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La inmovilidad de Horike presagiaba algún nuevo acontecimiento. Nos inquietaba, pues profesábamos a Ethelhave profundo afecto desde los días en que acudiera a la llamada de mi padre, aunque fuera derrotado en los Pasos de Oackland. Y ahora Ethelhave se hallaba en idéntica situación: como antaño Raegnar, venía Horike, príncipe sin tierra, a conquistar un reino. Temíamos por él, pues le sabíamos viejo y combatido dentro de su propio ejército por nobles descontentos e intrigantes. Cada facción luchaba más contra sus rivales que contra el enemigo común.

Crecieron nuestros temores al confirmarse las sospechas: sobre el estuario confluyeron muchas velas, y a poco supimos que el recién llegado era nuestro mortal enemigo. Todos rebullimos de enojo, viendo una repetición de la historia; al fondo, el mismo siniestro personaje.

Opinaban que era momento de hacernos presentes, ahora que habíamos localizado su posición. «¿Conocería él la nuestra?», pregunté a Aedan, quien encogió los hombros con un interrogante. En cualquier caso ignoraría que con el mismo interés seguíamos sus pasos que los del lento Ethelhave. Táctica suicida la del rey cristiano, pues si la horda de Horike ya resultaba peligrosa, con el apoyo de Thumber se convertía en mortal. Mas todos sabíamos que nunca Ethelhave se distinguiera por sus cualidades guerreras, ni su ejército era aguerrido, ni sus hombres fieles.

Los exploradores regresaron con una carta de Ethelhave, lacrada con sello real. Solicitaba mi ayuda y me recordaba aquel lejano día en que él no dudó en acudir a la llamada de mi padre. No hubiera sido preciso evocarme el episodio, pues igual la tropa que los tanes, y yo mismo, conservábamos el recuerdo en el corazón. Y en apoyarle todos estábamos decididos.

Mas, la doble oportunidad de defender a Ethelhave y combatir a Thumber redoblaba nuestra satisfacción. Estábamos seguros de que ahora, con la ayuda de las reliquias de la Santa Cruz, venceríamos: llegado era el momento de cumplirse la profecía y lograr la ansiada venganza, querida por los cielos. Y tal confianza me preocupaba. Ignoraban que el demonio puede entorpecer los designios celestiales y fracasar así nuestras esperanzas, pues Dios no nos concede su favor cuando lo deseamos, sino cuando lo juzga conveniente, si lo merecemos. Aunque en el secreto de mi alma confiaba que la llegada del peregrino nos traía la resolución favorable.

Despaché correos a Ethelhave asegurándole nuestra ayuda. Agradecía sus ofertas de recompensas y regalos, pero lo mismo hiciéramos sólo por reconocimiento de sus méritos. Le señalé nuestra ruta y el lugar de reunión. Y cuando la distancia entre nosotros fue la aconsejable me adelanté para saludar al viejo rey, y asegurarle nuestra fidelidad y disposición. Se mostró satisfecho, pues con nuestra colaboración mantenía la confianza de salvar el reino y la corona.

Al avistar la llanura que desde el mar se adentra, flanqueada al fondo por los brazos del Disey, divisamos al enemigo. Dos grupos de tiendas confirmaban que la alianza estaba reducida a Horike y Thumber. Pedí a Ethelhave el privilegio de situar la mesnada frente a la de Thumber y lo comprendió. Desconocía particularmente la habilidad marcial de Horike, mas el valor y la bravura eran connaturales a todos los vikingos. Al pensar que Horike nunca igualaría a Thumber, le juzgaba menor enemigo para Ethelhave. Aunque mucho temía le resultase excesivo, pese a serle superior en número.

Se dispuso el campamento y las tiendas fueron plantadas. Cuando penetré en mi pabellón, invoqué al espíritu de mi padre, el rey, simbolizado siempre por la corona y el cetro colocados sobre el rico almohadón, para que no nos faltase su asistencia en aquella batalla, ni la de Dios, que juzgaba decisiva para el Reino de Ivristone y para nosotros mismos.

Acudieron los tanes a mi pabellón, después que hube discutido con Ethelhave y los suyos el plan de batalla. Difícil fuera lograr un entendimiento ante criterios tan dispares, pues le faltaba autoridad. La sola contemplación de su campamento ya merecía las críticas de Teobaldo, quien desesperaba que tropa tan desorganizada pudiera enfrentarse con éxito a enemigo tan poderoso, aunque se les reservara los que considerábamos menos fuertes.

