Empezó a temblar con violencia, todo su cuerpo se estremecía, y oyó que alguien decía:
– ¡Que venga la otra chica, la doctora, rápido!
Volvió a recuperarse, muy lentamente. Estaba sentada en una silla, y alguien, no sabía quién, sostenía una bolsa de papel sobre su cara.
– Intenta respirar con normalidad -dijo una voz, una voz femenina, vagamente familiar-. Estás bien. Estoy casi segura de que sólo sufres un ataque de pánico. Así está bien. Bien. Venga, respira hondo.
Martha había oído hablar de personas que sufrían ataques de pánico. Siempre los había visto con desprecio y los atribuía a la histeria.
Intentó apartar la bolsa de papel.
– Sólo un momentito más. Te irá bien -dijo la voz otra vez, y se dio cuenta de que era Clio, Clio, que la había atendido antes.
– Estás bien, Martha, en serio. ¿Te encuentras mejor?
Su voz era tranquila, y su sonrisa, cuando Martha la miró, muy amable. Era una buena chica, pensó Martha, no debería haber sido tan antipática con ella. Se disculparía, cuando se encontrara mejor.
– Sí, gracias. Creo que sí. Un poco.
– Fergus -dijo Clio-, podrías acompañarla a la casa, para que se eche y descanse un rato. Es lo que necesita.
– Por favor -dijo Martha en un débil susurro-, por favor, estoy bien. Sólo quiero irme a casa.
– No es una buena idea -dijo Clio-, al menos por ahora. Mira, este amable caballero va a llevarte…
– Vaya, no se puede decir que peses -dijo una voz con acento irlandés, levantándola con delicadeza-. ¿De qué vives tú? ¿O te permites un vaso de agua de vez en cuando? -Le sonrió, esmerándose por hacerla sentir cómoda, y la llevó sin esfuerzo por el jardín hasta la casa.
Allí Fergus y Clio la ayudaron a echarse en un sofá de una gran sala y Clio dijo:
– Voy a buscar un vaso de agua y una manta. Tú quédate aquí y no te preocupes por nada.
– Debería irme -dijo Martha-, unas personas se han ofrecido amablemente a acompañarme a casa. Me estarán esperando.
– No te están esperando. Les he dicho que pasarías esta noche aquí -dijo Clio con firmeza.
– No puedo quedarme aquí -dijo Martha-. Por favor, Clio, déjame ir a casa.
– No estás en condiciones -dijo Clio-, y no puedes quedarte sola porque podría volverte a pasar. Cálmate, Martha, podrás irte a casa por la mañana. Te acompañaré yo misma, si hace falta. Pero ahora mismo tienes que quedarte echada y descansar. Jocasta ha pedido que te arreglen una habitación. No tardará mucho.
Dios. Jocasta también; las dos, en la misma casa. Se sentía como si la retuvieran en una horrible trampa.
– Hola, Martha. -Era Jocasta, que le sonreía. ¿Por qué tenían que ser tan simpáticas las dos?-. Te han preparado una habitación. Fergus te ayudará a subir y nos veremos por la mañana.
Se rindió, dejó que Fergus la llevara arriba y que Clio la metiera en la cama. Y en ese momento se sentía más sola y más asustada de lo que se había sentido en toda su vida.
Se dio cuenta de que, de repente, todo había cambiado. Eso era lo más aterrador de todo. Ya no podía negarlo más tiempo. El bebé que había dejado atrás ya no era el bebé Bianca, totalmente anónimo, para siempre un bebé. Se había convertido en Kate, una preciosa chica de dieciséis años. Había estado en la misma habitación que ella, había respirado el mismo aire, la había visto, la había observado, casi la había tocado: se había convertido en una realidad.
Se sentó en la cama, derecha, sintiendo que el pánico volvía, la dificultad para respirar, el sudor.
– Dios mío -dijo en voz alta-. Dios mío, ¿qué voy a hacer?
Y entonces se abrió la puerta y entró Janet Frean.
Martha se sintió tan feliz de ver a una amiga, una persona cercana, que se echó a llorar. Janet se sentó en la cama, la abrazó como si fuera una niña y le dijo que llorara cuanto quisiera. Así lo hizo Martha, un buen rato. Janet estuvo a su lado, en completo silencio, excepto para tranquilizarla de vez en cuando, hasta que Martha dejó de llorar y se recostó otra vez en las almohadas.
