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El regreso de los caballeros transformó el aire de la corte. Las bellas esposas competían en renovar sus ropas para ganar en atractivo, con lo que Monsieur Rhosse suspiraba por un instante libre, requerido de continuo por sus dientas. Debía disponer, además, cenas y veladas, animadas ahora por mayor concurrencia, y como el alivio del luto ya lo permitía, acudían músicos y juglares.

Los caballeros suspiraban cada día por concluir sus tareas para regresar al castillo, si bien algunas veces la obligación les retenía fuera por más tiempo.

Sucedía más de una vez, cuando me encontraba en los campamentos, que al salir de mi pabellón durante la noche atraía mi atención un brillantísimo lucero que se destacaba entre la multitud de bellas luminarias que poblaban el cielo, a las que empalidecía. Así quedaron mis ojos prendidos aquella noche, cautiva mi atención, mi ánimo suspenso, al contemplar la bellísima, delicada, grácil y etérea joven que era Elvira, la hija de mi señora Ethelvina, que en contadas ocasiones viera antes y me pareciera sólo una niña. Lucía ahora en la constelación que componían todas las damas de la corte, con ser todas muy agraciadas, como señora del firmamento de la hermosura, ante cuyo resplandor quedaba cegado, doncella celestial cuyos movimientos, acompasados a la música, la revelaban como una diosa de la armonía. Pues le habían insistido para danzar al son de los acordes que tañía Monsieur Rhosse, con lo que cobró vida esta sin par criatura que imaginé recién creada, que por maravilla fijó en los míos sus ojos, y se fundieron nuestras miradas. Al acabar, que lo hizo ante mí, tuve por gentileza y rendición besarle la mano, y si me dejara llevar por el impulso de mi corazón la estrechara entre mis brazos y le prometiera amor eterno, pues el alma se me suspendía al contemplarla, anudada a la suya por el hilo sutil de los ojos. Al fin hubo de separarse para acudir a los requerimientos de otras damas, otros caballeros, a recibir un efusivo y cariñoso beso de su madre, allá en el otro extremo donde se hallaba reunida y rodeada por sus ancianos consejeros, entre los que se destacaba el obispo. No era frecuente que asistieran a una cena, mas aquella noche lo hicieron a requerimiento de la señora.

Fuera casualidad o predestinación, no lo sabía: la estancia de Elvira se encontraba situada en la torre oeste, por encima de mi propia cámara, al nivel de la muralla, zona controlada por mis sesenta guerreros, los cuales hacían la centinela de noche. Esto me permitió discretamente, retirados que fueron todos los moradores a sus habitaciones, salir al adarve y pulsar la vihuela en una cálida serenata de amor, encaminada a las ventanas que celaban la visión de tan divina doncella, descubierta para bálsamo y deleite de mi alma regocijada en su contemplación. Y así me reclamaba imperiosa su visión nuevamente, que desde separarnos todo me parecía oscuro, salvo el recuerdo. Y eran estos sentimientos los que vibraban en las cuerdas y en el tono de mi voz.

Cuando desde aquella gloriosa ventana descendió una escala, que se deslizó blandamente junto al muro de piedra, me pareció que no manos y pies me impulsaban, sino alas, hacia el encuentro del ángel que me había cautivado.

V

Apenas si el acontecer de cada día lograba la atención de mi mente desde que descubriera el amor de Elvira, que sólo alentaba en espera del momento nocturno de reunimos en su alcoba. Nunca otro ser ha bebido felicidad mayor en los labios de su amada. Juntos éramos una llamarada, que nos incendiaba el espíritu y nos transformaba, pues entre los besos se nos trasvasaron las almas. De nuevo me sentía niño pues surgían en mí, incontenibles, los pueriles, primeros sentimientos de la infancia.

Tres noches iban de comunión amorosa en que cada detalle de nuestras vidas cobraba valor nuevo, una nueva significación, y los primeros recuerdos adquirían relevancia inusitada. Olvidado de la severa responsabilidad, redescubriéndome, me producían estos sentimientos un sincero y puro placer, despojados de cuanto pudiera enturbiarlos, convertidos en cristal. Tal era, también, el ánimo de mi dulce, amada Elvira.

