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Noticia cruel que todos deploramos. Hasta Ethelvina mesó sus cabellos con desesperación, sin ocultarse ante los hombres, aunque era la primera vez que manifestase en público unos sentimientos de dolor, con ser tan naturales. En muchos momentos después pensara yo si lo eran, en verdad, para ella. Hubo que consolarla, y los nobles de Ivristone, también nosotros, tuvimos cuidado hasta que se sobrepuso. Su duelo nos era justificado, pues la marcha de Thumber significaba perder definitivamente a Elvira. Tanto era el dolor que reflejaba Ethelvina como el mío. Toda la tropa se lamentaba, por la desgracia que ensombrecía la victoria. Triunfo que hasta los soldados de Ivristone consideraron justo, aun cuando no hubiesen participado en el combate, pues entendieron que era la revancha y venganza merecida por nuestros hombres, después de tantos años de perseguirla.

Triste nos resultó la jornada, pese al éxito rotundo. Aunque nos proporcionó la satisfacción de ver reunida la mesnada. Sólo nos faltaban Aedan y Penda, a quienes confiábamos encontrar pronto. Nos abrazamos todos. Recibir al valiente Alberto me llenó de júbilo.

Despachamos correos a Aedan y Penda para informarles del feliz resultado de la batalla, y nuestro llanto por no encontrar a Thumber y haber perdido a Elvira. Les prometimos reunimos con rapidez. Cabalgaríamos día y noche. Concertaríamos durante la marcha el lugar de reunión y el momento, para atraer a Raegnar con sus tropas donde nos fuera más conveniente. Urgía, antes de que nos paralizase el invierno.

A algunos heridos hubimos de obligarles a reembarcar, pues no querían abandonar la mesnada. Repuesta de su dolor, Ethelvina organizó el regreso de los barcos, que llevaban a las doncellas cautivas, quienes soñaban alcanzar sus hogares.

Por tierra nos siguieron los carros con la impedimenta. Conforme nos adentrábamos crecía nuestra confianza. Acudían los paisanos a recibirnos con muestras de su alegría por nuestra llegada, y nos animaban a exterminar a los opresores, los odiados danés, Raegnar y sus nobles, verdugos y asesinos de nuestro pueblo. Me reconocían legítimo heredero de su amado señor, y me pregonaban rey coronado. Era Ethelvina quien durante el viaje tenía a su cargo la custodia del cetro y la corona, quien la mostraba al pueblo que la aclamaba. Los paisanos y campesinos quedaban con la impresión de haberles llegado la liberación y su soberano, cuyos símbolos podían contemplar con sus ojos, inundados de lágrimas. Los jóvenes nos pedían armas y alistarse en nuestras filas. Un clamor de victoria y júbilo que a todos nos transía de emoción.

El pueblo vigilaba la presencia de espías enemigos, a los que colgaban de los árboles a la orilla de los caminos. Impedían así que Raegnar conociera nuestra situación. Nuestros propios exploradores podían llegar exhibiendo el sello que les garantizaba. Magnífica organización la de Cenryc. Nos ofrecían tal cantidad de víveres que sólo tomábamos los que pudiéramos necesitar, ya preparados en carros, conducidos por sus propios hombres, que venían a engrosar la tropa. Pronto sumaban cinco mil los que cabalgábamos, otros a pie, camino de la reunión con Aedan y Penda y sus diez mil soldados de Ivristone.

Cuando llegamos por las cercanías nos alcanzó un mensajero de Aedan y Penda. Traía el plan concebido por el primero para enfrentarnos a Raegnar, que cabalgaba con doce mil soldados en pos de ellos, quienes le confundían con hábiles maniobras para ganar tiempo a la espera de nuestra llegada. Tan perfecto resultaba como cabía esperar de su reconocida genialidad militar.

Maniobramos oportunamente y cuando Raegnar, ignorante de nuestra posición, vino a percatarse, se hallaba en el centro de una gran llanura, con dos ejércitos que le acosaban en orden de batalla, uno al frente, el otro a su retaguardia. Se encontraba cercado. ¿Sabría que Thumber no acudiría en su ayuda, a pesar de haberle enviado mensajes en solicitud de apoyo? ¿Era consciente de haber sido superado? ¿Se les acrecentaría el ánimo ante la dificultad, como los salvajes que sucumbieron gloriosamente en el refugio, o por el contrario se les helaría la sangre?

