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Prestigiábame, sin duda alguna, el favor con que me distinguiera siempre Avengeray, y así me sentía por doquier colmado de atenciones y mimado por todos, centro de la vida religiosa y social del reino, y especialmente en el castillo nada trascendente se llevaba a efecto sin serme consultado por la señora, que ahora me convirtiera en miembro del Consejo de Sabios en razón de mi cargo, lo que representaba la cumbre de honra que podía alcanzarse.

No me faltaba el respeto y cariño del caballero, que seguía siendo el único en verme rodeado de una aureola luminosa, lo que le daba seguridad de reconocerse predestinado, animándole a soportar todas las fatigas y peligros, pues que le constaba hallarse en el camino recto. Y no escatimaba sacrificios ni esfuerzos, pues que luchando habrían de colmarse sus anhelos y deseos.

Me enervaba la regalía de aquella vida, que contribuía a despertarme sentimientos dispares y encontrados, entre los que uno destacaba con mayor fuerza, y era un cierto remordimiento por encontrarme allí, todas las noches, acomodado con la brava, reidora moza, que andaba dando celos al master corporal de la guardia con el que esperaba casarse, aunque, me aseguraba, esto no ocurriría antes de que yo consintiera, puesto que mientras me quedase un deseo insatisfecho estaba dispuesta a esforzarse en contentármelo. Y a mis dudas de si cumplía refocilarme, siendo tal mi condición, llevando una vida tan galana, me aseguraba un tantico burlona que no entendía mis preocupaciones y escrúpulos pues que en el castillo, si me tomaba la molestia de recorrerlo por la noche, bien abiertos los ojos, apenas existía varón que durmiera con su esposa, y que los cambios eran tan sutiles y mañosos que aparentemente todo estaba en orden, pero que siendo ella camarera doncella interviniera en muchas andanzas y prestase ayuda a muchos encuentros. Que mirase a las almenas y torres para ver cómo hasta los soldados entretenían sus largas guardias con las mozas que acudían a solazarlos, que no iban a ser menos que los señores. Y no fuera a creer que ella le permitiera al master corporal un tanto así, que para eso era muy formal. Y hasta sospechaba la mozuela que se guardaría mucho de poner la mano en el fuego por la mismísima Señora de Ivristone, que se andaba con tal comedimiento por su altísima posición que nadie pudiera comprobar las sospechas. Siendo tal su preocupación y constante actividad por los asuntos del reino, llamaba a sus habitaciones, fuera por el día o por la noche, que no distinguía, bien fuera a sus consejeros (y esto era cierto, que más de una vez fui llamado), al senescal de banquetes, al oficial de guardarropía, al mariscal de caballerizas, y aun al caballero Avengeray, Gran Senescal de Guerra, y unos permanecían allí dentro más que otros. Oportunidad tenía, y de la mejor, aseguraba la moza con cierta envidia en la voz. Y como me atreviera a reñirla por la frivolidad de sus comentarios hacia tan altos personajes, no por el vocabulario un tanto soez que acostumbraba en hablando de estos temas, que era burlona y satírica en extremo, como si en las faltas de los demás justificase las propias, lo que es un sentimiento villano y de baja condición, todavía añadió riéndose de mi disgusto que algunas noches que el caballero rezaba por ausente acudía de incógnito al castillo y por la escala que le era tendida subía al torreón donde la princesa Elvira se hallaba aposentada, y entonces se escuchaba el tañir de vihuela, que en ello el caballero era incluso más habilidoso que Monsieur Rhosse, todo primor pero inútil para estos lances amorosos, que lo sabía ella muy bien, aunque sólo de oídas, no fuera a pensar.

Otros derroteros tomaban las conversaciones en la corte, aunque siempre concluyesen en Avengeray. Y en apareciendo tomábanme como árbitro, pues que le conocía bien y me distinguía con su confianza, que eso lo sabían todos. Incluso con reverencia, que tal les imponía el nimbo de luz. Pero afinaban más mis viejos compañeros, los ancianos sabios del Consejo, quienes se preguntaban si la conducta de Avengeray estaría o no inducida por su odio hacia el rey del Norte, usurpador de su trono, aunque no el asesino de su padre, que todos sabían fuera Thumber quien lo hiciera de su mano. Y si ahora pretendía valerse de Ivristone para reconquistar su reino y el trono, veríanse envueltos en una guerra, no en defensa de su libertad y de los propios intereses, sino de la ajena y privada venganza del caballero. Que público y notorio era tal afán en su vida, a la cual venganza todo lo condicionaba. Y por ende pudiera resultar sospechosa tanta dedicación y esfuerzo, que no paraba un instante, y cuando regresaba al castillo se le veía acudir a los aposentos de la señora cargado de mapas, que se pasaba allí muchas horas, si bien era cierto que la materia era de urgente necesidad y prioritaria. Sin embargo, nunca observé manifiesta enemiga en aquellos viejos y santos varones, cuya obligación era buscarle los entresijos a las razones de Estado, y no tanto sospechar como estudiar para la señora todas las posibles vías, beneficiosas y contrarias, de cuanto afectaba al reino. Y aunque era tal su preocupación y ansiedad por conocer una respuesta a sus dudas, no les privaba de reconocer cuanto de bueno llevaba hecho y hacía en Ivristone, por lo que todos le guardaban reconocimiento. Que tan curados estaban aquellos varones de las vanidades mundanas que pensaba me hubiera servido alguno para cubrir una sede vacante, que mejores dudaba haberlos encontrado. Pues su misma conducta me esforzaba para no desentonar entre ellos.

