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Por cuanto llevaba aprendido dábame la impresión de cauta y pensadora, que todo al parecer lo tenía previsto, y hábilmente procuraba lo más conveniente para el Estado. Así me lo confirmara mi señor el caballero, a quien referí las instrucciones y mi extrañeza de cargar sobre los nobles y caballeros bastardos la tarea de tan largo peregrinaje por los polvorientos senderos del reino, al que girarían una vuelta entera consumiendo al menos cuatro meses en el retorno. Máxime cuando deberían moverse con numerosas escoltas y séquitos, amén de la lentitud que el transporté de los muertos impone, y el otrosí de dos semanas de funerales en cada población, que habían de efectuarse los enterramientos con muy solemnes ceremonias que enaltecieran a los que habían entregado su vida por la patria, en defensa de su rey y de su Dios.

Avengeray sonrió; manifestó que no debía causarme sorpresa tan grande fasto y pompa, pues que la señora pretendía mantenerlos apartados de la corte todo el tiempo posible, que entre tanto ordenaba levas y reclutamientos para levantar un ejército en precaución de la amenaza de invasión por parte del Reino del Norte, amén de algunas cuadrillas de piratas cuyos jefes andaban también buscando un reino, que la situación era difícil y urgente, y los enemigos no descansaban. Tanto era así que en previsión ya había ordenado a sus tanes situarse con el ejército en la cordillera para cerrar el paso a cualquier intento de invasión, quedando en el castillo el tane más sesenta guerreros para entrenamiento de los reclutas. Que sería su tarea reorganizar un ejército lo más rápidamente posible.

Ausente el caballero las más de las veces, sumida la corte en período de duelo, mi vida fue transcurriendo tranquila, pues ya tenía decidida la sucesión de las sedes vacantes, que la misma Ethelvina me señalara quién tenía más méritos para cada caso, y además despachado cuanto de urgente me presentara el deán secretario, con lo que ansiaba algún divertimento.

Mas no se presentaba ocasión, que las cenas en el castillo transcurrían ausentes de diversiones, pues no había músicos, ni bufones ni saltimbanquis; sólo algún juglar que nos contaba las glorias del difunto rey, que por lo sabido precisaban imaginar muy libremente para encontrarle argumento, pues los anales de su reinado se encontraban huérfanos de hazañas, que salvo en la procreación fuera humilde y apocado. Que no era un contrasentido, pues, ¿quién no tiene dos vidas juntas?

Ocupados los caballeros en mil tareas por el Gran Senescal de Guerra, apenas si aparecían entonces por el castillo, y así la mesa en el gran salón durante el yantar y el cenar, presidida siempre por la señora, ocupábanla las viudas negras, cuyo entretenimiento principal en aquella época aburrida consistía en lucir nuevos modelos de luto inventados por el genio de Monsieur Rhosse, cuya constante palabrimujeriega me tenía colmado, si bien mi estado obligábame a parecer paciente y perdonativo. En lo que destacaba aquel sirveparatodo se ofrecía a mi vista sin recato: los grandes fanales donde lucía la color rosada de las tentaciones mujeriles, que parecía empeñado en que no guardasen secretos, con tal esplendidez los mostraban. Que al resaltar sobre la tiniebla de sus tocas y ropajes negros, me atraían con fuerza, ya que no existía más entretenimiento, como dije. Y es malo dejar al hombre con una sola idea. Pues a poco se torna obsesiva, imperiosa y gobernante. Y como todas estaban obligadas a guardar la compostura del luto de la corte, que no la suya, los secretos y sonrisas, y alguna vez risitas reprimidas, me iban encendiendo, que yo hubiera necesitado también marcharme a la campiña y al campamento para entrenar reclutas y sentir la fatiga del sol y el viento, del cierzo y la helada, donde no apareciese ni una mala cantinera en cinco leguas. Cuando me llamaba la señora sentía el vértigo de su espléndido escote, y aun con la princesa Elvira, que sobre no resultar tan exagerado por ser doncella, también tentaba, que era primoroso.

Así estaba cuando una noche, al penetrar en mi cuarto, distinguí una bella mujer que me sonreía, reclinada sobre mi lecho, ocupada en ordenar las ropas, con lo que ofrecía a mis ojos pecadores la más fuerte tentación que hasta el momento pudiera sentir. Quedamos mirándonos, ella sin perder la sonrisa, yo sin perder la visión que a mis ojos se ofrecía como imán, que nunca lo tuviera enfrente más poderoso. Tuve que apoyarme en el vano para dominar unos mareos que me hundían, mientras el sudor inundaba mi frente. Díjome ser la dueña Miranda, mandada por la señora, que siempre se ocupó de cuidar a cuantos obispos hubo.

