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Y como al disponerme a retirarme le dije que podían pormenorizarse tales proyectos en ocasión más propicia, sonriendo comentó que si me marchaba a mis aposentos ambos permaneceríamos solos en nuestras cámaras, con lo que resultaríamos los más sacrificados, mientras los demás pobladores del castillo buscaban compañía. Pues nada sucedía entre los muros que lo desconociera, y hasta el señor obispo se acompañaba de una buena moza. Acabó preguntándome si me aguardaba alguna enamorada. A lo que repliqué negando. Alegó que al no existir obstáculo para ninguno, bien podrían entonces exponerse aquellos planes si me quedaba. «Me honráis, señora, y bien quisiera complaceros y complacerme, pues lo que me ofrecéis bien tentador es al ser vos tan hermosa. Mas, pensad que el respeto al rey difunto me causa incertidumbre.» Se acercó para replicar: «Aunque siguiera vivo el rey, ya desde muchos años trascendía el frío de sus huesos, mi buen caballero Avengeray. Quedaos, si tanto os place como decís y si deseáis que sellemos la alianza que voy a proponeros. Y no sintáis temor, que uso recibir en mi cámara a todos los dignatarios y así nadie extraña que permanezcan conmigo tiempo. Aún más, sólo queda dentro, aparte nosotros, mi fiel camarista, que fue mi nodriza: antes se dejaría arrancar la lengua que murmurar una sola palabra que pudiera comprometerme».

Al rayar el alba me reuní con Teobaldo y los guerreros, preparados en el patio, para iniciar otro viaje que nos llevaría a la zona todavía no visitada. Durante cuatro semanas me acompañó el recuerdo de la gentil Ethelvina, en quien, sobre su cualidad de Regidora del Estado, prevalecían grandes tesoros femeninos. Me despidiera aquella mañana recordándome que esperaba mi regreso, pues tenía mucho que ofrecerme como mujer. Y tan seductora como ella misma aparecían los proyectos expuestos, pues coincidían con los que guardaba en el ánimo desde tiempo hacía, en vista de la constante y tenaz esquiva de Thumber, al que me ligaban los dos juramentos sagrados de conseguir la venganza y reconquistar mi reino, que me eran reclamados constantemente por el espíritu asendereado de mi padre.

Era el caso que mi señora Ethelvina, aunque en vida de su esposo no mantuviera otras aspiraciones que las de preservar la paz, concebía ahora los más ambiciosos planes: valemos de la fuerza que acumularíamos en Ivristone para atacar a nuestro común y odiado enemigo, Raegnar, para acabar con su perenne ansia de expansión que representaría una amenaza incesante. Además de vengar las ofensas que nos tenía hechas, representaba entretener ocupados en la guerra a los bastardos y díscolos nobles que ahora caminaban por los polvorientos senderos con los despojos de los obispos. Aquellos que sobrevivieran a las batallas podían ser dominados posteriormente, eliminando el peligro que siempre constituían. Ningún inconveniente serio se oponía aunque era preciso planearlo cuidadosamente, y escoger el momento más favorable. Consideraba así el aforismo de que la mejor defensa es el ataque. Preveía la necesidad de erigir dos fortalezas en los Pasos de Oackland para mantener una guarnición permanente, y había dictado las órdenes al efecto. Quedaba la amenaza de la mar, y mi señora estuvo de acuerdo en la necesidad de construir una flota, que nos aseguramos se hiciera en los lugares más convenientes. Tanto nos serviría para defendernos contra Raegnar y cualquier horda pirata, como para atacarles.

La imaginación sugería multitud de ideas perfeccionadoras de este plan, secreto entre ambos; importaba, pues la sorpresa resultaría provechosa para el buen fin de la empresa. Ahora cumplía organizar el Reino de Ivristone como trampolín para atacar el Reino del Norte, mi amada y añorada patria, usurpada por Raegnar con la ayuda de Thumber como sicario. Ambos pagarían ante Dios, y por mi espada, su crimen.

