Con el tiempo, a Helen le empezó a apetecer ir a la fiesta. Fergus la había ayudado a alquilar un vestido, uno plateado muy bonito, y su madre había propuesto que se recogiera el pelo en un moño suelto, se pusiera pendientes largos brillantes y llevara una boquilla larga.
Jilly estaba fuera de sí de emoción, se probaba vestidos y los descartaba, discutía el peinado con Laura de Hair and Now, en Guildford, con ejemplares antiguos de Vogue, y practicaba el charlestón en su salón. La invitación decía, por supuesto, «Señora Jillian Bradford y pareja» y se había vuelto loca para decidir con quién ir. Al final se decidió por Martin Bruce, que había sido el padrino en su boda y acababa de enviudar.
Sarah y Bernie y dos de los chicos más de fiar con los que salían, todos invitados por Kate, fingieron al principio que estaban por encima de esas cosas, pero con el paso de los días y los comentarios de los periódicos sobre la fiesta, se rindieron y se emocionaron. El rumor de que Westlife actuaría los llevó al frenesí. Sin duda eran unos horteras, pero vaya, era Westlife. Allí. En carne y hueso. Para bailar. No estaba nada mal.
Clio todavía estaba batallando con su pelo cuando entraron los primeros coches en la avenida. Le invadió un deseo irrefrenable de salir huyendo. Jocasta ya no la echaría de menos, estaba en la escalera de la casa en un estado de gran excitación, saludando, besando, riendo, abrazando. Clio pensó que por lo menos había cumplido con su deber: se había dedicado todo el día a tranquilizarla, escapándose sólo de vez en cuando para pasear por el jardín, maravillándose con lo que podía lograr la imaginación combinada con el dinero. A Jay Gatsby le habría complacido el lugar.
En la parte trasera de la casa habían montado una gran marquesina, con farolillos colgados de los árboles. Había una banda de jazz en una tarima a un lado, y un gran piano blanco, con pianista con corbata blanca y frac, al otro. Una fuente, hecha de copas de champán enormes, adornaba la terraza, y detrás estaba el orgullo de Gideon, un Chevrolet negro y plateado de los años veinte. Había un fotógrafo cerca para los invitados que desearan posar. Varias barras de bar, con camareros, salpicaban el jardín. Un rótulo parpadeante sobre una estructura de estilo art déco en negro y plateado decía «Casino» y, al lado, algo que se anunciaba como un cine.
Chicas con vestidos largos de crepé blanco se paseaban lánguidamente con galgos atados con correa («De hecho, no son muy Gatsby, más bien años treinta, pero qué se le va a hacer», le dijo Jocasta a Clio), hombres con trajes de Al Capone y sombreros de fieltro transportaban bandejas de bebidas, y chicas de gánsters, con demasiado maquillaje y rizos de fulanas, ofrecían cigarrillos y mecheros. Después de cenar y antes de bailar, se celebraría una búsqueda del tesoro, una auténtica obsesión en los años veinte.
La noche era perfecta, cálida, pero no calurosa, el cielo estaba estrellado, y una media luna colgaba delicadamente entre las estrellas.
Y por supuesto había conocido a Gideon. Y por supuesto la había cautivado. Sintió que ella misma podría haberse enamorado de él. Pero al mismo tiempo, al observarlo durante veinticuatro horas, y ver cómo se paseaba por la casa, con el móvil pegado a la oreja, tecleando en su agenda electrónica, reclamado continuamente por el ayudante que había instalado en casa ese día, para afrontar una crisis u otra, contestar el teléfono, firmar faxes y leer correos, pensó si sería realmente el marido que Jocasta necesitaba.
Cuando pasaran los primeros meses, ella pasaría a formar parte del imperio, a ser una deslumbrante adquisición más para exhibir y admirar, pero ¿seguiría siendo su objeto de atención absoluto? Clio temía por Jocasta.
La fiesta estaba a punto de animarse y Clio se sentía más aterrada que nunca en su vida. La modista había hecho un buen trabajo, y le había confeccionado un vestido azul claro de chiffon hasta el tobillo, con una falda de vuelo atada con hilos de perlas, y por el momento los cabellos se mantenían en su sitio, obligados a ondularse a lo Marcel, apartados de la cara por un par de pasadores de diamantes.
