Cierto que los danés eran bravos. Pero la vista de aquel hervidero humano que ya alcanzaba los veinticinco mil hombres, con los pertrechos abundantes y la participación del pueblo, habría de mermarles la confianza de resistir. El espectáculo de todos los vasallos levantados contra sus verdugos, que nos acogían y ensalzaban como su legítimo rey, nos llenaba de orgullo y confianza. Todos conscientes de que aquélla era una lucha contra el invierno, más temible que el mismo enemigo.
Se imponía un asalto fulminante, pero bien organizado, capaz de romper la resistencia del millar de guerreros danés apostados tras los fuertes muros. No era tarea fácil, pero nuestros seguidores lo convertían en posible. Nos infundían valor con su trabado y entusiasmo.
Construimos con brío torres de ataque sobre ruedas, amplias de base, que pudieran ser arrastradas hasta las murallas, y convertirlas en plataformas a la altura de las bien almenadas torres. En tanto número que hicieran posible atacar el perímetro en toda su extensión, para lograr la dispersión de los mil defensores, lo que les debilitaría. Nuestra abundancia de tropas lo permitía. Desde allí inundaríamos al enemigo con dardos, arcos y ballestas, y teas para incendiar la pez y la grasa que les sería llovida por catapultas, de modo que los defensores se vieran imposibilitados de rechazar a los que saltasen sobre el muro.
Se construyeron cobertizos para que los guerreros llegasen al pie de la muralla y de las puertas protegidos contra las armas arrojadizas y el fuego, para manejar arietes contra las poternas y entradas del castillo. Dispusimos un par de ellos de gran peso y envergadura contra la puerta principal, que era de gruesa madera claveteada de hierro.
Todos entendíamos que no quedaba tiempo para usar zapadores que derribaran lienzos de la muralla, tarea pesada y lenta que no permite trabajar a multitud de hombres al mismo tiempo. Tiempo, lo único que nos era limitado y escaso.
En una semana ultimamos los preparativos. Las tropas y el pueblo dispuestos al asalto. Las torres, situadas alrededor del castillo, representaban la gran amenaza. Las catapultas, instaladas también en torno, levantaban su gigante brazo terrible, con gran acopio de gruesas piedras y barricas. Los arqueros y ballesteros provistos de inagotable provisión de saetas. Cada guerrero con resuelto ánimo y las armas prontas. En todos imperaba la determinación de iniciar el combate y concluirlo con la rendición o la muerte del odiado enemigo. Nadie confiaba en que se entregasen. Tampoco nosotros estábamos dispuestos a perdonarles la vida. Y los sitiados, con Raegnar a la cabeza, debían de adivinar que les era llegada la última hora, desesperanzados de resistir la tormenta que se les presentaba ante los ojos.
Imposible resulta narrar aquella lucha. Todos, paisanos y guerreros, fuimos asaltantes. Pero la gloria de pisar los primeros la muralla se reservó a nuestra mesnada. Se llevó el asalto con tal intensidad, y en forma tan organizada y continuada, a lo largo de todo el perímetro, que los defensores eran insuficientes para cubrir todo el frente. Las torres ofensivas tan numerosas, su dotación de arqueros y ballesteros tan considerable, que superaban a los defensores, que no encontraban amparo ni siquiera en las almenas, heridos por todos los ángulos. Esto hizo posible que nuestra mesnada pusiera pie sobre la muralla, y sorteando los incendios provocados por el material arrojado mediante las catapultas, se iniciara la lucha dentro de la fortaleza. Cuya puerta cayó abatida ante el impulso de los arietes, y del mismo modo se destruyeron las poternas. Una riada de guerreros penetró por las brechas que abrieron los paisanos hasta el patio central. Aunque multiplicaron su valor, los defensores eran impotentes para contener tal avalancha, acosado cada uno por diez aguerridos atacantes. Todos realizaron proezas. El mismo escenario de nuestra derrota, cuando murieron mi padre y sus amigos, se convertía ahora en palenque de nuestra gloria, donde quedaría purificado nuestro mancillado honor.
