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Horas después nos alcanzó de vuelta el caballero y sus acompañantes, y en otras dos jornadas dimos vista al estuario, donde, situados dentro del gran círculo que describía el río, en una inmensa llanura cubierta de olorosa hierba, permanecían apostados los piratas, que nos aguardaban.

Al caballero no gustaba acudir a un campo escogido por el contrario, pero no le quedaba otra alternativa. Observó la posición de su enemigo para convenir con Ethelhave que ocuparía aquella ala para oponerse a Thumber.

Después de una consulta, el rey envió un mensajero a los piratas para comunicarles que la batalla tendría lugar al amanecer del segundo día, si no existía inconveniente; a lo que se mostraron conformes. Quedaron allí los ejércitos; el enemigo asentado en unas posiciones claramente definidas, nosotros ocupados en instalar las tiendas y el campamento. Pero sin prisas ni nerviosismos. Los guerreros me sorprendían por la aceptación de una realidad ineludible. Se les notaba firmes y decididos. Vivir representaba para ellos una continua batalla y solamente les preocupaba la forma de morir. Todos sentían dentro de sí el orgullo de su fortaleza, y la seguridad en sus propias fuerzas se traducía en la confianza del conjunto. Les contemplaba como titanes en reposo, prontos a incorporarse cuando llegase la hora.

Al anuncio de la claridad de la segunda mañana, cada hombre empuñaba su arma y ocupaba su posición. Se contemplaban a través de la aurora naciente, en espera de las órdenes.

Repentinamente despertaron las tropas. Las de Thumber lanzáronse adelante derivando rápidamente hacia el frente de Ethelhave, al propio tiempo que las de Horike evolucionaban hacia las nuestras. Con lo que rápida y hábilmente quedaba invertida la posición del día anterior. Tampoco atacaron de frente para separar a los dos ejércitos, como parecía indicar su posición; un engaño en el que no cayó el caballero. Y no pude reprimir un grito de satisfacción al comprobar su juicio clarividente, que mereció desde aquel momento mi más fervorosa admiración, pues no le conociera más sabio en la guerra ni más prudente en la paz. Comprendía entonces el respeto fervoroso de sus tanes y la devoción de todos los soldados y guerreros, que le adoraban como a un dios poseído de santa ira, esgrimiendo la espada como un rayo de venganza, y así le llamaban sus tropas y el mismo pueblo: Avengeray.

El choque retumbó en clamor de mil gritos y en el estruendo de las armas golpeando los escudos y las armaduras, y una nube de dardos y flechas oscurecieron con su vuelo a los mismos luchadores, que se acometían con fiero impulso.

Nadie fuera capaz de aventurar juicios tras el primer envite, pero se me encogió el corazón al contemplar cómo el muro de escudos de Ethelhave quedaba roto por el látigo de Thumber, cuyas tropas maniobraban con orden y conseguían adentrarse en el campo cristiano a pesar del esfuerzo de los guerreros que acudían a taponar la brecha. Imaginaba angustiado al anciano y débil rey Ethelhave, que me pareció manejado por sus nobles y cortesanos, los cuales sacaban provecho de su incertidumbre.

Conforme giraba la vista hube de gritar un ¡hurra! al contemplar la gloria de Avengeray, cuyo frente de escudos seguía incólume, situados sus hombres sobre el terreno como si ocupasen un tablero de ajedrez, mientras que en el campo adversario se apreciaba la confusión de una masa de guerreros empujando, bravos guerreros piratas de allende el mar, fieros en la paz, demonios en la guerra, aullando como lobos que persiguen a la presa. Y por encima de toda la contienda acudían bandas de cuervos, negros anunciadores de la muerte graznando ávidos de su botín, que habrían de disfrutarlo antes de que acabase el día.