Pero su ánimo no estaba a la altura. Se sentó en la cama, sintiéndose fatal. ¿Con quién podría hablar? ¿A quién conocería? Dios mío, no se veía capaz, no podía.
Entonces se le ocurrió una idea. Se iría disimuladamente, nadie la echaría de menos. Menos que nadie Jocasta. Era una idea perfecta. Llamaría a un taxi en cuanto llegara a la calle que conducía a la casa. Sería fácil.
Se sonrió a sí misma en el espejo, más contenta. Decidió dejarse el vestido puesto -podría tropezar con Jocasta en la escalera o algo así-, recogió su bolsa y la estola de zorro que había alquilado y abrió la puerta con cautela. El pasillo estaba vacío, y ya estaba llegando al pie de la escalera cuando alguien pronunció su nombre.
– ¡Clio, hola! ¡Qué alegría verte!
Era Fergus, que le sonreía, increíblemente guapo con su corbata blanca y su frac. Se le acercó, le cogió una mano y la besó.
– Estás maravillosa. ¡Una auténtica mujer fatal de los veinte! Qué suerte tengo, haberte encontrado sola.
Ella le sonrió con poco entusiasmo, preguntándose qué debía hacer a continuación.
– ¿Te apetece dar una vuelta conmigo? Cuando hayan llegado todos no veremos nada.
– Pues, yo… -Era muy tentador. Fergus era agradable, encantador y divertido. Podía pasar un rato con él, divertirse un poco, y cuando él encontrara a alguien mejor, que sin duda lo encontraría, Clio se marcharía.
– ¿O -dijo él- tienes un caballero aguardando en alguna parte? Era de esperar.
– Fergus, no tengo a ningún caballero esperando -dijo Clio riendo-, y me encantará pasear contigo. Hace rato que estaba en mi habitación, bastante intimidada.
– No seas ridícula -dijo Fergus-, ¿por qué vas a sentirte intimidada? Nos divertiremos, ya lo verás. ¿Sabes que estamos en la misma mesa para cenar? Con Johnny Hadley, uno de los periodistas del Sketch. Es el tipo más divertido del mundo y tiene muchas anécdotas escabrosas. Lo pasaremos de maravilla. Vamos, querida, paseemos. ¿Te han dado ya el empleo del hospital que solicitaste?
– Cielo santo -exclamó Jilly-, ¿es esto real? Mirad esas luces… Oh, muchas gracias -dijo cortésmente al chófer-. Martín, sostenme un momento la estola, por favor, y aquella fuente, qué maravilla. Ahí está Jocasta. ¡Dios mío, qué vestido!
Jocasta estaba en lo alto de la escalera que conducía a la casa, con Gideon, y llevaba un vestido que era una copia fiel de un Chanel de 1924. Era de gasa hasta el tobillo, de un gris muy pálido, con un dobladillo en forma de pétalos, y la tela estaba pintada con un estampado de telaraña en gris más oscuro. Cuando levantaba los brazos, se desplegaban unas alas del vestido en el mismo tejido volátil, resbalándole de los dedos. Parecía la estrella de una revista exótica: una estrella rutilante.
– ¡Jilly, qué alegría que hayas venido! Estás más joven que nunca. Te presento a mi marido, Gideon Keeble, le he hablado mucho de ti. Helen y Jim, me alegro mucho de veros, y Kate, querida, ven a darme un beso. Dios mío, estás guapísima, ¿quién es este joven tan guapo que te acompaña?
– Nat Tucker -dijo Nat, ofreciendo su mano-. Encantado de conocerte. Tienes una casa preciosa -añadió-, muy bonita.
– Nos gusta -dijo Jocasta-, gracias. Luego nos pondremos al día. Ahora estoy un poco liada. Id hacia allí y os atenderán.
– Es muy guapa -dijo Nat, que fue el primero en aceptar una copa de champán y abrir el camino a través del arco de flores que conducía hacia un lado de la casa y bajaba hacia el país de las maravillas de abajo.
– ¡A que sí! Y es muy simpática -dijo Kate, siguiendo su ejemplo, sorbiendo su copa, consciente de que mucha gente importante estaba mirándola-. Oh, Dios mío, Sarah, mira, una barra de cócteles, y allí otra. ¡Esto será una pasada! Vamos a explorar.