Tan ajustados a las leyendas escuchadas en las largas noches de juventud eran los presagios de Elvira, que me impresionaba su desesperanza. Sabía que el despecho de una mujer había originado hecatombes sin que las detuviera el amor filial. Y esto me hacía temer por las dos, que no por mi vida. Aunque, ¿para qué desearía vivir si me faltaba Elvira? En medio de su efusión de lágrimas, invadida por un abatimiento inútil, me pedía que cuidase de su propia seguridad. Y era de notar que más sentía ella mi propio riesgo que el suyo, que aceptaba como consecuencia inseparable del amor que me había entregado.
Grave y difícil se me presentaba. Hubiera preferido enfrentarme a Thumber, que aun siendo pagano nunca descendiera a la traición, aunque su astucia le separase del recto comportamiento según el código de la caballería cristiana. Mas al ser un valiente, su honradez no le permitía llegar al deshonor. Mil veces más noble que la complejidad palaciega, sembrada de rencores, envidias y traiciones, como un sendero plagado de víboras. A lo que se unía la furia homicida de la exasperación de una mujer, rival en el amor. Recordé entonces las Brunildas y Frigas, mortandades originadas por el desenfreno de las más atroces pasiones, y ninguna más intensa ni mortífera que el despecho de amor, incendiado en rencores infinitos, hasta desencadenar la fuerza vengativa de los dioses. Así el terrible y magnífico Wotan, que en su propia hija engendró a Thor, además de una multitud de dioses.
Pensaba si mi destino estaría unido a aquel dios al que Thumber profesaba fe, quien en su furor medía a grandes pasos la vastedad de habitaciones de su castillo, y representaba la serpiente en Ethelvina, a la que imaginaba urdiendo astutos planes en el secreto de su cámara para lograr la destrucción de Elvira, y quién sabe si también la mía. Llegaríamos a morir todos en un designio terrible. Pues cuando vuela el rayo desde el poderoso brazo nadie sabe cuánto alcanzará a destruir. Me percataba entonces de que el día era jueves, que le estaba consagrado a Thor.
Busqué a Teobaldo, mi fiel tane, al que puse secretamente al corriente de los temores de Elvira. Dispusimos entonces centinelas en todos los lugares que accedían a la cámara de mi amada, de modo que nadie pudiera llegar hasta ella. Lo que no era difícil, pues que aquella ala del castillo la teníamos bajo la guardia directa de nuestros guerreros.
Resultara milagroso, pues apenas colocados los vigilantes fueron detenidos dos enviados de Ethelvina, disfrazados de monjes. Quienes pararon rápidamente en una mazmorra. Lo cual se convertía de súbito en evidencia de un peligro real. Ya no eran sólo temores y excitaciones de la natural debilidad de un alma enamorada. Quedaba obligado a intervenir para evitarnos algún daño cierto.
Nada más aconsejable que enfrentarse con la raíz del mal. A cuya resolución encaminé mis pasos. Averigüé, antes de tratar de que Ethelvina me recibiera, que le aquejaba un ataque de humores malignos para los que le había sido aplicada una triaca que los encalmara, pues era mal propio de las responsabilidades de gobernar, según dictamen del físico.
Aún transcurrieron dos días de incertidumbres; antes se negó a recibirme. Me acosaban entre tanto los crecientes temores de Elvira, quien descubría en el cielo las ciegas estrellas en frenética carrera, vaticinio cierto de graves acontecimientos. Lo que le hacía pasar las noches convulsa; me sujetaba fuerte con sus amorosos brazos, pues que la confortaba la seguridad de mi pecho, único refugio efectivo que encontraba contra el peligro que presen tía, sin conocer la detención de los dos esbirros de su madre, que habían dejado escapar el secreto al sentir la tortura en sus carnes. Me sorprendía hubieran negado cualquier empeño de matar a Elvira, pues sólo pretendían llevarla a presencia de Ethelvina, que la requería. Y esto, lejos de consolarme, me aumentaba la preocupación, pues nada peor que desconocer los propósitos del enemigo. Que en cierto modo así consideraba a la señora por aquellos días.
