– Bueno, un poquito sí -dijo por fin.
– Me lo imaginaba. Nick te echa de menos. Eso seguro. Le has roto el corazón.
– Si no tuviera esa fobia al compromiso, a lo mejor no tendría que habérselo roto.
– ¿Me estás diciendo que te has casado con Gideon de rebote? -dijo Chris con malicia en los ojos.
– Por supuesto que no. No te inventes cosas.
– Lo siento, querida. Bromeaba. Sé reconocer el amor.
– ¿Tú? ¿Desde cuándo?
– Sí, señora. No hay nada más sentimental que un director de periódico. Ya deberías saberlo.
– ¡Martha! ¿Eres tú, verdad? ¡Qué ilusión! -Una chica se había parado frente a ella; una chica bajita y delgada, cogida de la mano de un hombre bastante guapo con los cabellos grises muy cortos-. Soy Clio. Esperaba encontrarte.
No la habría reconocido nunca: la rechoncha y tímida Clio transformada en aquella mujer bonita y chispeante con diamantes en el pelo. Logró sonreír.
– Sí, sí, soy yo. Hola, Clio, ya había pensado que estarías. Te presento a Bob Frean. Bob, Clio Scott. Nos conocimos cuando éramos más jóvenes.
– Viajamos juntas -dijo Clio, sonriendo-. Antes de empezar la universidad. Estoy muy impresionada con todo lo que he leído sobre ti, Martha. Sobre todo lo de la política. ¿Tú también te dedicas a la política, Bob?
– Por suerte, no. Pero mi esposa sí. -Miró a Fergus indeciso.
– Oh, perdona -dijo Clio-, os presento a Fergus Trehearn.
– Hola -dijo Fergus-. Es una fiesta magnífica, ¿no os parece? Y Jocasta está preciosa.
– Desde luego.
Hubo un silencio y después Clio dijo:
– ¿Adónde ibais? ¿Al cine? ¿A la disco?
– Al casino -contestó Bob Frean-. No soy muy bailarín.
– Pues vale la pena echar un vistazo a la disco -le dijo Clio-, en serio. Meted la cabeza un momento. Nosotros íbamos ahora, y después iremos al cine; ponen El cantante de jazz.
– Estupendo -dijo Bob Frean-. No creo que pueda resistirme. Martha, ¿te apetece una peli?
– No -respondió Martha enseguida.
Esa era su vía de escape. Podría desaparecer, llamar un taxi, decirle a Jack Kirkland que no se encontraba bien, que ya había hecho suficiente por el partido en horas bajas por esa noche, podría marcharse, antes de que…
– ¡Clio, querida! Estás guapísima. Y Fergus, tú también.
Una mujer muy elegante se les acercaba rápidamente.
– Qué sorpresa, señora Bradford -exclamó Clio-, cuánto me alegro de verla, su vestido es…
– ¿Me perdonan? -dijo Fergus-. Veo que Helen está sola.
– Qué amable eres, Fergus -dijo Jilly-. ¡Qué fiesta, Clio! Caramba, no sabía que todavía se celebraran fiestas así. Jocasta ha sido muy generosa invitándonos. Siento interrumpir su conversación…
– No, no se preocupe -dijo Clio-. Señora Bradford, le presento a Martha Hartley, una vieja amiga mía y de Jocasta. Martha, la señora Bradford.
– Oh, Jilly, por favor. Mucho gusto, Martha. Estaba arrastrando a Martin a la discoteca, para ver bailar a los chicos. Es divertido mirar.
– Yo he dicho lo mismo -dijo Clio-. Vamos.
– ¿Te importa, Martha? -preguntó Bob-. Parece divertido.
– Por supuesto que no.
Se quedaron a la entrada de la disco, observando las luces estroboscópicas, los globos giratorios. La música estaba muy alta, muy fuerte. De repente Martha se sintió mareada. Apoyó la mano en una mesa.
Bob Frean se fijó.
– ¿Quieres sentarte?
– No, no, es que tengo calor. Creo que será mejor que salga.
Se sentía muy mareada; se sentó de golpe.
Y entonces sucedió.
– ¡Abuela! Ven a bailar. Ven, te enseñaré.
– No, cielo. No puedo.
– Ah, hola, doctora Scott. No sabía que estaba aquí. Es una pasada, ¿a que sí? ¿Lo está pasando bien?
– Sí, mucho.
Tenía que salir. En ese instante.
Era alta, la chica del vestido plateado, alta y de piernas muy muy largas y los cabellos claros y ondulados. Se parecía… se parecía mucho a…
No era posible. Simplemente no era posible. ¿Cómo podía ser? Era sólo una chica, todas se parecen, todas son iguales. Quédate sentada, Martha, quieta, no mires, todas parecen iguales.
