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Cuando llegamos a cierta distancia del castillo, tuvo Avengeray el cuidado de dejar apostado el ejército, pues no deseaba llegar a Ivristone con ostentación de fuerza para no malquistarse voluntades ni levantar recelos. Así que allí quedaron los hombres y proseguimos con sólo un tane y sesenta guerreros, para dar cumplida escolta a los muertos y a los vivos.

La guarnición del castillo, más bien escasa de número, nos esperaba en la pradera cercana, y tras los saludos se unieron a nuestra marcha, hasta formar filas para que penetrásemos por el puente levadizo. En el patio interior nos esperaba la señora, acompañada de su hija, y a continuación todo el séquito de damas y caballeros del reino, que lucían de gala para tan señalada ocasión, siendo evidente en las damas la mano de Monsieur Rhosse, quien las había provisto de modelos exclusivos para testimoniar su duelo por el fallecimiento del rey, con lo que se transformaron en un cortejo de viudas negras, con el solo fanal del escote mostrando la color rosada de sus tentaciones, que bien evidentes me quedaban desde la altura del caballo, y no fuera sincero si ocultase que me complació el panorama, abundante en número y variado en la forma.

Descabalgamos cumplidamente ante la señora, apresurándose Avengeray a hincar la rodilla ante ella, en lo que le imité, pues que me llevaba a su lado y presidíamos la cabalgada, que el caballero me hacía ese honor. Muy gentilmente sonrió la señora a Avengeray y se dejó besar la mano, complacida por la humildad del renombrado caballero, al que invitó a levantarse y le tituló Gran Senescal de Guerra, lo que implicaba acceder al mando supremo del ejército, aunque no lo hubiera disponible por entonces. Pero evidenciaba la generosidad y buen ánimo de la Señora de Ivristone, quien recompensaba de inicio al valeroso y perfecto caballero que había salvado el reino y le traía el cuerpo sin vida de su esposo para que recibiera los honores debidos. Y formulados los cumplimientos al caballero volvióse la señora y me invitó: «Adelante, señor obispo», lo que me produjo un sobresalto por lo inesperado. Que no acertaba a pensar si se hallaba confundida, ignorante de mi condición, por lo que declaré: «No soy más que un humilde monje peregrino, altísima señora». «Lo erais antes de pisar el puente de este castillo; al penetrar en Ivristone lo habéis hecho como obispo, que en virtud de mis prerrogativas con Roma os confiero el nombramiento y la sede.»

Tan alejado de mi ánimo permaneciera todo aquel tiempo, en que la acción de guerra atrajera mi interés, que oírme titular de obispo me resonaba en los oídos como una canción extraña, y tan tardo me hallaba en entenderlo que más bien me sentía confuso. Hasta que poco a poco me acudió la realidad ante los ojos, y me pellizcaba para estar seguro de que no se trataba de un sueño, y así creí oportuno manifestar que me sentía muy honrado por su generosidad, pero que cumplía a mi señor Avengeray autorizarme a recibir tan alto don. «Tiempo ha que hubiera yo concedido este título- replicó él- de alcanzarme la prerrogativa. Pero mi Señora de Ivristone viene a remediar mi falta, y así os ruego aceptéis tan alto honor como os ha sido dispensado.»

Aquí vino Ethelvina a aclarar que eran cinco las sedes vacantes, y me aconsejaba tomar la de Ivristone, que sobre exigirme vivir en el castillo, era sede primada y por tanto regía toda la Iglesia del reino, con lo que incluso habría de proveer el nombramiento de las otras sedes vacantes por la muerte de los obispos, cuyos cuerpos acompañaban al del rey, y a todos ellos habían introducido en el patio interior y quedaban situados con la escolta en espera de las disposiciones del caso, que fue llevarlos a la regia capilla y colocarlos en túmulos que con anterioridad habían sido prevenidos.

