– A mí no me preguntes -dijo Clio, riendo-. No sé nada de propiedades en Londres. Aunque si me dan el empleo, tendré que buscar.
– Ah -dijo él, sonriéndole-, pero a ti te sobra sentido común, y no puedo permitirme ese piso. La verdad es que por ahora, al menos, no.
– Pues no te lo compres.
– Sabía que dirías eso -dijo él.
– Entonces ¿por qué me lo preguntas?
– Creía que te convencería y de paso me convencería a mí mismo. Es una preciosidad, junto al río, con un pequeño jardín en la azotea, bueno, es una terracita en realidad. Te encantaría, Clio.
Clio había sopesado la relevancia de que a ella le gustara y había decidido, más bien con tristeza, que era una forma de hablar.
Después Fergus le habló de todos los espectáculos del West End: qué había visto Clio, qué le gustaría ver.
– My Fair Lady -dijo ella inmediatamente, y entonces se dio cuenta de lo pueblerino que debía de parecerle y se ruborizó.
– A mí también -dijo él, sin embargo-, ¿por qué no vamos juntos? También me gustaría ver Les miserables -añadió-. Ya ves lo atrasado que estoy.
Clio se había temido que lo hubiera dicho sólo para hacerla sentir mejor, pero de todos modos dijo que sí.
– Y Chicago.
– Pues tenemos un montón de trabajo por delante -dijo él, y echó un vistazo al reloj.
Ahora estaba aburrido, pensó ella, pero él sólo dijo:
– Se te hace tarde.
Entonces fue cuando dijo que no le hacía gracia dejarla sola en un tren.
¿Debía decirlo o no? Que no tenía por qué coger el tren, pero ¿cómo exactamente? ¿Qué diría? Suspiró sin quererlo, y cuando él la miró, dijo:
– Tengo que ir al servicio. Discúlpame.
Tardó un rato en arreglarse el maquillaje, en perfumarse y contemplarse con su traje de mujer de mediana edad. Cuando salió, vio que había una chica en la mesa, sentada en su sitio, una chica preciosa, con una media melena perfecta y un vestido de seda ajustado. Seguramente le había dicho que fuera a salvarle: «La mujer con la que he quedado se marcha a las once -le habría dicho-, tiene que volver al pueblo. Tú y yo podemos salir por ahí».
Respiró hondo y se acercó a la mesa.
– ¡Clio! Clio, te presento a Joy, Joy Mattingly. Somos viejos compañeros de trabajo, ¿verdad, querida?
– Ya lo creo -dijo ella sonriéndole. Después sonrió a Clio-. Lo hemos pasado bien, ¿eh, Fergus? -Cogió un terrón de azúcar del azucarero, lo mojó en el café de Fergus y lo lamió lentamente. Clio la miró traspuesta-. Bueno, me voy -dijo, levantándose despacio. Era muy alta-. Ya nos veremos, Fergus, cariño. Que te diviertas.
Él se levantó, le dio un beso y volvió a sentarse, señalando la silla de Clio con un gesto de disculpa.
– Perdona.
– No, no -dijo-, no seas tonto. Pero tengo que irme, Fergus, se hace tarde y…
– Y perderás el tren -dijo, y su voz era inexpresiva-. Claro, te buscaré un taxi. ¿Seguro que no te da miedo?
– Seguro -dijo Clio.
– Bien -dijo Fergus, y Clio vio que mandaba un beso a Joy al otro extremo del restaurante y se sintió peor que nunca-, vamos a buscarte un taxi.
Y cuando uno paró casi de inmediato, dijo bastante enérgicamente:
– Bien, que tengas buen viaje, Clio. Lo he pasado muy bien. Tenemos que quedar otro día.
Volvió a entrar en el restaurante. Clio miró las calles concurridas desde el taxi, y todas las parejas felices, cogidas de la mano, abrazadas, y le costó trabajo no echarse a llorar.
Dentro del restaurante, Fergus, muy deprimido, le contaba a Joy Mattingly, muy aburrida, que temía que Clio, que era tan inteligente y tenía tanto éxito en su profesión, le considerara frívolo y poco interesante.
– Normalmente no me gustan las mujeres inteligentes, pero ésta es diferente -dijo-. Es la combinación de cerebro y belleza; es algo muy raro. Bueno, está claro que no va a resultar. Tenía esperanzas, pero…
Suspiró y se acabó la copa. Rechazó la invitación de Joy de ir con ella y un grupo a Annabel's. Ella le miró un buen rato, nunca le había visto rechazar una oportunidad de ampliar sus contactos.