Si me atrevía a desafiar su enojo se debía al apoyo de mis caballeros. Como Teobaldo era, además, capitán de la guardia del castillo, había logrado disciplinarlos y mantenerlos sujetos a su mando. Pienso que estas circunstancias debió de tenerlas en cuenta Ethelvina cuando decidió recibirme. Le había pasado recado con la vieja camarista que asuntos improrrogables de Estado urgían tratarlos sin más demora. Pues en verdad tenía noticias de que Raegnar atacaba los Pasos de Oackland, aunque más parecían intentos de pulsar nuestras defensas. También en algún punto de la frontera sur sufríamos ataques de piratas que fueron rechazados, y aún habíamos de lamentar algunos desembarcos que causaban gran daño, pues arrasaban la tierra por el hierro y el fuego, como solían.
Aunque la color era más pálida que usaba, Ethelvina conservaba su dignidad y mantenía la faz serena. Pusiera gran cuidado en los vestidos y en la compostura de su belleza. La encontré sentada en su escritorio, rodeada de pergaminos y mapas, trabajando. Como si los cinco días transcurridos los hubiera pasado allí.
Me preguntaba si aquella actitud sería o no favorable. Juzgaba más temible el odio reconcentrado y disimulado que una explosión de celos. Me cumplía, como caballero, iniciar las explicaciones, si es que ella admitía una situación real. Debía, pues, conducirme con tiento. Me percataba de que era aquélla la tesitura más dificultosa que afrontara en mi vida, capaz de generar terribles consecuencias. De las que dependíamos Ethelvina, Elvira y yo mismo, además de la política general del reino. Y mi futuro, con los planes secretos que nos llevarían a conquistar el Reino del Norte. Que cada vez era más conminatorio el espíritu de mi padre, afligido por lo que llamaba mi flojedad en iniciar el combate y matar a su asesino y debelador. Pues hasta que no sucediera andaba irredento por los oscuros senderos de las cavernas sin fin, al no estarle permitido entrar en el Valhalla y participar en los gloriosos combates incruentos donde se entretenían los guerreros, ni asistir a las orgías sagradas de los héroes, ni beber el hidromiel que les ofrecía Odín por mano de las valquirias, mientras no quedase limpio su honor y su honra. Esta mancha le separaba de la sagrada morada de los dioses y de los héroes. Lo que me causaba espanto y desasosiego, pues le había insistido en que me marcase el camino. Antes de fundirse en la sombra me había advertido que se hallaba cansado de su vagar incierto, y que, si preciso fuere, abandonara la senda de la rectitud, sin olvidar que entonces se tornaría el camino cada vez más tortuoso. Lo que representaba una encrucijada en mi vida.
Todo ello poblaba mi cabeza de confusos sentimientos, y me preguntaba cuáles serían los de ella mientras escuchaba de mi boca la situación general del reino. Hubo un momento, en aquel esfuerzo por ocultarnos los pensamientos que nos obsesionaban, en que era obligado decidir sobre alguno de los aspectos del plan secreto contra Raegnar, cuya figura aparecía como una trama en el telar de nuestro futuro. Llegamos a la certidumbre, sin palabras, de que nos era imposible proseguir sin clarificar antes el fondo de nuestro problema, que aun sin mencionarlo se encontraba interpuesto entre nosotros.
Se cruzaron nuestras miradas. Ambos éramos conscientes de haber llegado al instante inaplazable de la confesión. En aquel momento sonaba en mis oídos la frase escuchada el primer día: nada sucedía en el castillo que ella ignorase. También la había repetido Elvira. ¿Qué pensaba? ¿La perdición de Elvira; la mía acaso? ¿Qué propósito perseguía enviando a los dos esbirros para traerla a su presencia? ¿Qué habría decidido respecto a mí? ¿Tenía en cuenta que me hallaba asistido por la fuerza de mis guerreros, con el mando y la obediencia de la guarnición del castillo, cubiertos todos los accesos a las habitaciones de Elvira, y que al oponerme a sus designios la habría traicionado, primero como mujer, después como Señora de Ivristone? ¿Era consciente de que podía forzar su renuncia al trono que disfrutaba como Regidora del Estado? Aunque tenía por cierto que supusiera encender una guerra civil, pues la obedecían los nobles y contaba en el reino con muchos partidarios. Lo que significaba un destino incierto. Y como conclusión, mi secreto deseo de que siguiera adelante nuestro proyecto, la invasión del Reino del Norte, para lo que precisaba de su amistad.