Mas, danés eran en cualquier caso: sangrientos y temidos enemigos establecidos veinte años en nuestro reino. Viejo decaía ya Raegnar, perdidas las virtudes que antaño le valieran fama, díscolos sus nobles, anarquía por doquier. Cada señor explotaba, avasallaba y robaba, ávidos de riquezas, poseedores de inmensos tesoros. Mientras el pueblo miserable era atacado y diezmado por sus tiranos, expoliado como enemigo. Muchos eran los nobles, paisanos y hasta religiosos, que no pudieron soportar la ignominia de semejante esclavitud, y organizaron bandas con las que se refugiaron en los bosques. Para subsistir asaltaban a veces aldeas y haciendas, robaban cosechas y mujeres. Un país sometido al bandidaje, a la depredación constante, sin gobierno y sin ley, donde hasta los amigos se convirtieron en verdugos.

Grande era el número de combatientes, pero la batalla no fue gloriosa. Raegnar emprendió la huida con quinientos caballeros, en busca de la seguridad de los muros de Vallcluyd. Los guerreros danés lucharon furiosamente hasta sucumbir. Pero los soldados, reclutados entre los campesinos, abandonaron las armas y huyeron. Muchos se nos entregaron. De tal modo pronto acabó la contienda. Que nos dejó el dulce sabor de la victoria y la amargura de un enemigo cobarde que nos privó de la gloria de un combate singular, que no merecía menos la conquista de mi reino. Me humillaba recuperarlo contra un felón, cobarde y traidor como me parecía Raegnar, que abandonaba a todo un ejército. El encuentro con Aedan y Penda nos colmó de alegría, mas no fue suficiente para calmar mi tristeza y mi ira. Tampoco los consuelos de Ethelvina cuando nos reunimos en la tienda. Intentó coronarme, colocando sobre mis sienes la pesada corona que me entregó mi padre, mas la rechacé. Quería recibirla con gloria; no la tendría hasta derramar con mi espada la sangre de Raegnar, que corrió a esconder su cobardía tras los muros de un castillo.

Acudieron los cinco valientes tanes y el obispo. Alegre era la ocasión a pesar de mi tristeza. Todos se lamentaron de la huida de Raegnar, de la ausencia de Thumber y la pérdida de Elvira. Ethelvina aparentó agradecerles su preocupación por la princesa, mas el corazón me estaba diciendo que se alegraba.

Reunidos todos, examinamos la situación. Los informes del castillo revelaban que a lo sumo se encerraban allí un millar de hombres. Decidimos dirigirnos a Vallcluyd para el asalto. Todos conocíamos bien y sabíamos que Raegnar lo había reconstruido. Importaba presentarse antes de que pudieran reforzar las defensas o acumular mayores tropas.

Hicimos piras con el millar de muertos enemigos, sin honores, que no merecieron. Honramos, en cambio, a los que sucumbieron en nuestra defensa, que apenas contaban cien. Tan deslucido resultara el encuentro que apenas si algunos valientes guerreros tuvieron oportunidad de morir.

De camino tratamos con Aedan sobre el asalto al castillo. Al ser danés el millar de defensores, afectos a su rey, lucharían hasta la muerte. Y el tiempo caminaba rápidamente hacia el riguroso invierno, que nos obligaría a suspender la campaña si para entonces no estaba concluida llegaron bandas armadas de hombres que permanecían en los bosques, paisanos que acudían desde sus poblados, deseosos todos de luchar contra sus opresores, que era unánime el grito y nos consideraban libertadores. Avisaban a otros grupos y otros poblados, y todos engrosaban la tropa. Otros caminaban a marchas forzadas, por distintos senderos, en dirección a Vallcluyd, que concitaba todos los odios.

Cuando llegamos a la llanura donde se asentaba el castillo ya en el bosque cercano trabajaban sin descanso millares de hombres en el corte de madera, atando gavillas, acarreando el material; y multitud de calderas derretían grasa y pez. Todo el pueblo voluntario colaboraba en la lucha contra el invasor enemigo, escondido tras los muros, al acecho, agazapados, no sabemos si con el temor que causa la contemplación de las multitudes enfebrecidas por el odio, como un hormiguero que avanza.