Lo que contemplé entonces bastaría para acrecentar el entusiasmo de cualquiera, pues cuando la primera fila del ejército de Horike se lanzó a un segundo asalto, retrocedió la muralla de escudos nuestra y, pasando por entre los hombres de la segunda fila, dejaron a éstos frente a los lobos carniceros que avanzaban ciegos de sangre, tratando de levantar con los escudos las puntas de las lanzas que les cerraban el paso. Y cuando empujaron para introducirse por debajo fueron clavándose ellos mismos en una segunda defensa de más cortos venablos que les esperaban, y así perdió el rey dañe la multitud de guerreros de su vanguardia. Y antes de que pudiera percatarse de la situación ya se había infiltrado en su campo el grueso de nuestra caballería, que había cruzado por entre sus propios soldados que se abrían y cerraban según la maniobra, que enardecía contemplarlos en sus evoluciones desde aquel otero en que me encontraba, perfecto balcón desde el cual abarcaba todo el campo. Y tal era mi entusiasmo que blandía la espada y largaba mandobles como si estuviera partiendo enemigos.

Era de admirar, aunque sintiera dolor por ello, que los mismos progresos de nuestras tropas los hacía a su vez el rey Thumber contra las de Ethelhave, cuya suerte le fuera adversa desde el principio, y se adivinaba claramente su triste fin, aunque todavía existiera una parte del ejército que no cedía un paso en la contienda mientras otros retrocedían al menor empuje, lo que permitía que fueran rodeando a los que se mantenían firmes. A medio día ya no existía un frente definido ni rastros de ninguna resistencia organizada, sino que combatían por grupos aislados, probando cada cual el valor de su corazón y el vigor de su brazo. Lo que igualmente acontecía a las fuerzas de Horike, tan feroces luchadores que a no tener por enemigo un ejército tan preparado y disciplinado no hubiera conocido la derrota que les iba sobreviniendo poco a poco. Hasta que abandonada toda cautela bajé espoleando mi corcel para incorporarme a la batalla, seguido de mi escudero que soltara la mula en lo alto del alcor.

El estruendo allí era más agudo, los gritos más particulares, el jadeo de los hombres cansados se entremezclaba con estertores y afonías, y ya no podía hacer otra cosa que combatir, repartir mandobles, parar golpes con el escudo, y debo decir que mi escudero parecía cubrirme con su poderoso brazo, machacando a los enemigos a mi alrededor como un titán. Que era clara su misión de protegerme, y a fe que valía él solo por media docena.

Perdida la noción del tiempo, cansado de manejar la espada y de sostenerme sobre el caballo, me fui reuniendo con el caballero que se detuvo un momento para preguntarme qué tal me iba en la contienda, y le repliqué feliz que no permitiría Dios quedase un pagano vivo. Como la batalla parecía dominada llamó Avengeray a sus tanes, y apartándose con ellos, les mandó dar la vuelta con todas las tropas libres para ayudar a los supervivientes del rey Ethelhave, atacando a Thumber por la retaguardia. Pero cuando se adentraron entre el campo de sus aliados sólo encontraron muertos, pues los del Oso va pasaron y se alejaban rápidamente hacia el interior, victoriosos, aunque abandonasen el campo que quedaba poblado por los muertos.

Mandó el caballero que no se les persiguiese pues que la distancia era ya importante, receloso sin duda de que le estuviera tendiendo una emboscada, con lo que la situación se tornaría peligrosa para todos nosotros. Y así recorrió el campo de batalla hasta localizar al rey Ethelhave muerto, también a sus nobles y obispos, todos los cuales se distinguían de los otros guerreros por las armas, escudos y armaduras. En aquel momento, contemplando Avengeray a sus aliados sin vida, que habían perdido con honor pues no cedieron un palmo de terreno, cayéronle lágrimas desde sus ojos ensombrecidos, llenos de dolor por tan horrible espectáculo; se destacaba enhiesto de todos los demás por la cruz que campeaba en su escudo y en el peto de su armadura.

Pronto acudieron los supervivientes del ejército de Ethelhave, quienes salvaron la vida desamparando a sus señores; dirigiéndose al caballero los más principales, se postraron a sus pies y se le sometieron como a señor.