Imposible nos resultaba reconciliarnos con el sueño, pues el regocijo de hallarnos juntos lo ahuyentaba. Tan jubilosa era nuestra felicidad que contemplarnos, sonreímos y mostrarnos uno a otro los pensamientos que nos afloraban, nos producían una permanente fiesta. Desmenuzábamos los más remotos recuerdos, que adquirían un semblante diferente; hallábamos escondidos matices que yacían olvidados, como si cobraran vida para convertirse en lazos que anudaban nuestra unión. Todos surgían ahora como hitos que señalaban nuestro encuentro, y convertían el fu turo en presente, no menos feliz por esperado, que el logro nos acrecentaba la dicha.

Infantil candor el de Elvira que desgranaba la espiga de su alma, los sobresaltos y presentimientos, intuiciones y sospechas, dulces agobios y repentinas congojas, con los que me mostraba la intimidad de sus sentimientos, que habían encontrado plenitud. Y tan puros deseaba entregarle los míos que quise hasta despojarme de aquella pequeña sombra, leve infidelidad que suponía la aventura con Ethelvina, que juzgaba conveniencia diplomática ante todo, pues la vida y la sociedad nos impone sus reglas en algún momento, sin que nuestra alma se entregue. Forma parte, más bien, de la máscara con que el tiempo nos disfraza, sin que el yo íntimo participe. Le referí cómo durante aquellos tres días no consiguiera verla, lo que había intentado para comunicarle el amor que rendía a los pies de Elvira, único y primer amor. Mas fuera inútil; Ethelvina se encontraba enferma. La anciana camarista sólo permitía el paso al físico, al astrólogo y a los augures, que al parecer eran consultados por la señora, sin que nadie averiguase la naturaleza de su indisposición. Ni siquiera al obispo le fue permitido visitarla. Y como estaba seguro de que carecía de mayor importancia, que de otra forma se supiera, me congratulaba de aquella feliz circunstancia, pues la reclusión de Ethelvina nos permitía a Elvira y a mí concentrarnos en nuestro goce.

Tampoco en aquellos tres días abandonara Elvira sus habitaciones, pensando sería más intensa su dicha si la mantenía secreta. Mas su rostro fue acusando creciente tristeza conforme escuchaba mis palabras. Se afectó tan intensamente que comenzó a conturbarse, para seguir con profundos y sordos gemidos, hasta romper en aguda congoja. Acabó sacudida en irreprimible llanto; mostraba una desesperación tan honda que la paralizaba. Y concluyó, pese a mis esfuerzos por consolarla con dulces mimos y palabras, caricias y abrazos que la confortasen, con la voz quebrada en murmullos, húmeda en sollozos que aumentaban las lágrimas, manifestándose invadida por tristes presagios sobre nuestra felicidad, que lloraba perdida.

Juzgué en principio deberíase su dolor a la quebrantada salud de su madre, mas el lamento insondable que ahora expresaba me produjo asombro, pues se convertía en desesperación por el riesgo de nuestro amor, con lágrimas tan amargas como si la noticia lo hubiera desintegrado en el olvido.

Me esforzaba en calmarla. Trataba de infundirle el aliento de mi cariño, multiplicarle las caricias, la ofrenda de mi alma, que era la suya, tan unidas caminaban. Sin comprender realmente el fundamento de aquel dolor repentino. Hasta que formuló en palabras los ominosos presentimientos que la embargaban, convencida de que la enfermedad de su madre no era otra cosa que la cólera, intensa y terrible, de su amor traicionado, pues que Ethelvina tendría inmediato conocimiento del idilio nacido entre nosotros, ya que nada escapaba a su información. Y como era soberbia, aunque disimulada, el ataque de despecho, celos y miedo por el amor perdido, la habría herido en la profundidad de su ser. Elvira estaba convencida de que Ethelvina se sentiría mujer antes que señora y regidora, y sobre no perdonar a su rival, quienquiera que fuese, habría concebido negros designios para arruinarla. No existía barrera capaz de contenerla, y su desesperada iracundia sería tan grande que ninguna determinación le parecería horrible para eliminar a su enemiga. Enviaría esbirros para ahogarla, sicarios que la apuñalasen, o se valdría del veneno; no probaría alimento ni bebida sin que antes lo hiciera la camarera. Pues sus sentimientos de hembra ultrajada habrían de superar al afecto de madre.