Al expresarle mis dudas aquella dulce noche, donde se vieron colmados el amor y mis más íntimas esperanzas, mi señora Ethelvina concluyó que aunque era cierta y probada mi predestinación, no constaba el medio específico de su cumplimiento, y siendo así, ¿no podía realizarse en la forma propuesta por ella? Dios Nuestro Señor confía en que actuemos con fe y energía en defensa de lo que nos importa. Y si encajaba nuestro plan en la lógica de los acontecimientos sin apartarse un ápice de lo que el honor me reclamaba, ¿a qué concebir dudas? La esperanza se abría ante mi imaginación con esplendor. Hasta me parecía una intervención providencial que conducía los pensamientos de todos a un fin. Y además de recuperar el trono que por legítima me correspondía, podríamos constituirnos, unidos, en reyes de ambos reinos, que desde ahora me ofrecía su corazón y su mano, pues se congratulaba en ser mi reina, ya que el amor le había nacido en el momento en que me presenté ante ella por vez primera al llegar al castillo.

Al regresar a Ivristone me aguardaban sus dulces brazos, y en su rostro el resplandor de la felicidad. Aquel semblante sereno y de expresión comedida que le conocían los demás se tranformaba en fuego en la intimidad. Se conducía entonces como si en su interior existieran dos mujeres distintas. Y cada día me cautivaba la expectativa de reunimos por la noche, al amparo de los mapas que portaba para justificar la visita.

Con tan hábil y discreta disposición transcurría el tiempo, en que nos ocupábamos a la vez y de manera preferente de los asuntos de Estado. Teobaldo llevaba sobre sí gran tarea, y al ser tan inflexible cumplidor lograba maravillas en su empeño de perfección. Me dolía no confesarle que todo el esfuerzo serviría para recuperar nuestro amado país, el Reino del Norte, lo que le hubiera llenado de alegría, como a los demás tanes, pero en callarlo estaba empeñada mi palabra y la de mi señora Ethelvina, la fervorosa amante de fuego que yo mismo había de moderar algunas noches con mi ausencia, pues no sería natural despachar nuestros asuntos de continuo. Lógico era suponer que si al principio los problemas se acumulaban, debían espaciarse conforme transcurría el tiempo, a lo que precisaba ajustarse nuestra conducta, aunque con disgusto, pues tanta era su pasión que parecía una venganza. Aceptaba, sin embargo, no pasar a las manifestaciones personales antes de concluir los asuntos de gobierno.

Que cada vez se presentaban más favorables. Incluso los espías que cuidamos introducir en la escolta de los bastardos y nobles nos mantenían informados de cuanto averiguaban sobre tan preocupantes caballeros. Y coincidían con las noticias que nos llegaban de los nobles adictos y los clérigos. Tan moderadamente se conducían que nadie les suponía el menor ánimo de conjuras ni traiciones. Esto nos tranquilizaba en parte. Pues cuando regresaron a Ivristone mostraron clara admiración por los destacados progresos experimentados en los asuntos de guerra durante aquella ausencia. Grandes alabanzas hicieron de mis trabajos y desinterés al dedicarme a una tarea que me era extraña. A la par ensalzaban las dotes de mi señora como Regidora del Estado, y le reconocían unas virtudes sin par; encomiaban que estuviera el Estado mejor regido que lo fuera jamás por hombre alguno.

La sinceridad quedaba manifiesta al solicitar ellos mismos del obispo la ceremonia religiosa para rendir pleitesía a la Señora de Ivristone y jurarle fidelidad, pues omitieron el compromiso cuando las exequias del rey, por lo que deseaban ahora enmendar el olvido. Que sabíamos no lo fuera, aunque pareciera sincero su arrepentimiento. Y aun cuando guardásemos nuestras reservas sobre tan destacado cambio, que más parecía milagroso que natural, el obispo innominado insistió en que llegada era la hora de la reconciliación, y pues se sometían y juraban obediencia a la señora motu proprio, justo era acogerlos con calor y reconocimiento. Luego comentaría el caso con mi señora y convinimos en asignarles destinos que los mantuvieran muy ocupados, hasta asegurarnos de la rectitud de su proceder. Sin olvidar con ellos una secreta vigilancia.