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– Lo único que puedo decir, Nick -dijo Jocasta, dejando la bandeja-, es que Martha ha tenido mucha suerte de que Janet te haya elegido a ti. No a alguien del Sun. O del Mirror. ¿Tú qué le has dicho, por cierto? ¿Lo tienes todo grabado, espero?

– Sí. En este bolsillo. -Se golpeó el pecho-. Sólo le he dado las gracias por la noticia, le he dicho que no estaba seguro de lo que pasaría y me he marchado lo más rápidamente posible. Estaba aterrado de que cambiara de opinión y me pidiera que le devolviera la cinta. Aunque tampoco habría cambiado mucho, porque es evidente que ha perdido el juicio.

– ¿Ah, sí? -preguntó Clio-. ¿Por qué lo dices?

– Lo que ha hecho es muy raro. Si lo que quiere es desacreditar su partido, lo está haciendo muy bien. Esto puede ser su final, con todos los escándalos que le han caído encima últimamente. De hecho, estoy bastante seguro de que ella está detrás de la filtración de las encuestas. En cambio, ella habla del partido como si fuera otro hijo al que adora. No lo comprendo. En fin, ¿qué podemos hacer ahora? Concretamente, ¿qué hago yo ahora? Chris me matará si se entera de que retengo esta información. Ella podría estar hablando con el Sun ahora mismo. Puede que yo sólo fuera un ensayo. Qué desastre, por Dios.

– Debemos decírselo a Martha -dijo Jocasta-, eso es lo que debemos hacer.

– ¿Y cómo lo hacemos? -preguntó Nick-. La llamamos y decimos: hola, Martha, has salido estupenda en la tele, y sabemos que eres la madre de Bianca Kate.

– Y hay otra cosa -dijo Jocasta-. ¿Quién va a decírselo a Kate?

– Debería hacerlo Martha -dijo Clio-. Dios mío, no me extraña que la pobre se desmayara.

– ¿Pobre? -exclamó Jocasta-. ¿Martha? No me digas que te da pena.

– Por supuesto que me da pena. Piensa en lo que habrá tenido que pasar estos dieciséis años. Creo que es una de las historias más tristes que he oído en mi vida.

– Yo también -dijo Fergus.

Jocasta lo miró sorprendida.

– La relación con Clio te está ablandando, Fergus Trehearn. Y ahora, ¿quién va a hacer esa llamada?

Martha estaba medio dormida en el coche cuando sonó su móvil.

– Oh, no contestes -dijo adormilada-. Seguro que no es nadie con quien quiera hablar. Seguro que es Jack, que tiene otro orgasmo.

Kirkland ya la había llamado dos veces, la primera para felicitarla en general; la segunda para decirle lo bien que había expuesto la filosofía del partido. Chad, Eliot, Geraldine Curtis y sus padres también habían llamado.

– De acuerdo. Hablando de orgasmos, espero que estés un poco más espabilada cuando lleguemos a casa.

Martha se volvió, tiró de él y le besó con mucha pasión.

– Esto a cuenta. Una especie de adelanto. Estoy muy espabilada para el asunto relevante.

Habían hablado de quedarse en Birmingham, pero Ed dijo que tenía que estar en Londres a primera hora.

– ¿Y qué te crees? -había protestado Martha indignada-. ¿Que yo no trabajo?

– El problema es que mi coche se ha calentado en el viaje de ida. No creo que aguante el de vuelta.

– Podemos ir en el mío y volvemos a recoger el tuyo el sábado. Oh, no, estaré en Binsmow. El domingo, entonces. No, tengo una fiesta. El domingo por la noche, quizá. No…

– ¿Qué te parece el miércoles de la semana que viene?

– Hecho.

– Has estado fantástica. De verdad, espectacular.

– No lo habría estado -dijo Martha- de no ser por tu mensaje de ánimo. Oh, Ed, ¿qué estaría pensando para mantenerte alejado de mí tanto tiempo?

– Si no lo sabes tú -dijo Ed-, ya me dirás lo que vamos a hacer. ¿Cuándo vas a explicarme por qué?

– Nunca.

Llegaron a Canary Wharf justo antes de las dos.

– Lo siento -dijo Martha al entrar en el piso-. Tengo que ducharme. He sudado como una cerda con esos focos.