– Lo siento -dijo-, lo siento mucho.
– Martha -dijo Janet, sonriéndole cariñosamente-. Martha, deja de disculparte. Por favor. No has hecho nada malo.
– Sí lo he hecho. Ése es el problema, Janet. No lo entiendes. He hecho algo terrible. ¡Oh, Dios mío!
– De acuerdo, de acuerdo -dijo Janet con calma-, has hecho algo terrible. ¿Por qué no me lo cuentas? Ya sabes que las cosas no parecen tan malas cuando se comparten con alguien. Además yo soy muy difícil de impresionar, tener cinco hijos y pasar gran parte de mi vida en Westminster me ha servido para eso, por lo menos. Ponme a prueba. Intenta hablar conmigo. Por favor, no soporto verte así. Cuéntame qué te pasa.
Y de repente, Martha se lo contó. Ya no podía más. Se sentía débil y hecha añicos, recostada en los almohadones, en aquella habitación en penumbra, con el ruido de la fiesta de fondo, la fiesta donde su hija bailaba despreocupadamente, y le contó a Janet lo que había hecho.
TERCERA PARTE
Capítulo 31
– Qué tía más rara -dijo Kate, recostándose en el asiento de la limusina-, rara de verdad. ¿No te ha parecido rara, Nat?
– No lo sé -dijo Nat-, no he hablado con ella. Estaba ocupado con el pobre Cal. Estaba fatal.
– ¿Ya se encuentra bien?
– Se ha dormido -dijo Bernie desde el asiento de atrás.
– ¿Quién es rara? -preguntó Kevin.
– La mujer -contestó Kate-. La que se ha desmayado.
– Sí, te puso la vista encima y se desmayó -dijo Bernie, riéndose-. En serio, hasta entonces estaba bien, se lo dije a la doctora. ¿Cómo se llama?
– Clio -dijo Kate-. Es la doctora de mi abuela.
– Ella sí es simpática -dijo Nat en tono aprobador-. Bueno, ha sido un buen fiestorro. Con todos esos fotógrafos, Kate, gritando tu nombre cuando nos marchábamos. Ahora eres famosa, te guste o no.
Parecía muy satisfecho, como si el mérito fuera todo suyo. Y no de Fergus, que había filtrado a un par de periódicos que Bianca asistiría a la celebración del año.
– A lo mejor yo también salgo en alguna de las fotos -añadió esperanzado.
Jack Kirkland estaba enfrascado en una conversación con Gideon Keeble cuando Janet se unió a ellos.
– Has tardado mucho -dijo-. ¿Está bien?
– Está muy bien. Dormida. Dios sabe qué le ha pasado, pobrecilla.
– Yo no describiría así a Martha -dijo Gideon con ligereza-. A mí me parece una mujer de piedra.
– Creo que estoy de acuerdo con Gideon -comentó Jack Kirkland-. El derecho al nivel que trabaja ella no es una opción fácil. Y encima meterse en política… es muy notable.
– Eso es lo que tienen las mujeres, Jack: pueden hacer muchas cosas al mismo tiempo -dijo Janet-. Todas.
– ¿Como criar cinco hijos y dirigir un partido político? -preguntó Gideon.
– Bueno, no es que lo dirija sola. Sólo aparezco de vez en cuando por la Cámara.
– Venga ya, Janet, podrías dirigirlo si yo no estuviera. Tal vez deberías -dijo Kirkland.
– ¿Ah, sí? ¿Qué me dices de Eliot y Chad?
– Por lo que a mí respecta, después de lo que ha pasado, eres mejor contendiente que ellos -dijo Jack.
– Bueno, por suerte para mí, sigues aquí -dijo Janet-. No me apetece nada. Lo juro.
Gideon Keeble, que había logrado salir de los arrabales de Dublín por su capacidad de oler una mentira a la legua, los miró a los dos con interés. Estaba claro que Jack la creía y, lo que era más importante, Janet lo sabía.
Antes de irse a la cama, Clio pasó a ver a Martha. Estaba profundamente dormida.