Thumber levantó la piel que cerraba la tienda y con un gesto invitó a la princesa, quien penetró en su interior. Se volvió ella para decirme con frialdad: «Creo que estaréis mejor en la mazmorra, señor obispo, este espectáculo no es bueno para vos. ¡Llevadle!». Por primera vez la veía conducirse como reina pagana, lo que mucho gozaría Thumber.
Me sentí arrastrado, aunque sin violencia, por los hombres que permanecían junto a mí. La luz de los hachones iluminó nuestro descenso, aclarando las tinieblas de aquellos sótanos en lo más profundo del castillo, y finalmente abrieron una puerta y me impulsaron a su interior.
Cuando pude orientarme hacia las voces y gemidos que escuchaba al fondo de la habitación encontré a mi señor Avengeray tendido sobre la paja, sacudido por violentas convulsiones. Se hallaba bañado en sudores y gemía profundamente, enfebrecido y delirante, que sólo le oía palabras ininteligibles, privado de razón y conocimiento.
Y en viendo la infinita miseria que se abatiera sobre nosotros tan inesperada, tuve que hincar la rodilla y elevar mis preces, humillado, rogando con fervor el perdón por todos mis pecados, que nunca antes me dolieron tan hondos, como si fueran llagas malignas que me horadasen las carnes. Pues ninguna otra razón podía ser origen del castigo que sobre todos nosotros había desplomado Dios Nuestro Señor.
Segunda parte. Aventuras de un caballero desventurado
Tengo en el corazón
como el reflejo de un hermoso sueño
del que ya no me acuerdo
Renard
I
La tarde transcurría pesada e inquieta. Al esconderse en el ocaso, el sol dejó un rubor de nubes enrojecidas. «Mal presagio», musitó mi madre apretándome la mano. A poco la retiré; me parecía impropio sentir debilidad.
Oteábamos la lejanía desde la más alta torre del castillo, acompañada mi madre por sus damas, solitaria la gran llanura que se nos extendía al frente. Ni una florecilla, ni una brizna se movía en el tapiz; denso el aire, rasgado sólo por negros cuervos y lentos buitres, y allá en las cumbres del cielo, el águila real. Todos en busca de sus dormitorios para alcanzarlos antes de que les cayese la noche.
Aun siéndole habitual, mi madre no pudo reprimir un estremecimiento. En la actitud silenciosa y reverente de las damas se reflejaba el respeto por la inquietud expectante de la señora: unos pasos vacilantes e inciertos, de nuevo fija la mirada en la lejanía, angustia en los ojos, en las manos temor.
Cuando las sombras amenazaban borrar los contornos más distantes, el movimiento de las damas y sus gestos alertaron a todos: dejábase adivinar una cabalgata quebrando la soledad del horizonte.
La mano sobre el pecho sujetándose el corazón, crecía en mi madre la ansiedad mientras se esforzaba por adivinar. «Menguada es la hueste, hijo mío. Presagios de derrota agitan mi corazón. Contempla el cielo sangrante y las aves agoreras que pregonan nuestra desgracia.»
Mujer valerosa, resuelta, capaz de sobreponerse a las contrariedades, que sirviera de estímulo y acicate a los valientes guerreros, a mi padre también. Pero sus damas, y yo mismo, conocíamos su propensión a flaquearle el ánimo cuando se sumía en la soledad de la larga espera.
«Delante de ellos soy la reina -me explicaba-. Ante ti, hijo mío, sólo me siento madre: temo por tu suerte, y la de mi esposo, el rey.»
No llegaba la tropa con estandartes ni gallardetes desplegados al viento, como el día que partieran para enfrentarse a Raegnar, hermano sin tierra del rey de los jutos, lanzado a conquistar el reino que no tenía en su patria, y viniera al nuestro con un ejército embarcado en 130 navíos. Más otros aliados que se le juntaron, norses y danés, pues los piratas se unían cuando era necesario, para atacar a los cristianos y, siendo invasores, se ayudaban en sus empresas. Más todavía cuando era Raegnar quien lo solicitaba, respetado por su nacimiento, llamado a convertirse en rey. Ni fueron recibidas nuestras tropas con fanfarrias de trompetas ni ruidosas alegrías, como se suele cuando regresan acompañados de la victoria.