Se ducharon juntos. Ed empezó a besarla, lenta, amorosamente. Martha empezó a encumbrarse, hacia un lugar oscuro y cómodo, perlado de felicidad y promesas. ¿Por qué se había negado aquello tanto tiempo? ¿Cómo había podido soportarlo? Las manos de Ed estaban en sus nalgas, apretándola contra él. Le sentía duro y fuerte, y su propia respuesta, líquida y lánguida. Él la levantó ligeramente, para entrar dentro de ella.

– Te quiero -decía a través de los besos, a través del agua, y casi antes de que estuviera lista, se corrió; de repente, muy rápido, se preparó y se tensó, y se liberó con una explosión que casi pudo visualizar, tan intensa y brillante fue.

– Yo también te quiero -dijo, sonriendo, y apoyándose suavemente en él-. Te quiero muchísimo.

– Bien -dijo-, has recuperado el juicio. Vamos a la cama.

La envolvió con ternura en una toalla y casi la llevó en volandas a la cama. Le retiró la toalla y se echó, mirándole la cara, embelesado por el cansancio y el sexo, el cuerpo, su esbelto y tenso cuerpo, su pubis perfectamente depilado.

En ese momento sonó el teléfono fijo y el contestador se puso en marcha.

– Por fin -dijo Jocasta-, me ha dicho que acababa de llegar. Es evidente que había alguien con ella.

Fergus se había marchado. Habían acordado que sería mejor que lo hicieran los tres solos. Gideon había vuelto a casa, y se había ido directamente a la cama. Si sentía curiosidad por la presencia del ex amante de su esposa y su mejor amiga en la casa, no lo demostró.

– Que os divirtáis -fue lo único que dijo.

– Lo siento, Gideon, mañana te lo explicaré todo.

– Perfecto. Buenas noches a todos.

Se marchó saludando con la mano y con su sonrisa curiosamente tierna.

Jocasta abrió la puerta. Se había puesto unos vaqueros debajo de la camiseta enorme y parecía que tuviera diecisiete años. Sonrió a Martha.

– Hola. Pasa. ¿Viene…? -Echó un vistazo al coche-. ¿Viene alguien contigo?

– Sí, pero esperará fuera -dijo Martha-. No quiero que esté mientras hablamos.

– Ah, bien.

La guió hasta el salón. Clio había preparado café.

– Hola, Martha. ¿Cómo estás? Esta noche has estado estupenda.

– Gracias. La primera vez y la última, supongo.

– Lo siento mucho, Martha -dijo Nick, estrechándole la mano con formalidad.

Ella se la estrechó.

– No es culpa tuya.

Se sentaron todos.

– Escuchad -dijo Martha, de repente-, esto es bastante difícil para mí. Preferiría no hablar con todos a la vez.

– Está bien -dijo Jocasta-. Sólo estamos aquí porque…, bueno, porque Nick sabía que yo podía contactar contigo. Y evidentemente era urgente. Quién sabe a quién más puede habérselo dicho.

– No está en los otros periódicos -dijo Clio enseguida-. Hemos ido a Waterloo a comprarlos, así que tenemos algunas horas de margen. Con suerte, unos días.

– Pero… sucederá, supongo. Tiene que publicarse.

Después de todo parecía vulnerable.

– Diría que sí, lo siento.

– No, no, es muy amable por tu parte intentar ayudar. No he sido precisamente simpática contigo.

– Ahora ya sabemos por qué -dijo Jocasta.

– En fin -dijo Clio-, pensamos que quizá te sería más fácil hablar conmigo. Soy médico, y he hecho el juramento hipocrático y todo eso.

– De hecho, tienes razón -admitió Martha-. Me gustaría empezar contigo, Clio.

Martha se quedó con Clio, en el silencioso salón, a la hora en que la luz del amanecer de verano comenzaba a filtrarse por las ventanas, y empezó.

Como lo había hecho hacía pocas semanas, fue más fácil, pero aun así tuvo que obligarse a pronunciar cada palabra. Fue como volver a dar a luz, pensó, dar a luz a Kate, y no podía creer que las estaba pronunciando: las palabras que había mantenido en su cabeza, enterradas en su conciencia, dieciséis años. Habló de los días horribles, semanas en Bangkok, en la habitación apestosa y mal ventilada, el aburrimiento, matando el tiempo dando paseos, caminando kilómetros y kilómetros por la maloliente, sucia y calurosa ciudad, y leyendo, leyendo…