El ejército de Ethelhave venía compuesto por soldados de lejanas guarniciones y reclutas arrancados de sus tierras durante la época de recolección. Jamás entre cristianos se emprendieran campañas en tal época, de la que dependía el bienestar del reino, mas los paganos violaban tan antigua tradición sin escrúpulos. Los paisanos se quejaban de ser obligados a arrostrar peligros e incomodidades de armas, y apenas disimulaban su mala voluntad en acudir a la convocatoria del rey. Como no pudieron rehusar, pensaban sólo en salvar sus vidas, cansados de sus señores naturales. Pues, ¿cómo pedir a los demás lo que no estamos dispuestos a darles?

La tropa durmió velada por la centinela. Despachado y revisado lo más conveniente, atendidos los partes que me llegaban y los que mandaba buscar, dormité a ratos para reponer energías con que acometer la jornada que nos aguardaba.

Cuando penetró Aedan, vigilante la noche entera como solía en vísperas de batalla, pues nunca fiaba ni del enemigo ni de nosotros mismos, ya me encontraba en pie. Anunció la hora prima y me dio parte de novedades, reducido a un solo punto: Thumber había intercambiado con Horike su posición en el campo. Al tiempo había adelantado la mitad de la distancia que nos separaba la noche anterior. Tal movimiento realizado en el último momento perseguía evitar que tuviéramos tiempo de rectificar nosotros, por ser Ethelhave lento y poco maniobrero.

Thumber había escogido destrozar a Ethelhave de modo fulminante. «¿Y qué pensáis que hará después?» «Revolverse contra nosotros, que quedaremos entre dos frentes. Confía en la resistencia de Horike», expuse. Le referí que durante la noche enviara exploradores: las naves de Thumber se encontraban a nuestra espalda, escondidas en una revuelta del río, encubiertas tras los islotes, embarcada parte de la tropa. Preveía así que, si acabásemos primero con Horike, pudiéramos situarnos a su retaguardia. Avanzaría entonces hasta el río para reembarcar, al amparo de sus propias tropas.

Explicamos a los tanes la situación. Nuestra ventaja consistiría en derrotar a Horike antes que Thumber a Ethelhave. Esto exigiría de todos los hombres un esfuerzo supremo. La rapidez condicionaba nuestro destino.

Y gracias sean dadas a nuestro Divino Protector pues aunque el enemigo era bravo, resultábamos superiores en preparación. Cuando tras muchas horas de sangrienta lucha, en la que cada uno de nuestros hombres realizó inimaginables proezas, nos desembarazamos de tan incómoda como valiente horda, al volver grupas para perseguir a Thumber encontramos que ya había emprendido su marcha hacia el interior, en procura de sus naves. Dejaba tras de sí un campo sembrado de cadáveres, destrozado el ejército cristiano, al que dividió y combatió por grupos separados, aunque le llevó tiempo y valor quebrantar a los pocos hombres fieles a su rey. Los cuales, al cobrar caras sus vidas, decidieron el resultado de la campaña, pues retrasaron los planes de Thumber y permitieron nuestra victoria sobre Horike. Ethelhave yacía bañado en sangre sobre su propio escudo, y en derredor se encontraban los nobles y los cinco obispos que le acompañaban, pues se agruparon en torno a su rey para morir con honor.

El campo aparecía sembrado de cuerpos retorcidos y vacíos de sangre, cuya contemplación nos llenaba de dolor. En lamentarlo estábamos cuando se nos llegaron cerca algunos caballeros: de rodillas procuraban tocar mi armadura con la punta de sus dedos, al tiempo que nos saludaban y se ofrecían como servidores. Dijeron: «¡Pues que eres el vencedor, ya que permaneces sobre el campo, salud a ti, rey de Ivristone: nadie se opone a tu ejército ni a tu proclamación».

Como se levantaran la visera para saludarme vi que se trataba de los que más discutieran cuando la reunión con Ethelhave la pasada noche, disconformes y protestones, indisciplinados y desafiantes. Lleno de ira les grité con dolor: «¡Hombres sin honra: después de aceptar sus anillos y bebido su hidromiel, todavía pensáis traicionar el cadáver de vuestro señor, yacente a nuestros pies atravesado por la espada!». Pasado el tiempo supe que con estas palabras gané su enemistad, como más tarde se verá: «Tengo un reino propio para disputárselo a un guerrero. ¡No me propongáis que despoje del suyo a una viuda!».