Las carcajadas de aquel monstruo resonaban en la bóveda, repercutían contra los muros, caían sobre todos nosotros como una losa de piedra que confinase nuestras ideas al marco estrecho y disolvente de una tumba. Nos encontrábamos paralizados, salvo el caballero, furioso en su impotencia, lo que impregnaba de mayor tragedia la situación, por encima de los guerreros muertos. Quizás Avengeray pensaba de ellos que al menos habían muerto con honor mientras él se encontraba humillado, afrentado en su honor, sometido por unos guerreros que ni siquiera eran caballeros ni podían batirse con él en buena lid, delante de su dama, interrumpidos los esponsales, traicionado, vencido, ultrajado en su dignidad de caballero, de amante y de hombre.
Tan inusitado como todo cuanto acontecía se elevó la voz de la princesa, que pareció erguirse de repente, agigantarse dentro de su frágil figura de doncella, que le proporcionó un relieve que hasta entonces nunca tuviera su figura. Pues son las ocasiones quienes descubren al otro ser que todos llevamos dentro.
«¡Yo puedo darte esa razón que demandas!», dijo.
El rey vikingo quedó en suspenso. Todos los circunstantes se movieron para observar aquella silueta adornada con los cándidos velos de novia que de repente se había transformado, situándose junto a su esposo, como si le estuviera protegiendo.
«Sube, princesa, y habla.»
Aunque Avengeray pareció intentar retenerla con un gesto, no pudo impedir que atravesara el círculo de guerreros, que abrieron paso, y se dirigiese hacia las escaleras, hasta alcanzar a Thumber, quien se adelantó para encontrarla.
El caballero quedó inmóvil, petrificado, empuñada inútilmente la espada pendiente junto a su cuerpo, ceñida por la red y los cabos que lo envolvían, que nunca soltaron los guerreros. Y así permaneció todo el tiempo que la princesa se mantuvo en conversación con Thumber, de lo que nadie escuchamos una sola palabra. El tiempo se nos hacía eterno, las miradas todas en la desigual pareja que formaban el corpulento y descomunal rey vikingo, y la frágil figura de la princesa, toda ella fuego en su actitud, en la vehemencia de su expresión y de sus gestos y movimientos, indiferente y burlón Oso Pagano, escéptico, provocador y ofensivo.
Hasta que a una orden de Thumber se movieron los guerreros, para cumplir los deseos de su rey expresados en las palabras que dirigió a sus prisioneros, todos cuantos quedábamos con vida dentro del recinto sagrado. «¡También yo soy gentil con las mujeres, Avengeray! -exclamó riendo; y sus risotadas sonaron más horribles que antes-: Conservaréis todos la vida, pero encerrados en las mazmorras para que no estorbéis, que así lo he prometido a vuestra princesa.»
Al tirar de los cabos para arrastrarle gritó Avengeray con la más profunda ira en su voz: «¡Mátame, bribón! ¡No causes este ultraje a mi honor!». Tengo para mí que de encontrarse suelto se hubiera causado él mismo la muerte, si no la recibiera de manos de sus enemigos.
«No morirás, Avengeray, que el destino te reserva para mayores empresas», le replicó Thumber.
Mientras los piratas arrastraban fuera de la capilla a todos los prisioneros -la señora escoltada por cuatro guerreros, sus damas en un grupo que la seguía, los viejos compañeros del Consejo de Estado detrás de ellas, caminando con dificultad por el peso de los años, afrentados por el deshonor que en su vejez recibían-, dos guerreros vinieron cerca de mí y me ordenaron permanecer quieto, por lo que vi desfilar a todos los asistentes que hacía un rato gozaban con la ceremonia que enlazaría a la gentil princesa y a nuestro caballero.
Contemplaba todos aquellos cuerpos derribados sobre el pavimento en trágicos escorzos, ensangrentados, que Thumber había calificado de traidores contra Avengeray, quienes tramaran su destrucción y su muerte, concertando con el vikingo el golpe que puso en sus manos el castillo. Y quién sabe cuántas maquinaciones fueron llevadas a cabo hasta neutralizar el ejército y la misma guarnición, que les permitiera irrumpir con tanta facilidad, que demostraba cómo todos los caminos les habían sido allanados. Rápidamente recordé los comentarios que mi señor hacía siempre del rey vikingo. Y no debía de andar errado, pues que me parecía que Thumber, siempre desconcertante e imprevisible, pactara con los traidores, pero sin embargo les había castigado preservando la vida de Avengeray, a quien también pudo dar muerte sin fatiga. Y en cambio no existía duda de que no era tal su deseo. Al menos en aquel momento.