Debía de estar enamorado.
Capítulo 33
– No, jovencito, no puedo decírtelo. Honor entre ladrones, se llama.
Teddy Buchanan había terminado su segunda copa de oporto y estaba colocado. Vaya, le había salido carísimo por nada, pensó Nick.
– Teddy, sólo quiero un nombre.
– ¡Sólo un nombre! Vosotros nunca reveláis vuestras fuentes, ¿no? No empecéis a pedirnos que lo hagamos nosotros.
«A menos que te convenga», pensó Nick.
– No -dijo-, no, claro que no.
– De todos modos, ha sido una cena muy agradable. Gracias. Y mira, yo en tu lugar tendría una charla con Griers. Es un buen hombre. Una gran pérdida para el partido. En fin, fue la primera víctima de todos estos tejemanejes. Si fuera tú, le sonsacaría más detalles.
– El lugar estaba casi desierto -dijo Eliot. Estaba pálido y parecía angustiado. Y había adelgazado-. Todos se habían ido a casa temprano. Era una de esas noches.
– ¿Alguien sabía que ibas a dar una vuelta por la cámara con esa mujer?
– Sí. Chad lo sabía. Pero él se marchó enseguida. Ah, y Janet. Pero ella también se iba a casa. No había nadie más. Ya te he dicho que estaba desierto.
– Ya -dijo Nick-. Aún llamarías más la atención si alguien te veía.
– Pero no me vio nadie, podría jurarlo. El guardia, pero ellos no…
– No -dijo Nick-, no lo dirían. ¿Y dices que Janet se había marchado?
– Sí, se había ido.
– ¿Estás seguro?
– Nick, claro que estoy seguro. ¿No me estarás diciendo que Janet nos la está jugando? ¿A su propio partido? Es absurdo.
– Sí, es absurdo -dijo Nick.
– No podemos aceptarlo -dijo Helen-. De ninguna manera. -Tenía la cara roja y estaba al borde de las lágrimas-. De ninguna manera. ¿Verdad, Jim?
– No, no podemos. Es demasiado joven y demasiado vulnerable.
Fergus esperaba que se enfadaran. En cierto modo, le causó buena impresión que se enfadaran. No mucha gente rechazaría tres millones de dólares. En cierto modo estaba de acuerdo con ellos. Pero…
– Helen, Jim, se trata de mucho dinero -dijo con delicadeza.
– Lo sabemos -dijo Helen-. En parte es por lo que no queremos.
– Sí, pero pensadlo. Por favor. Sólo un momento. Cualquier cosa que hayáis querido para Kate, podría tenerlo. Viajes, universidades, cualquier cosa. ¿Qué le vais a decir?
– ¿No podemos decirle que no la han elegido?
– No. Pensadlo. ¿Qué diría ella, más adelante, si se enterara de que lo habíais rechazado sin consultárselo? Se pondría furiosa. Y tendría parte de razón.
– Sí, pero tenemos que pensar en lo que es mejor para ella ahora mismo -dijo Helen-. Es muy vulnerable. Es una niña, Fergus, no una adulta.
Cuando Fergus se marchó, Helen y Jim se quedaron mirando las fotos de Kate en silencio.
– Esto es muy difícil -dijo Helen.
– Lo sé -dijo Jim.
– ¿Martha? ¿Martha Hartley?
– ¿Sí?
Era Malcolm Farrow, jefe de prensa del Partido Progresista de Centro. Necesitaban hablar con ella urgentemente. Habían pedido que apareciera en Question Time esa misma semana. Clare Short se había retirado en el último momento y querían a Martha.
– Dios mío. -Sintió pánico-. Debería ir Janet Frean -le dijo-. Es evidente. Por favor, diles que se lo pidan a ella.
– Se lo propusimos, pero dijeron que te preferían a ti -explicó un poco incómodo Farrow.
– Pues yo no puedo -dijo Martha con firmeza-. Estoy ocupadísima y, de todos modos, ¿qué diría Janet?
Eso era lo peor, demasiado horrible para pensarlo. ¿Cómo se sentiría Janet?: rechazada por Question Time, el programa de televisión más deseado por los políticos, porque la preferían a ella. Querría matarla. Querría… Dios mío, ¿qué podría querer hacerle? ¿Qué podría hacer?