– Ah, ahí está Fergus. Tú sí vendrás a bailar conmigo, ¿verdad, Fergus? Me lo estoy pasando bomba. Vamos… -Le cogió de la mano, y tiró de él hacia la pista, caminando hacia atrás y riendo.
Martha oyó cómo decía:
– ¡Kate, Kate!
Kate. Kate.
– Deberíamos irnos -le dijo a Bob.
Pero había llegado otra chica; una chica muy joven. Cogió a Bob de la mano e hizo lo mismo con Martin, tirando de ellos. Todos se reían, los hombres se sentían halagados; hombres mayores invitados a bailar por chicas bonitas.
– ¡Qué divertido! -decía la señora Bradford-. Es divertidísimo.
La sala daba vueltas, la música parecía retumbar. Hacía calor, un calor espantoso, se desmayaría, todo se difuminaba, se difuminaba y alejaba.
Logró ponerse de pie.
– Lo siento. Tengo que salir.
Alejarse de ella. Alejarse para no tener que mirarla.
– Tienes muy mala cara, Martha. -Clio parecía preocupada-. Venga, siéntate, baja la cabeza hasta las rodillas. Jilly, ¿puedes traer un poco de agua?
Ya empezaba a encontrarse mejor, y volvió a ponerse de pie y a intentar salir.
– Abuela, venga. Por favor. Tu novio lo hace de maravilla. Es un tío enrollado.
– Un momento, cielo. Vamos a salir un momento.
– No hace falta que venga -dijo Martha-. Ya me encuentro mejor. En serio.
– Ya tienes mejor cara -dijo Clio-, mucho mejor. Salgamos fuera a tomar el aire.
Cogió a Martha del brazo y empezó a guiarla hacia fuera.
– Cielo, ve a buscar un vaso de agua, por favor -dijo Jilly a Kate-. La señorita Hartley no se encuentra bien.
– Sí, claro -dijo la chica.
Cogió un vaso y las siguió fuera.
– Gracias, cariño. Toma, Martha, bebe un poco. A sorbitos. Así, muy bien. Respira hondo.
– Ya estás mejor, Martha -dijo Clio-. Tienes mejor color. Bien. Ahí dentro hacía un calor espantoso.
– Espantoso -dijo Jilly Bradford-. Claro que tú ni te das cuenta -añadió hablando con la chica de los cabellos ondulados. La chica llamada Kate. Sentada tan cerca que podría tocarla-. Martha, bebe un poco más de agua. Así. No te he presentado a mi nieta. Es Kate. Kate Bianca Tarrant, como le gusta que la llamen últimamente. Kate, cielo, te presento a… ¡Dios mío, Clio, se ha desmayado!
Capítulo 30
¿Cómo había podido pasar? Estaba en una cama de la casa de Jocasta, sin ninguna posibilidad de irse a casa. A menos que caminara. Y no podía caminar. ¿Qué podía hacer? ¿Cómo podía escapar?
Después de que Martha se desmayara, Bob la había llevado a una mesa, y ella les había convencido de que ya estaba mejor, de que podía marcharse en su coche; ya lo tenía allí, esperándola. Sólo estaba agotada, y había pasado un calor espantoso en la disco. Era temprano para que la gente empezara a marcharse, no quería estropear la fiesta. Estaba bien. Estaba perfectamente.
Se defendió con calma, pero le castañeteaban los dientes, a pesar del calor. Sabía lo que era: el shock. Era difícil disimularlo. Vio que Janet Frean la observaba con atención, con los ojos oscuros pensativos. Al cabo de un rato, se puso de pie y dijo:
– Martha, te acompañaremos a casa. Ven, cogeré tus cosas, a menos que prefieras quedarte un rato más y recuperarte.
– No -dijo ella-, no quiero quedarme.
Mantuvo los ojos fijos en la cara de Janet. Tenía miedo de que si apartaba los ojos y miraba a su alrededor vería a la chica otra vez. No podía permitírselo, de ninguna manera.
Se levantó como pudo, pero las piernas la obedecieron sólo hasta ese punto. No podía andar. A continuación, descubrió que no podía respirar con normalidad, que tenía que esforzarse para coger aire. De repente se sintió muy enferma: le dolía el pecho, y su corazón retumbaba, con un latido tan fuerte que no podía soportarlo. Estaba sufriendo un infarto, pensó, iba a morir, y su último pensamiento fue que no estaba tan mal, si se moría en ese momento, nadie se enteraría.