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– Sí. Haciendo buceo. ¿Y tú?

– No, sólo bañándome. Nada del otro mundo. Pero ha sido estupendo.

– A que sí. ¿Adónde vas ahora?

– Vuelvo a Big Buddha unos días y después he quedado con una chica en que iríamos juntas a Phuket.

– Es muy bonito. Y Krabi. El mar es verde en lugar de azul. ¿Ya has ido al norte?

– Sí, fue alucinante.

– Sí, es increíble. ¿Puedo sentarme contigo?

Ella asintió. Él sonrió, tiró su mochila encima de la de Martha y las sacas de correo y le ofreció un cigarrillo. Martha negó con la cabeza.

– ¿Y tú adónde vas?

– A Bangkok, unos días. Oye, Martha, ¿no hueles a quemado?

– Sólo tu cigarrillo.

– No, no es eso. Estoy seguro de que… ¡Dios mío! ¡Mira, mira cuánto humo!

Ella miró. De la sala de motores salía una gruesa columna de humo gris. El chico que guiaba el barco sonreía con determinación y cualquier cosa que pudiera considerarse tripulación brillaba por su ausencia. El humo se hizo más espeso.

– ¡Mierda! -dijo él-. Esto no me gusta. ¡Dios mío, mira, ahora salen llamas!

De repente Martha se asustó mucho.

Miró hacia tierra, y la consoladora curva blanca de la playa y la imponente figura de Big Buddha, y se sintió mejor. Estaban lo bastante cerca para nadar hasta la costa si fuera necesario. Así lo dijo.

– No, Martha, no, al menos hay un kilómetro de distancia y esto está infestado de tiburones. ¡Mierda, mierda, mierda!

Todo el mundo estaba muy asustado, señalando las llamas y gritando al capitán, que seguía guiando el barco obstinadamente hacia tierra y sonriendo con determinación.

– ¿Qué hacemos? -preguntó alguien.

– Saltar -dijo otro.

– No, estamos demasiado lejos -se oyó.

– ¡Tiburones! -dijo alguien, con voz temblorosa.

Era evidente que el fuego ya estaba descontrolado.

Una chica se puso a gritar y después otra. Una anciana tailandesa empezó a murmurar una plegaria.

Y entonces…

– Dunquerque -dijo Martha señalando-. ¡Mira!

Una pequeña armada de barcas alargadas, con los ensordecedores motores diesel a todo trapo, se acercaba desde la costa. Un piloto por barca con dos niños colgados en la popa de cada una.

«Habrán visto el fuego -pensó Martha- en cuanto ha empezado y han salido a la mar.» Ningún rescate oficial podría haberlo hecho mejor.

Una tras otra, las barcas se pararon junto al barco incendiado y la gente comenzó a saltar por la borda. Las llamas eran cada vez más fuertes y empezaba a haber oleaje. Algunos estaban aterrados, gritaban y lloraban, pero los hombres de las barcas mantuvieron la calma e incluso la alegría, ayudándolos y acompañándolos.

Los mochileros fueron los últimos en abandonar el barco. Por su inherente cortesía (y por ser inglesa) Martha, ocultando su terror, fue la última. Su último pensamiento desesperado al bajar por la escalera fue que debía rescatar su mochila. Pero estaba en el otro extremo del barco, cerca de las llamas.

Mientras las barcas volvían en convoy a Bophut, el capitán y un chico se esforzaban por rescatar el equipaje. Las llamas empezaban a consumir el barco a toda velocidad. Martha les miró con confianza. Seguro que cogían su mochila, seguro que la cogían. Y entonces, consciente de que si hubiera durado cinco minutos más habrían corrido un grave peligro, se echó a llorar.

Todos se quedaron en la orilla viendo cómo el barco se encendía como una bola de fuego. Martha se sintió enferma, temblaba violentamente incluso bajo el fuerte sol.

– Eh -dijo él, acercándose y rodeándole los hombros-, estás helada. Toma, ponte mi jersey.

Se lo puso sobre los hombros.

– Creo que estoy un poco afectada -dijo-. Es que, si hubiera pasado media hora antes, estaríamos todos muertos. No podríamos haber llegado nadando, y sin duda había tiburones.