Cuando la señora y el caballero me lo permitieron, por hacer un aparte para tratar sus problemas, que eran los del reino, apárteme yo mismo con el deán secretario, que ya asistiera a cuatro obispos anteriores y conocía cuanto hubiera de conocerse, y aun tengo para mí que alguna punta de más en asuntos religiosos, pues no existían para él secretos. Lo primero fue llevarme al guardarropa del difunto obispo y ayudarme a cambiar mis toscos ropajes por los que correspondían a mi nueva función y dignidad rectora de la Iglesia. Ya revestido de morado y ufano por la transformación, que a no dudarlo me resultaba grata, inquirí del secretario cuál debía ser el orden para comenzar mi actuación concertadamente, según se esperaba. Replicó con sosiego que, ante todo cumplía legitimar mi nombramiento de obispo y a continuación confirmar los títulos a la Señora de Ivristone, pues se encontraba en régimen de provisionalidad hasta cumplirse los ritos eclesiásticos, es decir, que entre tanto todo existía en el fondo pero no en la forma, que en materia del mundo esta última es lo más importante. «¿Cómo así -argüí-, mientras permanecen muertos insepultos en la capilla?» A lo que respondió que los muertos no suelen tener prisa y que lo importante era conformar a los vivos. Y al presentarme relación de todos los religiosos del reino entre los cuales debía escoger los cuatro nuevos obispos, me sugirió le tuviera a él en cuenta, pues mucho tiempo lo esperaba y méritos tenía acumulados como para ostentar preferencia ante cualquiera de los allí señalados por la señora.

Me acudió rápidamente la inspiración, pues entendía, siendo yo lego en la materia, que con los deberes de primado debía ahora ocuparme de lo concerniente a la Iglesia del reino, que nada de provecho alcanzaría sin la asistencia de aquel viejo deán secretario que llevaba la curia en su cabeza, y le expresé mi disgusto por pedirme marchar en el punto en que acababa de tomar posesión, cuando le estimaba más que a ningún otro por las acaloradas alabanzas que de él me hiciera la señora, y me atrevía a recomendarle que no aspirase a nada que no fuera menos de la sede primada, a la que podría acceder algún día, cuando yo me ausentase. Que más útil podía serle al reino y a la Iglesia actuando ahora de deán secretario como hiciera con mis antecesores, que abandonarme con mi ignorancia. Y que a fin de cuentas tan rápidos eran los acontecimientos y tanto variaban en el transcurso de tan corto tiempo que más esperanzas podía tener él de sucederme que yo de permanecer obispo. Y pensara, además, que en llegando al desarrollo pleno de la curia del reino, la sede primada sería elevada a cardenalato, y quién sabe si el cargo le estaría reservado a él, si todo lo hacíamos concertado y a su tiempo. Con lo que pareció quedar muy satisfecho.

Lo repentino de los sucesos, con mi llegada al obispado cuando tal idea ya me era ajena por completo, que parecía haberlo olvidado, me tenía sumergido entre sueños, sin acabar de poner los pies en la tierra. Diríase que eran los acontecimientos los que me arrastraban, o más bien me dejaba acunar por ellos ya que tan placenteros me eran. Y así transcurrió la ceremonia en que fui consagrado, mediante la lectura de la cédula de mi nombramiento: «Yo, Ethelvina, reina del rey Ethelhave, de glorioso recuerdo, yacente aquí en la capilla donde ha de recibir sepultura, ante Dios y en presencia del Consejo del Reino, de todos los dignatarios de la corte y los religiosos de este reino, habiendo invocado a San Pedro como Padre de la Iglesia y a Todos los Santos para que nos concedan su protección, inspirados por el Espíritu Santo, vengo en nombrar obispo primado…» que me sonaba tan lejana y envuelta en musicalidad celestial, pareciéndome coros de ángeles los que me rodeaban e inundaban mis oídos y espíritu con aquellos sones de íntima melodía. Y livianos dedos de serafines me colocaron el alba y la estola, cargaron sobre mis hombros la capa pluvial, colocaron sobre mi cabeza la mitra y en mis manos el báculo. Y fue la misma Ethelvina quien luego deslizó en mi dedo el rico anillo pastoral, una enorme turquesa como nunca viera antes, cuya contemplación me sacudió tan vivamente que se me despejaron las nubes del cerebro, volviéndome a la realidad, pues hasta entonces permaneciera soñando. La primera idea que acudió a mi mente fue si habrían despojado al difunto obispo, mi antecesor, del anillo que ahora lucía en mi mano. Aunque el catafalco se encontraba situado en segundo lugar, después del rey, y no me era visible desde el altar. Que lo miré con cierta repugnancia, o cuando menos recelo, pues que me recordaba cuan frágiles son las glorias mundanas. Aunque reflexionara de inmediato que era disparate tildar de mundana gloria tal solemnidad religiosa, pues nada se producía sin la voluntad de Dios. Precisaba acomodar mi mentalidad al alto cargo y responsabilidad a que había accedido tan de improsivo, sin tiempo para digerir el cambio.