Sin que mediara una determinación, por impulso reflejo me fui acercando y llegué hasta ella por la espalda, y cuando le coloqué mis manos pecadoras en las caderas, siguió ella ocupada en arreglar el lecho, como esperando. Y yo la sujetaba cada vez más fuerte, convulsivamente, luchando con mi indecisión y mi infierno.

«¿Cómo así, Reverencia? ¿Tímido sois?», la voz de la dueña era burlona e incitativa.

«¡Ay de mí! -me lamenté casi sollozando-, que juramento hice de no yacer.»

«¿De vuestro agrado no resulto, señor obispo?», y la melodía de su voz era aguamiel que encendía más el fuego que me devoraba la garganta y aumentaba las palpitaciones de mi pecho.

«Me placéis, dueña, y mucho. Pero me hace vacilar la promesa.»

«Pardiez, señor, que os creía más resuelto cuando os acercasteis. Que cada problema tiene solución sin violentar conciencias. De no montar hembras las tuvo el obispo Ingewold, y guerreaba a caballo y viajaba en mulo. Pero no de ser montado. Ea, acabad las dudas. Que dueña cuidé del obispo Ingewold, que Dios tenga en su gloria, y dueña pienso ocuparme de vos, y también del que os suceda, que no conozco qué clase de juramento tendrá comprometido, pero cada obispo presenta su dificultad para contentarle. Aunque nada es imposible. Pero si juramento hicisteis de no yacer con mujer, yo yaceré con vos. Alzad, pues, el telón, e iniciad la representación; de otro modo tanto os valiera encontraros en el bosque abrazado a una encina.»

Tan gallarda y garrida resultaba la dueña, florida en años, que más propia para mi condición no la hallara; deseaba acabara el día y concluyera la cena para encerrarme en mi cuarto, donde a poco acudía. La cual me convirtió en hombre nuevo, feliz; que la señora y todas las damas decían notarme la satisfacción en el rostro. Imagino que ninguna sospechaba la causa, pues que recomendaba a la dueña usara de mucha discreción, que no estaría bien dar escándalo allí donde estaba llamado a dar ejemplo. Insistía ella gentil en que al no quebrantar yo la promesa, pues era ella la que venía a yacer conmigo, nada podía reprocharme la conciencia, y esa satisfacción era la felicidad que sentía. Y que no averiguase más si no quería descubrir lo que me displaciese. Que sabio era disfrutar de lo que se nos ofrece y quien rechaza lo que nos gusta busca su infelicidad.

Tan al pie seguía sus consejos que pasó una temporada sin apenas darme cuenta, deseando se ocultase el sol y prendieran los hachones, y acabaran aquellas interminables veladas en que debía soportar la atención de las bellísimas viudas negras que buscaban en mi conversación algún entretenimiento, pues otro no tenían, siendo yo el único hombre que muchas veces les acompañaba. Y aunque presente tenían mi condición, el olor de varón debía de incitarles a usar picardías, y así intentaban siempre embromarme. Cosa que no les ocurría con Monsieur Rhosse, eterno mariposeador de aquellas damas, al que trataban con la misma intimidad que solían entre ellas, pues que al parecer el aroma no les resultaba diferente.

Hasta que una noche hube de pasarla viudo, pues la dueña no acudió como acostumbraba. Tampoco apareció en la siguiente. Con lo que me creí obligado a preguntar usando discreción, pues la suponía enferma. Mas ni doncellas ni criadas, ni el propio intendente a quien recurrí a última hora, me dieron señas, antes bien, insistieron en que la tal dueña Miranda les era desconocida, que jamás existiera una en el castillo de aquellas señas. Lo que acabó por colmarme de confusión y desasosiego. Y a poco comencé a sentir vergüenza, por alguna sospecha que me estaba acometiendo, aunque no tuviera por entonces una forma definida. Pero de pronto la tuvo, cuando resonó en mis oídos la risa burlona, hiriente, insultante, sardónica, del infernal Jordino. ¡Mísero de mí!, ¿cómo pude olvidar que el maligno jamás cede en su empeño de encenagar las almas? ¿Cómo, tan cándido e incauto que me dejara arrastrar al pecado, engañar por segunda vez y con igual factura, olvidar que aquella lucha perduraría por vida, y que debía llenar de ceniza mi cabeza, llorar, castigar mis carnes para desalojar la lujuria, purificar y santificar mi alma? Que sobre mi orgullo de hombre estaba ahora sentirme merecedor de la sede, llevar con dignidad el báculo, e ir algún día a Roma para recoger el pallium en cuanto los tiempos lo permitieran y la señora me entregase las cartas de presentación que me había prometido.