– Lo sé. Pero no ha pasado media hora antes y no estamos muertos. Piensa en ello como una aventura. Por fin, algo que vale la pena escribir en una postal. Aunque tal vez sea mejor no escribirlo. Mira, recogida de equipajes. Martha, ¿quiénes son los afortunados? Veo nuestras mochilas y las de nadie más. ¿Sabes por qué? Porque estaban en el furgón del correo. ¡Mira!

Era verdad. Cuatro sacas de correo y dos mochilas habían llegado sanas y salvas a tierra. El resto del equipaje estaba evidentemente en el fondo del mar.

Todos estaban muy angustiados. Los turistas se marcharon en taxis, los mochileros se metieron en un café del puerto donde también se vendían billetes, compraron coca-colas, se pasaron cigarrillos y se lamentaron por sus mochilas. La mayoría tenía la mochila pequeña, donde guardaban los objetos vitales, como billetes, pasaportes y dinero, pero algunos lo habían perdido todo. Varias chicas estaban histéricas.

Martha las vio y se sintió mal.

– ¿Qué podemos hacer para ayudar?

– Nada -dijo él-, nada de nada. ¿Qué quieres hacer? No les pasará nada. Irán a la ciudad, a correos, y mandarán un telegrama a su casa, o llamarán por teléfono, o acudirán a la policía turística que probablemente les buscará alojamiento para un par de días gratis hasta que solucionen sus asuntos.

– Me siento culpable. No es justo.

– No es injusto. Hemos tenido suerte. Bien. ¿Qué hacemos?

– No lo sé -dijo ella, y de repente volvió a encontrarse mal, temblorosa y triste-. Es todo bastante… horrible, ¿no?

– Mmm. La verdad es que estás un poco verdosa.

– Me siento verdosa -dijo ella-. ¡Oh, no, perdona!

Corrió al servicio y vomitó.

– Pobre -dijo él, cuando volvió-. Toma, te he pedido un poco de agua. Bebe un poco. Oye, resulta que tengo un montón de dinero encima, porque mi padre me lo mandó hace poco. ¿Por qué no nos regalamos una noche en un hotel? Si te he de ser sincero, yo tampoco me encuentro muy bien.

No tenía muy buena cara; bajo el bronceado estaba pálido y sudaba.

– Suena de maravilla. Pero no tengo dinero. Tendrás que ir solo.

– No quiero ir solo. Quiero que vengas conmigo. No me mires así: dos habitaciones, no tengo malas intenciones, lo juro. Hay un complejo de lujo genial cerca de Chaweng, Coral Winds. Cogeremos un taxi, no estoy para autobuses.

Martha sabía que era rico y la aventura que habían compartido la había hecho sentir como si fuera un amigo muy íntimo, incluso un pariente. De repente tuvo una sensación de irrealidad total.

– Suena muy bien -dijo-. Gracias.

Martha, que había sido educada para considerar la frugalidad una virtud esencial, se encontró instalada junto a la piscina rodeada de flores del Coral Winds Hotel, apenas sesenta minutos después de deshacer la mochila (tras liquidar un cuenco lleno de melocotones y uvas cortesía del hotel y mandar sus pantalones cortos arrugados y sucios y las camisetas a la lavandería), llamando al camarero de la piscina y preguntando con cierta irritación si su segundo cóctel tardaría mucho.

Tras recibir una exagerada disculpa junto con el segundo cóctel, lo probó y se levantó, caminó hasta la piscina y se sumergió, nadó un par de largos, regresó caminando lánguidamente a su sitio y volvió a echarse, consciente de que era observada con interés por casi todos los hombres sentados alrededor de la piscina. Que fueran todos de mediana edad y casi todos estuvieran acompañados de chicas tailandesas, o chicos, aumentaba su placer. Era bastante agradable ser la única chica occidental del lugar y poseer el as de la novedad.

– Hola -dijo él saliendo del hotel-. ¿Te encuentras mejor?

– Estoy de maravilla -dijo Martha-, gracias.

– Excelente. Yo también. ¿Qué bebes?

– Un Bellini. -Lo dijo como si los tomara a todas horas, y sólo lo había pedido porque era el primer cóctel de la carta. Era muy bueno.

– Ah, es uno de mis preferidos. Me apunto. He pensado que podríamos comer aquí. ¿Te parece bien?

– Perfecto, pero… -la conciencia la asaltó a pesar de todo- podríamos ir a la playa si quieres.