Después portazos, pasos apresurados, escaleras arriba y por el pasillo. Y más portazos. Jocasta lo observó todo, dando vueltas a las frases en su cabeza. Era un artículo perfecto, con todos los elementos imaginables: no sólo amor, lujuria y delito, sino ricos, poder, belleza y juventud rebelde. Incluso, si quería mencionarlo, su propia encarcelación.
Y entonces les vio, caminando por el césped: Aisling y Fionnuala, y Gideon detrás de ellas. Las hélices del helicóptero empezaron a girar y las dos corrieron para evitar el viento y subieron. El aparato ascendió despacio, inclinándose peligrosamente, y luego cobró altura muy rápido. Lo único que podía verse era un círculo blanco en la ventana, una cara, la cara de Fionnuala, mirando hacia abajo. Gideon la saludó y Jocasta pensó, «por favor, por favor, devuelve el saludo», pero el círculo no se movió y no hubo ninguna señal de respuesta. Gideon se volvió y regresó caminando a la casa, y parecía la última persona viva en el mundo.
Jocasta también se volvió y, por primera vez desde aquella mañana, salió de su habitación.
Gideon estaba en el estudio, como Jocasta se imaginaba, mirando la pantalla del portátil, moviendo las manazas con singular destreza por el teclado. Jocasta llamó a la puerta.
– Ahora no, señora Mitchell -dijo.
– No soy la señora Mitchell. Soy yo.
Él se dio la vuelta. Tenía la cara gris de tensión.
– ¿No te habías ido? -preguntó en un tono de voz inexpresivo.
– ¿Puedo quedarme un poco más?
– Preferiría que no. Lo siento, Jocasta, pero estoy muy cansado y…
– ¿Cómo ha ido?
– ¿Qué?
– He dicho que cómo ha ido.
– No muy bien -contestó-, pero no me apetece hablar de eso. Ya tendrás suficiente para tu artículo. Sobre todo si has estado aquí todo el día, recogiendo material para tu maldita y sin duda sensacional historia. ¿Estás contenta ahora, Jocasta? Espero que sí.
– Oh, muy contenta -dijo-, y seguro que será sensacional.
– Bien. A lo mejor te dan un premio. Espero que no me preguntes si puedes mandarlo desde aquí. Hay límites, incluso para mi buen carácter.
– Claro -admitió-, soy consciente de ello. Y también hay límites para mi inmisericordia. Para que veas.
– Me alegro por ti -dijo, e hizo ademán de levantarse-. Iré a buscar a la señora Mitchell.
– Sí, gracias. Una cosa, Gideon.
– ¿Qué?
– No está a punto para mandarlo. De hecho no está escrito. Sólo en mi cabeza.
– Pues ponte manos a la obra -dijo- o llegarás tarde. Y tu exclusiva se echará a perder.
– No voy a escribirlo. No voy a mandarlo. No hay artículo, en lo que a mí respecta. ¿Entendido?
– ¿Qué? -exclamó Gideon.
– Gideon, no hay artículo. Mío no, al menos.
– No entiendo nada.
– Entonces es que te falla el cerebro. Y tus instintos animales, francamente. No puedo hacerte esto, Gideon, no puedo. Me gustas demasiado. Es así de sencillo. Contesta el teléfono… -señaló el aparato que sonaba-, podría ser importante. Te dejaré tranquilo. Estaré en la sala de juegos por si quieres verme.
Unos minutos después, entró, se sentó a su lado y la miró como si no la hubiera visto antes. Después le apartó los cabellos de la cara con la mano, se inclinó y la besó, con mucha suavidad, en la mejilla.
– Gracias -dijo.
– No es nada. En serio.
– Es mucho, Jocasta. Puedo imaginarme lo que te ha costado.
– No tanto como crees.
– ¿De verdad? Me sorprende.
– No me conoces muy bien -dijo Jocasta-. Todavía no. ¿Quién te ha llamado?
– Era… era Fionnuala.
– ¿De verdad? ¿Y qué te ha dicho?
– Me ha dicho… ¿Quieres saberlo, de verdad?
– Pues claro.
– No me ha dicho mucho. Sólo ha dicho… -la voz le tembló ligeramente-, sólo ha dicho: «Hola, papá, gracias por venir a recogerme».
