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»En tal fiesta se ocupaban cuando desde las avanzadillas que mantenía alejadas para prevenir los movimientos de sus enemigos en evitación de sorpresas, vinieron exploradores apresuradamente mediante relevos a comunicarle que el caballero Avengeray había localizado su posición y hacia aquí venía con todas sus tropas de a pie y a caballo, y calculaban que en un par de jornadas se presentaría ante las puertas de Hipswell. Le dijeron que venía por el este.

»En el entretanto, sin saber cómo pudiera averiguarlo, el rey conocía que yo fuera bufón del arzobispo y se empeñó en que les distrajese tan largas veladas y aburrida espera como les imponía el regreso de los mensajeros enviados al conde y al rey, que tal me parecía que no iban a regresar nunca. Lo que hubiera hecho yo mismo de ser el caso. Mucho temí por mi vida, pues Thumber tenía explosiones de burla en las que manifestaba a sus compañeros no comprender qué pudiera tener yo de gracioso, pues que a poco le producía congoja escucharme. Y que un pueblo poseedor de tan extraño sentido del humor no merecía otra cosa que lo que le estaba ocurriendo. Me esforzaba con ello, temiendo que en un arrebato acabase con mi vida, para lo que sólo precisaba darme una puñada, tan fuerte era que parecía un oso, y el Oso Pagano le llamaban en lengua popular, que lo semejaba por su corpulencia y fortaleza así como por las pieles con que se rodeaba el cuerpo.

»Me mantenía más temeroso el hecho de que tanto él como sus compañeros y todos los guerreros jamás se separasen de sus armas, que llevaban sobre sí mismos aunque les reportara notable impedimento y engorro al no encontrarse en campaña, si bien para ellos fuera continua la guerra, y se manejaban con el cargamento de las armas tan naturales como si fueran plumas de faisán en vez de espadas, lanzas, escudos y arcos, carcaj y flechas, la bolsa con puntas, el arco en bandolera, el puñal y el hacha.

«Mi congoja iba tan en progresión que hubo un momento en que se me saltaron las lágrimas y lloré como un niño, y fue entonces cuando los vikingos rompieron a reír con desenfreno que tal parecía que sufrían un ataque; y cuando comenzaron a calmarse apenas si podían articular palabras y entendí que jamás se divirtieran tanto ni encontraran personaje tan ridículo. Con ello causaron una herida en mi vanidad, tan profunda y enconada que, junto con la muerte del santo arzobispo, me hicieron perder el deseo de continuar viviendo, que me privaron del mejor señor que hubo bajo los cielos, cuyo amor me ataba a la existencia. Perdido mi protector, ultrajado en mi dignidad, nada me quedaba en la vida.

»En llegándole la noticia de la proximidad del caballero, dispuso a sus hombres para la marcha. Se acercó a donde yacía mi señor torturado, entre la vida y la muerte, y contemplándole detenidamente, con un golpe inmisericorde, descargado con la quijada de un caballo, acabó con sus días: comentó que ya había sufrido bastante. No tuvo otra palabra piadosa.

«Dividió a sus hombres en tres columnas que salieron por cada puerta excepto la del este, y nos mantuvimos viéndoles cómo se alejaban y separaban cada vez más, como flechas que al partir de un mismo arco se dirigen a blancos distintos. Aun cuando puse cuidado, fallé en averiguar adonde se dirigían ni cuál sería su punto de reunión, y tengo para mí que Thumber acostumbraba usar de tales precauciones para desorientar al caballero, su eterno perseguidor, que escuchado me tenía disputaban entre ambos un continuo duelo que duraba muchos años, a causa de una antigua historia; con estas astucias procuraba el vikingo estorbarle la persecución, o al menos demorarla, y ello le servía para acrecentar la distancia entre ambos ejércitos.

«Cuando el caballero llegó a las puertas de la ciudad, luego de adelantar sus heraldos y averiguar que los piratas habían huido, dile las noticias, le expliqué el orden de la partida, y sonrió agradecido. Era el caballero personaje de mérito, que se le adivinaba el linaje en sus ojos claros, en su mirar pausado, en su continente. No demostró si le embargaba desilusión por no encontrar a su enemigo, pues que con tantos años de perseguirle ya se había acostumbrado a las astucias de Oso Pagano, del que nadie podía imaginar, viéndole tan tosco y grosero, que fuera capaz de albergar en su cerebro los ardides de que siempre hacía gala, con los que lograba sorprender a sus contrarios. Y nada más conseguí averiguar del caballero, que era parco de palabras y ni siquiera parecía gustar de criticar a sus enemigos. Pues al contrario, hablaba con respeto de aquel rey de piratas.

«Estableció el campamento a las afueras de la ciudad, y al descansar la tropa dos días, durante los que fuera recibiendo partes de sus exploradores, desplazados por delante con el propósito de localizar el camino que hubiera seguido la horda y el punto de reunión, emprendió de nuevo la marcha hasta disolverse en la lejanía.»

Nada me retenía en Hipswell si no era un sentimiento cristiano de hacer compañía a Talcualillo, tan afligido el ánimo por la pérdida de su señor como por la humillación de que harto se lamentaba.

Traté de consolarle y no le abandoné por razón de mi ministerio y por un vago sentimiento afectivo hacia aquel hermano que nunca me lo tuviera -¿o, posiblemente, sí, que tan aficionados somos a juzgar a los demás por los signos exteriores como se nos antoja?-, y al que ahora trataba, bajo la impresión de la tragedia de su martirio, de restituirle en mi corazón algún sentimiento allí perdido, que le pertenecía, por medio de su compañero, que tan querido le fuera. Tan confusos me resultaban mis sentimientos que no sabía cierto si estaba conduciéndome por amor, un amor tardío y a destiempo, o por tranquilizar mi propia conciencia. Lo cierto es que el chantre solista resultaba beneficiado, mientras se apagaba lentamente como el cabo de un cirio que consume el último adarme de cera.

Un día, tan apagada la sonrisa que apenas si dibujó el simulacro de una mueca, me miró a los ojos y musitó blandamente que, encontrándose la tierra saturada de su dolor, se marchaba a rebosar el cielo.

Triste entierro, sin honores ni apenas cortejo, que no quedaba clerecía para oficiarle ni vecinos para acompañarle si no fuera algún anciano, alguna mujer o cualquier chiquillo, lo que seguro le acrecentaba la pena a Talcualillo, si es que lo veía, pues que tan aficionado fuera siempre a la pompa y la ostentosa apariencia de las cosas, a las que concediera mayor importancia que a la realidad, empeñado en ignorarla.

Y de nuevo me sentí dueño de la amplitud del valle, caballero en la fina mula Margarita, al vaivén de su blando paso armonioso, dándome cuenta de la opresión que estaba causándome la ciudad. Pensé que si había perdido la última ocasión de lograr una sede obispal, había ganado en cambio el derecho a vivir en los espacios abiertos, en la naturaleza. Y se me llenaron de aire los pulmones ansiosos, se derramó la alegría por mi interior y borrada quedó de mi mente la idea del obispado y la lucha de los hombres; la renuncia al solo pensamiento ya me hacía feliz y me acrecentaba el deseo de llegar a la escondida montaña donde tenía decidido sepultar mis días. En pos de mi destino caminé a lomos de la mula, días y días, orientándome por la estrella del norte, más y más convencido de la certidumbre de mi porvenir, que no deseaba otra cosa.