Más entretenida resultaba la de los cortesanos, que en definitiva se ocupaban de las mismas cosas que los ancianos pensadores, con la diferencia de convertir en maliciosa comidilla los graves problemas de Estado, pues no alcanzaban a más, que otra cosa no les divirtiera. Y era de estas conversaciones de salón de donde nacían los cantares de trova, hasta donde pude entender, con el adorno de la fantasía donde no llegaba la realidad, que para ello cumple la función poética, y concluían que otra más poderosa razón animaba al caballero, y ello se hacía patente en las fiestas de alivio que con harta frecuencia venían celebrándose en la corte, so pretexto de relajar el ánimo de aquellos hombres sometidos al mayor esfuerzo, que todo no iba a ser pensar en la guerra, como argüían las damas, instigadas quizás por su Monsieur Rhosse, que odiaba la bárbara costumbre guerrera y a quien encantaban, por contra, las gasas y tules, y se recreaba en los adornos, plumas y joyas. Y en las blondas y encajes que hacía importar de Flandes, de donde trajera la última novedad que eran los vestidos cerrados desde el cuello a los pies, que apenas si les quedaba el rostro descubierto, y pienso que aquella moda no hacía favor alguno a las damas pues que perdían con ello el mejor encanto de que Dios las había dotado. Y así tenía para mi conciencia que aquella moda no podía ser más que instigación del demonio, y fuera vuecencia a saber de qué ralea sería la legión que poblaba a Monsieur Rhosse, si es que alcanzaba a tanto honor y no le despachaban con un diablejo simple, o dos a lo sumo, por no dar su alma materia para más altos empeños. Lo que no era obstáculo para que se ufanase con el nuevo cargo de Organizador Mayor de Fiestas, Saraos y Ritos Cortesanos, que andaba ocupadísimo poniendo por escrito todas las reglas que en su vida fuera discurriendo, y pensaba convertirlo en un tratado de obligado cumplimiento en todas las cortes conocidas y por conocer, y le había prometido un ejemplar miniado al caballero para que implantase aquellas normas en su nueva corte, cuando la tuviera, que habría de conquistar el día que Dios fuera servido. Y debo resaltar, a fuer de sincero, que el nombre de Dios en boca de aquel ser indeterminado me parecía una blasfemia. Que le llegara el cargo gracias a su clientela, pues las damas todas asediaron a la señora hasta conseguirle el nombramiento, concedido no se sabe si por complacencia o por librarse de tanta importuna, que alegaban ser corriente el cargo en la corte de la Galia y debía por ello implantarse en Ivristone, ahora que se producía el resurgimiento y nadie estaba adornado de mayores méritos para ostentarlo. Y mientras las damas le alababan hasta subirle a los cielos, los maridos le despreciaban tanto que, llevado al mayor extremo, se conducían como si el personaje no existiese, prefiriendo incluso a un bufón o volatinero. Había determinaciones de la señora que resultaban indescifrables, pues no siendo competencia del Consejo llegábamos a ignorar las razones, pero sospechaba que en el caso este, tan aventurado fuera pensar que consintiera por eludir asedios y pérdida de tiempo, como por satisfacción propia, que aun no dedicándole las horas que las otras damas, también llamaba a sus habitaciones a Monsieur Rhosse, que se contoneaba como pavo real y aseguraba hacerle las pruebas de propia mano, sin descuidar un detalle tratándose de tan alta señora, a la que se preciaba llevar mejor vestida que a cualquier otra del reino. Con lo que, misterios de las almas, conseguía el aprecio de las demás, que lo mimaban para que no pusiera en ellas menor interés, y Dios sabe los regalos y concesiones que ello originaría, que ninguna aspiraba a menos que ser probada de propia mano, que las tenía delicadas y musicales, alas de mariposa más bien. Con lo que poco daño podía inferirlas, si es que algo de ello hubiera, que juraría que no. Aunque mejor disfraz no pudiera inventarse, y a fe que estos seres piensan mucho, pues que en definitiva son árbitros en el mundo. Y de ser realidad pienso que las señoras no llevaran tan a la vista sus tratos con el Monsieur. Pero nadie sabe tampoco adonde llega la astucia de una mujer. Que allí se daba una mezcla asaz sugestiva. ¿Y quién podía desentrañar si una era la apariencia y otra la realidad?