Traían la semblanza de una hueste derrotada, triste y abatida, cargada con la sombra atroz de la sangre y los amigos muertos abandonados sobre el campo de batalla, en manos del enemigo. Rotos los yelmos, destrozadas las armaduras, abollados los escudos, quebradas las lanzas, averiados los arneses de sus cabalgaduras; llegaban pisando con temor, bajas las cabezas, entre los relinchos doloridos de algún animal exhausto y desangrándose por las heridas. Unos levantados, otros caídos sobre la silla, los más escondiendo la mirada, cruzaron el puente que les fuera tendido y penetraron lentamente en el patio del castillo, dejando fuera la mesnada: todos no podían alojarse dentro, donde ya contaba la guarnición.
Acudieron a atender al rey que venía exangüe, desfallecido, y en brazos le llevaron a sus habitaciones. Sobre el lecho, mi madre y el físico se afanaban en despojarle de la armadura y la loriga, quedando descubiertas las grandes heridas, profundas, sangrantes. Ya se ha revestido del valor de una reina y ordena a sus damas traer aguamaniles, lienzos, jarros de agua tibia, vendas e hilas, ungüentos y hierbas; ya se apresta a lavarle la carne abierta, realizarle las curas, coserle el cuerpo desgarrado, cubrirle de emplastos y colocarle hemostáticos y cicatrizantes. Y cuando todo finaliza, recuperarle con caldos calientes, mientras el rey parece defenderse del acoso de las mujeres para atender lo perentorio, pues no hay tiempo, y así lo manifiesta a sus tanes que lo rodean: «Raegnar estará en las puertas con el nuevo día. Doblad las guardias y aprestad el castillo para el asedio y la defensa. Heridos los que quedaron fuera, inútiles para combatir, llevadlos al bosque y ponedlos a salvo para que se recuperen. Después podremos traerlos si es necesario. Aprontadlo todo. Que acuda el amanuense con recado de escribir. Disponed entre tanto un correo: debe llevar al rey Ethelhave una petición de ayuda. Y roguemos a Dios para que el rey de Ivristone acuda en nuestro socorro».
Salen los tanes de la alcoba real y rápidamente se agita el castillo en angustias de actividad. El rey se esfuerza por levantarse, impedido por la reina y el físico.
«Ya sé, señora; me conviene descanso como hombre herido. Pero el reino se encuentra en grave peligro y vuestro rey no puede descansar. Obedeceré, mal que me pese, por esta noche, para no daros disgusto. Mas avisad a Cenryc de que me mantenga informado.»
Cenryc, el más principal del reino después del rey, no pudo cumplir los deseos de su señor, pues le halló vencido por la fiebre y el sueño, sin despertar en toda la noche. Le serenó la naciente luz de la mañana, y aún debilitado por la sangre perdida y dificultado por las heridas, recobró el ánimo y fuera ya imposible al físico y a mi madre retenerle en el lecho. «Importa ahora más defender nuestras vidas que entretenerse en curar rasguños.» Aunque los primeros días se viera obligado a descansar, pues que las fuerzas no le acompañaban tan lejos como pretendía. «Contempla todo bien y no pierdas detalle -me dijo-. Es tu destino el que nos jugamos.» Jamás antes me viera tan cercano a la lucha, y me excitaba. Algo en mi espíritu me empujaba y, siendo nuevo, parecíame como si se cumpliese un hado que me aguardaba desde siempre. El ejemplo y las palabras de mi padre me moldearon para lo por venir. Y ese credo se albergaba en mí, como lo estaba en cada guerrero.
Desde la muralla divisábamos la llanura donde acamparan los enemigos. En algunas ausencias del rey, inspeccionando otras zonas y los preparativos, el fiel y querido Cenryc me mostraba la disposición del campo invasor. El grupo más numeroso pertenecía a Raegnar. Allí se encontraba el contingente de Dinglad, un reyezuelo norse venido de la Hibernia a la llamada de la ambición, que también aspiraba a instalarse y por ello buscaba alianzas que pudieran ayudarle en alguna futura campaña de conquista. El otro grupo lo capitaneaba Culver, un caledonio renegado unido a los enemigos de su raza y de su patria; llamaba a mi padre usurpador y no vacilaba en adherirse a un invasor bandido y pirata, sediento de venganza, maniático de orgías de sangre, un poseso. Ya ni siquiera le animaba un ideal, sino la destrucción y la muerte.