No tuve más tiempo para reflexionar, pues desalojada la capilla, donde sólo quedaban piratas, venía hacia mí Oso Pagano, armado de todas armas, el paso decidido pero pausado; a su lado la pálida Elvira, que no obstante parecióme resuelta, seguido por un cortejo de guerreros.
«Casadnos, señor obispo», dijo el vikingo, y mi sobresalto por lo inesperado de sus palabras le hizo sonreír con mayor fuerza.
Tardé en recuperarme de la sorpresa. Examinaba los rostros burlones y sanguinarios de aquella horda pirata de salvajes bandidos paganos, y me pareció ser la princesa Elvira la única, entre todos, que permanecía serena y resuelta, iluminada por una trascendente decisión. A mi interrogante mirada replicó con voz firme: «Pues que aquí nos reunimos para celebrar una boda, casadnos. Lo único que cambia es el novio».
Se me escapa del recuerdo aquella extraña ceremonia que forzosamente hubo de resultar breve pues ya no quedaba en mí entusiasmo ni contemplación de la felicidad de dos contrayentes. Pensaba en mi señor, el infortunado caballero encerrado en una mazmorra, remordido por la rabia de la burla, vencido y deshonrado, sufriendo la terrible incertidumbre del riesgo que pudiera soportar su amada esposa, que lo seguiría siendo espiritual, pues que materialmente había sido imposible.
Y ahora, preguntaba a la princesa con intencionada demora si era libre en tomar su decisión, si deseaba realmente contraer matrimonio con aquel rey extraño, bandido y pagano, cuya personalidad no podía entonces definir, tan contradictoria, capaz de las mayores villanías, de ultrajar todos los sentimientos más santificantes de un cristiano, y de perdonar a un enemigo que deseaba darle la muerte, un enemigo irreconciliable al que debería distinguir con su odio mortal, pues que día habría de llegar en que se enfrentarían y no podrían eludir darse muerte uno a otro, o sabe Dios si perderse ambos en la contienda, tan enconada y sin remedio parecía. Pues, lo juro, dispuesto me encontraba a no seguir si la princesa lo negase, aunque en ello me fuere la vida. Mas Elvira insistió, también demoradamente y con aquella fría serenidad que en ella me resultaba desconocida, antes tímida y vacilante, animándome ahora a proseguir, pues, lo repetía, era su decisión libre y voluntaria.
Lo que siguió puedo apenas recordarlo como un mal sueño, ideas difuminadas por la bruma que creaba mi confusión. Salimos de la capilla. El salón, donde fui conducido tras los contrayentes, que ahora eran esposos -y ésta era la idea que me obsesionaba, pues se celebró el enlace como un robo y una ofensa hecha a mi señor Avengeray-, estaba poblado por los bandidos, que aparecían ahora como divididos en dos. Los unos en plan de guerra, vigilantes y disciplinados, los otros merodeando de un lado para otro, en busca de botín y mujeres: criadas, doncellas de cámara y de servicio, dueñas, amas y mozas, que entre todas levantaban un griterío de histéricos chillidos que contristaban mi alma. Y en el centro del salón estaban arrojando cantidad de pieles que traían del exterior, y sobre ellas levantaron una tienda, también de pieles, que pude comprender era la tienda real de Thumber, que al parecer instalaban el campamento dentro de la estancia.
En derredor iba creciendo el desenfreno de una orgía salvaje: los bandidos bebiendo groseramente en los cuencos y cuernos, constantes sus risotadas, y constantes los gritos de las mujeres ultrajadas que pretendían inútilmente zafarse de las garras de sus martirizadores, sin que hubiera fuerza capaz de librarlas. Que cuanto más se resistían ellas, mayor era el empeño y las risas. Salvaje y terrorífica la bacanal, violenta como de tigres disfrutando de sus presas: una ola de paganismo extendida sobre la cristiandad.