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Estas y otras razones constituían una vorágine de pensamientos y sentimientos, meditados y repetidos cien veces, que calculaba exponer en aquel momento. Y al llegar el instante decisivo, huyeron de mí las palabras; acerté sólo a mirarla fijamente a los ojos y exclamar esta razón suprema que todo lo encerraba, más profundamente y con mayor elocuencia que cualquiera otra de las imaginadas: «Amo a Elvira».

Me contempló sin enojo, con un esfuerzo por entender mis razones:

«La dulce niña que destinaba para alcanzar alguna provechosa alianza con su matrimonio. Aunque jamás pensara en vos. Y por conservaros le habría dado muerte. Si no fuera porque el astrólogo me aseguró que todos los astros me eran favorables si sabía afrontar la realidad de los hechos. Lo que me llevó a desear que tomara los hábitos, que vos habéis estorbado. Sabed que también la amo, como madre, mas no me obliguéis a decidir como mujer: quizás la sacrificase antes que perderos.»

Me daba cuenta de la forma esquemática en que había encerrado, con breves palabras, sus sentimientos. También me apercibía de la gran aflicción que debía de soportar. Se le adivinaba una furiosa lucha interior de poderosas emociones encontradas. Combate cruel y decisivo entre la pasión y los celos de una mujer, y la contenida prudencia de un gobernante. Muy caros le eran ambos proyectos: proclamarse Reina de los Dos Reinos, y matrimoniar conmigo. Y ambos se hallaban en peligro. ¿Qué le quedaba si renunciaba a los dos? Debía, pues, meditar serena, calculadamente. Y así, entre el semblante pálido y ojeroso se le reflejaba una determinación.

«Contristado me encuentro, mi señora», fue lo que acerté a comentar, pues aunque incontables vidas llevo prendidas en el filo de mi espada y en la punta de mi lanza, me sobrecogía su dolor, y me causaba estremecimiento su entereza y aflicción, que todo lo leía en su rostro.

Al fin pareció dominar en ella una resolución. Me cogió la mano y me llevó hasta la alcoba; nos detuvimos junto al lecho, revestido de rico dosel y baldaquino. Me había dejado arrastrar blandamente, intrigado por conocer su decisión.

«De ser otra la dama ambos tendríais los labios sellados por el silencio.» Hablaba resuelta, con hondo sentimiento. «Representáis mucho en mi vida para que pueda olvidarlo. Tampoco lo que confío conseguir con vuestra ayuda. No puedo renunciar a vuestro amor y tampoco al doble título de Reina de Ivristone y Reina de los Dos Reinos. ¿Podéis vos?»

Breve fue el lapso entre su pregunta y mi respuesta. Mas lo suficientemente extenso para que cruzara mi mente un tropel de ideas. El amor que sentía por Elvira, tan fuerte como la vida misma. El honor de mi difunto padre, el rey. La suerte del reino. Mi porvenir, pues no había conseguido hasta entonces otra cosa que acumular experiencia, pero fracasado en el empeño de vengarme de aquel gran burlador que era Thumber. El destino de mi hueste, la de mis fieles tanes. Raegnar. El trono del Reino del Norte, que difícilmente alcanzaría solo. Me sumergía todo ello en horribles dudas, pues con rectitud nada había logrado hasta entonces. ¿Podría yo renunciar a todo ello? Acabé replicando a su pregunta: «No puedo».

Se dulcificó la faz de Ethelvina, cedida la gran tensión de su espíritu. Se acercó a mi cuerpo, su rostro tan próximo al mío que me envolvía con su aliento, y me transmitía su cálido influjo: «Quedaos esta noche. Se reforzará con ello nuestro pacto».

En aquel instante, no antes, me percaté cuan ridículo había sido vestir loriga y ceñir espada y puñal, receloso de cualquier traición de aquella dama que ahora sonreía mientras me despojaba de tal indumento guerrero en forma tan natural que no podía azararme. Sin embargo, me sentía íntimamente grotesco. ¿Conocía que de acuerdo con el consejo de Teobaldo había alejado a todos los nobles, pretextando misiones importantes, para desasistirla, llegado el caso, de estos partidarios y sus respectivas escoltas? Pues tenía comprobado que Ethelvina no envió mensaje alguno en solicitud de ayuda, ni siquiera a los bastardos y nobles díscolos que fácilmente se hubieran unido para derribarme o combatirme cuando menos.

Recuperó aquella noche su felicidad. Cuando me disponía a marcharme, antes de las primeras luces de la mañana, me despidió con estas palabras: «Corred a los brazos de Elvira. Referidle que no renuncio a vos. Que tampoco me importaría compartiros con ella si fuera yo vuestra esposa, pues al fin soy madre. Y que del mismo modo permitiré vuestro matrimonio si ella consiente. Contádselo. Y decidle también que acuda a mi cámara para sellar el pacto».

No oculté a Elvira mi satisfacción por tan feliz desenlace. Sin revelar el plan secreto contra Raegnar, pues que mi honor me obligaba a guardar la discreción jurada con Ethelvina, le expuse cuanto me era permitido mencionar; confiaba en que se regocijase al desaparecer, tan repentinamente como habían surgido, los peligros y obstáculos levantados contra nosotros. De tal modo que Elvira conocía ahora mis esperanzas y las de nuestra señora.

Persistió en la desconfianza, pues insistía en conocer a su madre mejor que cualquier otra persona. Alegaba que mantendría su palabra mientras le conviniese, pues ningún juramento la obligaría cuando cambiase su voluntad. Porfié, no obstante, en que la visitara como había requerido. Y se diera cuenta -en esto la insté a guardar secreto conmigo bajo juramento- de que en cuanto concluyera lo más perentorio, acometería con rapidez la invasión del Reino del Norte, del que conseguiría hacerla reina. Y una vez conquistado, mantendríamos con Ethelvina las ligaduras que deseáramos, pues que entonces las posiciones habrían cambiado favorablemente. Mientras que ahora dependíamos de su voluntad para el cumplimiento de nuestros designios. Tuviera presente que tanto nos importaba a ella como a mí salvar nuestro amor como lo más valioso que entre ambos existía, para lo que cualquier sacrificio habría de resultarnos leve.

Elvira acabó aceptando concluir un acuerdo con nuestra señora. Y si Ethelvina se reservaba en mente quebrantarlo cuando le pareciese, nosotros, con la misma reserva, convendríamos en cumplirlo mientras nos fuera conveniente. En cuanto a mí, personalmente, también desarrollaba el doble juego para lograr mi felicidad y mis sueños y deberes, torciendo los caminos. ¿Qué importaba si me llevaban a buen fin? Teobaldo usaba aquel recurso y por ello era alabado.

Ethelvina aguardaba, con atavío de reina por su riqueza y esplendor. Su belleza imponía serenidad, enfrentada a la frescura e ingenuidad de Elvira. Al observar los acicalamientos extremados de ésta, me daba cuenta de que entre ellas se imponía la rivalidad, pues lucían tanto su belleza como las artes femeniles pueden para realzarla. Y sin duda lo creían más importante que la solemnidad del encuentro, de tanta repercusión sobre nuestro futuro y el de los reinos.

Ethelvina habló primero, después de contemplarme agudamente: «Conocéis la materia, hija mía. Os lo he propuesto como madre, pues que os amo. Ya que como mujer os consideraría rival y nada me detendría. Incluso encendería la guerra si con ello consiguiera el triunfo».

Fue Elvira una completa sorpresa para mí. Al hablar reveló una meditación profunda de las palabras y los actos. Pensé que había madurado en una sola noche, pues que se acostó niña.