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– Chad, hola. Soy Nick Marshall.

– Hola, Nick. ¿Cómo va todo?

– Oh, muy bien.

– ¿Cómo está la encantadora Jocasta?

– No lo sé -dijo Nick secamente.

– Ah, bueno. ¿Qué puedo hacer por ti?

– ¿Podemos vernos? -preguntó Nick.

– Claro. ¿Dónde?

– Donde te vaya bien. ¿En el Red Lion?

– Está bien. ¿Vas a decirme de qué se trata? -La voz algo cortante de Chad era muy tranquila; estaba claro que no tenía esqueletos guardados en el armario, pensó Nick. Al menos que él supiera.

Chad miró a Nick con cara inexpresiva.

– ¿Te importaría decirme quién te ha transmitido esta información tan fascinante? -preguntó.

– Vamos, Chad, sabes que no puedo decírtelo. Es imposible.

– ¿Y piensas utilizarlo?

– Es una gran historia -dijo Nick.

– Sí, y eso es lo que es. Una historia. Una sarta de chorradas.

– Bien. De acuerdo. Entonces no te importará que lo compruebe.

– ¡Por supuesto que me importa que metas las narices en mis asuntos!

– Chad -dijo Nick casi con pesar-, ése es mi trabajo.

Chad y Jonny Farquarson habían ido a Eton juntos. Habían sido buenos amigos. Habían asistido a las respectivas bodas; los dos eran padrino de un hijo del otro. Después se habían ido alejando. Chad para dedicarse a su carrera política, Jonny para dirigir el negocio familiar, una empresa de tecnología llamada Farjon, muy próspera desde hace años. Cuando William Hague Chad promocionó al gabinete de la oposición, Jonny le llamó y le invitó a almorzar en el Reform. Charlaron, y Jonny dijo que en Farjon todo iba de maravilla.

– Bien -dijo Chad-, sé que algunos de vosotros habéis pasado épocas malas, se está volviendo más barato comprar en el extranjero.

– Eso es cierto -dijo Jonny-, pero no nos va mal. No hay tantos beneficios, claro, pero no podemos quejarnos.

– Estupendo -dijo Chad. Rechazó el brandy, comentó que tenía un debate por la tarde, le dijo a Jonny que se alegraba de saber que las cosas iban bien y se dijeron adiós hasta cinco años después.

Jonny llamó a Chad cuando se formó el Partido Progresista de Centro: ¿podía ayudar en algo?

– Me refiero a dinero. Ahora mismo.

– Podría ser. Lo pensaré.

Y así fue como Jonny Farquarson había suministrado a Chad Lawrence un millón de libras para financiar el Vivero de Ideas del Partido Progresista de Centro.

Dios mío, ¿por qué no lo había comprobado? ¿Por qué? Porque estaba tan ocupado, por eso. Además hacía mucho que conocía a Jonny, confiaba por completo en él. No concebía que pudiera engañarle.

De todos modos, al consultar la página web del Financial Times, sudando copiosamente, sintiéndose cada vez peor, Chad descubrió que Farjon se había declarado en bancarrota dieciocho meses antes, justo lo que le había dicho Nick Marshall.

Entonces ¿cómo coño había podido donar Jonny un millón de libras al Partido Progresista de Centro?

– ¿Que tú qué? -dijo Chad-. Por Dios, ¿cómo has podido hacerme eso? Jonny, no puedo creer que hayas sido tan estúpido.

– Venga, Chad. -El fanfarrón acento de Eton era casi lastimero-. Le regalé a tu partido un millón de libras. Entonces parecía que estabas encantado.

– Porque lo estaba, evidentemente. Lo que no sabía era que Farjon era una empresa que operaba desde Hong Kong. Con dinero chino. Podrías habérmelo comentado.

– Lo siento, Chad. No me lo preguntaste. Deberías haberlo hecho. Es importante, ¿no?

– ¡Pues claro que es importante! Es ilegal que una empresa del extranjero aporte fondos a un partido político inglés.

– ¡No me digas!

De repente la voz era maliciosa y Chad se dio cuenta, sintiendo un vuelco en el estómago, de que le habían tendido una trampa.

Clio había solicitado el empleo en el Royal Bayswater. Había tenido que armarse de valor. Sabía que se hundiría si no se lo daban. Su autoestima estaba por los suelos, y casi todos los días recibía alguna petición, llamada o carta deprimente de su abogado o del de Jeremy.

