No sabía dónde quedaba Baependi, y jamás había oído hablar de Nhá Chica. La época de los hippies pasó, me transformé en ejecutivo de una empresa discográfica, mi hermana tuvo otra hija, y del bautismo, nada. Finalmente, en 1978, la decisión fue tomada, y las dos familias -la de ella y la de su ex-marido-fueron a Baependi. Allí descubrí que la tal Nhá Chica, que no tenía dinero ni para su propio sustento, había pasado treinta años construyendo una iglesia y ayudando a los pobres.
Yo salía de un período muy turbulento de mi vida, y ya no creía en Dios. O mejor dicho, ya no me parecía que buscar el mundo espiritual tuviera mucha importancia: lo que contaba eran las cosas de este mundo, y los resultados que pudiera obtener. Había abandonado mis sueños locos de juventud -entre los cuales estaba el de ser escritor-y no quería volver a tener ilusiones. Me encontraba en esa iglesia nada más que para cumplir un deber social; mientras esperaba el momento del bautismo, empecé a pasear por los alrededores, y terminé por entrar en la humilde casa de Nhá Chica, al lado de la iglesia. Dos cuartos y un pequeño altar, con algunas imágenes de santos, y un vaso con dos rosas rojas y una blanca.
Siguiendo un impulso, diferente de todo aquello que yo pensaba en esa época, hice un pedido: si algún día consiguiera ser el escritor que quise ser y que ya no quiero más, volveré aquí al cumplir cincuenta años, y traeré dos rosas rojas y una blanca.