– A mí me parece que es mucho -dijo Jocasta-. No le habrá sido fácil. Ahora, me apetece dar un paseo. He estado encerrada todo el día. Y…
– Diría que ha sido culpa tuya y sólo tuya -dijo él, y entonces la besó, muy suavemente, en los labios, se apartó y le sonrió-. ¿Te apetece que te acompañe? Creo que tenemos mucho de qué hablar.
– Yo también lo creo -dijo Jocasta.
Capítulo 22
Nick caminaba por la calle Birmania, como se solía llamar al pasillo de prensa de Westminster («Porque todos acaban aquí», había explicado a una encandilada Jocasta hacía una eternidad, o eso le parecía ahora), cuando le sonó el móvil. Miró el número: era ella. Por fin se dignaba a llamarle.
– ¿Sí? -dijo secamente.
– ¿Nick? ¿Te lo ha dicho Chris?
– Me lo ha dicho. Creía que me lo dirías a mí primero, Jocasta.
– Lo siento mucho, Nick, pero tenía que decirle a Chris lo del artículo. Además, tenía que pensar lo que iba a decirte a ti.
– ¿Y no se te ocurrió que podía estar loco de preocupación por ti? ¿Qué vas a decirme? ¿Qué planes tienes? A lo mejor te dignas explicármelos.
– Pues pensaba quedarme aquí unos días más.
– ¿Debo deducir que estás con Gideon Keeble? ¿Quiero decir con él? En su… -Se calló. No era capaz de pronunciar la palabra «cama», le dolía demasiado-. ¿En su casa?
– Pues… sí. En su casa. Es evidente.
– ¿Evidente? No entiendo por qué es tan evidente.
– Bueno, no he podido escribir el artículo por… por Gideon.
– Pero el artículo trataba de Gideon. Ya te darías cuenta, antes de marcharte.
– Sí. Lo sabía. Pero entonces no me importaba.
– ¿Y qué? Después de cuarenta y ocho horas de no importarte nada, ¿te empezó a importar tanto que tiraste tu carrera por la borda?
– Es un poco más complicado que eso -dijo Jocasta-. No fue sólo por Gideon. Me di cuenta de que podía hacerles mucho daño a todos si escribía el artículo.
– ¡Venga ya! -dijo Nick-. Se te ha despertado la conciencia social, ¿es eso lo que estás diciendo?
– Más o menos, sólo que sí tenía que ver con Gideon. Eso es lo que hizo que me diera cuenta, supongo.
– ¡Qué conmovedor!
Ella calló. Después dijo:
– Lo siento, Nick. Lo siento mucho.
– Jocasta, ¿cómo puedes olvidarte de nosotros? ¿Cómo puedes tirar por la borda una relación estupenda como la nuestra? Sin más ni más.
– No ha sido sin más ni más. No lo ha sido en absoluto. Si te paras a pensarlo, te darás cuenta de por qué ha sucedido.
– ¿Tengo que asumir que esto tiene que ver con mi rechazo a seguirte al altar?
– En realidad -contestó ella-, yo te seguiría al altar a ti. Es evidente que no has ido a muchas bodas, Nick. Pero sí, tiene que ver. En cierto modo.
– Menuda mierda -dijo él, y colgó.
Ni siquiera una jugosa filtración sobre la reacción de Clare Short a la crisis incipiente en Irak y el papel que había tenido Tony Blair en ella le alivió la tristeza.
Jocasta fue a buscar a Gideon. Hacía un día magnífico, azul, verde y dorado. Levantó la cabeza hacia el sol y sintió su calor y su acogida. Encontró a Gideon caminando hacia los establos.
– Hola -dijo Jocasta, y metió la mano en el bolsillo de atrás del pantalón de Gideon.
– Hola, querida. ¿Lo has hecho?
– Sí, lo he hecho.
– ¿Y? Has llorado.
– Sí, me siento mal y triste. Nick y yo hemos estado juntos mucho tiempo. Es difícil… ponerle fin. Aunque supiera que había acabado… mucho antes…, antes de ti. Pero estoy bien. Sé que he hecho lo correcto. Ha conseguido que me diera cuenta de cuánto te quiero.
– Me alegro mucho de saberlo. Yo también te quiero, horrores.