De todos modos sabía que quedarse en el remanso de la consulta de Guildford acabaría por ser aún más triste. Le gustaba mucho, pero ya no era lo que necesitaba, y le apetecía mucho volver a Londres.

Todavía no le había dicho nada a Mark, pero había seguido el consejo de Donald Bryan y visitaría un par de hospitales del grupo Bayswater, y para hacerlo se había tomado unos días de vacaciones. El primer hospital que visitaría estaba en Highbury, donde le habían prometido que podría presenciar una jornada con los pacientes externos.

– Si puede llegar antes de las ocho, tenemos una reunión de dirección. Podría interesarle.

La idea de tener que llegar a Highbury desde Guildford a las ocho de la mañana la hizo gemir.

– Quédate en mi casa -dijo Jocasta en cuanto se enteró-. De verdad, a mí me encantará que estés y me gustaría poder ayudarte a conseguir tu nuevo empleo. Los vecinos tienen la llave.

Clio llegó a última hora de la tarde, cuando las terrazas y los bares de Clapham y Battersea empezaban a llenarse de jóvenes guapos y animados. Al cabo de diez minutos ya se sentía en casa. La casa era muy bonita. Todas las habitaciones estaban repletas de libros, fotos y recuerdos de toda clase. Había varios collages, hechos con fotos de la infancia de Jocasta, la mayoría de ella y Josh con su madre, una mujer de aspecto más bien severo, y sólo una con su padre, tomada evidentemente con ocasión de los dieciocho años de Jocasta. Ésa era la Jocasta que había conocido, delgada, muy morena, con un vestido negro de tirantes y el pelo recogido. Ronald Forbes era lo que se suele llamar un hombre apuesto, alto y rubio, muy parecido a Jocasta, o a Josh. Estaba vestido con esmoquin, de pie al lado de Jocasta, pero ni la tocaba ni sonreía. Esa foto no estaba en un collage, sino en un marco de plata. Por mucho que dijera, para ella era muy importante.

Había otros collages, de sus días de escuela, de sus viajes y también, de una forma conmovedora, de su vida con Nick, un montón de fotos sacadas en bares y restaurantes, en fiestas y salidas con amigos. Pobre Nick; a Clio le había caído bien a pesar de conocerlo tan poco, y sentía lástima por él.

Había comprado algo para cenar y acababa de descorchar una botella de vino cuando sonó el teléfono.

– ¿Eres Jocasta?

– No, no está, lo siento. ¿De parte de quién?

– ¿Eres Clio? Qué alegría oírte.

Era Fergus Trehearn.

– Sí. ¿Ah, sí? -Por Dios, qué tonta era-. Jocasta me ha dejado su casa un par de días, tengo que estar en Londres y…

– Soy Fergus Trehearn.

– Sí, lo sé, he reconocido tu voz.

– Vaya, me alegro de haberte causado impresión. Al menos mi voz. Sé que es una tontería llamarla a su casa, pero me dijo que pasaba por allí de vez en cuando y no la localizo en ninguna parte. Tiene el móvil apagado. ¿Cómo estás, Clio?

– Estoy muy bien, Fergus. Si quieres hablar con Jocasta, se ha ido a Nueva York. Con Gideon. Están en el Carlyle.

– Ah, sí. Es uno de los favoritos de Gideon. La llamaré allí, pero no es urgente, se trata de Kate.

– Bien. Espero que la localices.

– Lo intentaré. Que te vaya bien a ti también. Seguro que se trata de algún congreso médico importantísimo.

– No, no exactamente -dijo Clio-. Tengo que ir a un hospital. Me presento a un empleo en mi antiguo hospital y voy a uno afiliado.

– ¿Estás buscando empleo? ¿Como especialista?

– Sí. Especialista en geriatría. Que era lo que hacía antes.

– Es un trabajo estupendo, a mí me lo parece. Me rompe el corazón pensar en la cantidad de personas mayores que viven sin nadie que las atienda. Después de todo lo que han hecho por nosotros. Seguro que son más educados que algunos de tus pacientes más jóvenes.

– En eso tienes razón -dijo Clio, sonriendo, y sorprendida al oír su opinión-. Oye, te estoy entreteniendo…