sé lo que es ser como ella. Yo también tengo un padre rico y muy famoso. A quien apenas veía. Que parecía no tener el más mínimo interés por mí. Excepto cuando hacía algo malo, claro.