Todos los guerreros eludieron enfrentarse a Raegnar: recibieron mi orden de hacerlo. Incluso Aedan le encontró durante la lucha y con el solo intercambio de algunos golpes defensivos le dejó. Lo mismo aconteció con Teobaldo y Cenryc. Cuando le tuve frente a mí, me rebosaba el corazón ante el anuncio del final de una espera de veinte años.
Cubierto con el escudo, Raegnar empuñaba firmemente la espada. Aparecía erguido entre la multitud de combatientes que se prodigaban acometidas a nuestro alrededor. La lucha se decantaba a nuestro lado. El final nos sonreía feliz, aunque sangriento, pues gran mortandad reinaba sobre la fortaleza, donde nadie esperaba cuartel. El odio de los atacantes quebrantaba la resistencia de los defensores, mas no les disminuía el valor, que sólo cedía ante la muerte. Y a fe que todos la tuvieron gloriosa. Murieron como héroes.
En viéndome, Raegnar adivinó que se enfrentaba al legítimo heredero del reino que usurpaba y maniobró despacio para hacerme frente, mientras me estudiaba. Quizás en sus ojos pudiera leerse la determinación de los desesperados, pero no tenía tiempo de averiguarlo. «¡Prepárate a morir!», le grité con rabia macerada durante muchos años, en mis pupilas la visión de aquella trágica jornada en que, niño aún, abandoné el castillo donde sucumbiera mi padre, el rey. «¡Soy mi propio paladín para vengar al rey, mi padre, que no fuiste capaz de matar con tu propia espada!»
Raegnar era viejo, mas un viejo demonio de resistencia y habilidad. Ensayó todos los trucos y los secretos aprendidos en larga vida de combates. Impensable fuera que se ajustase al código de los caballeros cristianos. Pero me encontraba acostumbrado a lidiar contra paganos, y aunque poderoso no alcanzaba en astucia y experiencia a Thumber, el gran ausente, al que hubiera preferido enfrentarme en tan gloriosa jornada. Y aunque cada golpe de Raegnar arrancaba un trozo de mi armadura y abollada mi escudo, y brotaba mi sangre por gran número de heridas, por fortuna ligeras, finalmente mi furia acabó debilitando sus fuerzas. Cuando logré arrinconarle quedó contra el muro: desde allí me contemplaba, la espada hacia el suelo, el escudo caído, sin fuerzas. Pero sus ojos no solicitaban clemencia ni reflejaban el estupor que debe de sentirse ante la muerte. Al contrario, me aguardaba sereno, desafiante.
Alcé la espada y de un solo golpe hendí el casco y la cabeza se partió en dos mitades hasta los hombros. Con este tajo, que era el postrero de aquella lucha, descargué mi alma del odio que la aprisionaba. Pues desde aquel instante y durante el transcurso de mi vida imperó en ella la serenidad y la prudencia debida a un rey, y fui gobernante y regidor, olvidado de las fuertes pasiones que me condujeron hasta aquel momento supremo de mi existencia.
Me senté un momento y cerré los ojos para encontrarme a mí mismo. Pienso que es el ánimo el arma maravillosa que adapta al hombre ante las circunstancias.
El clamor de las tropas y los paisanos se levantó sobre el atardecer, reflejado sobre las nubes el incendio de la fortaleza, con lo que el cielo y la tierra fulgían tintos en rojo, de fuego y de sangre. Ascendí hasta la torre del homenaje, seguido por mis valientes tanes más Ethelvina, que siempre era acompañada por el obispo. Contemplamos el castillo a nuestros pies, la llanura, las tropas y paisanos, el bosque, el cielo incendiado por el reflejo de las llamas que ya se afanaban en apagar después del clamoreo de la victoria.
Tan intensamente como se dedicaron a destruir se aprontaban ahora a reparar los daños, despejar escalinatas y murallas, arrojar fuera cuanto estorbaba después de la batalla.
La antigua enseña del reino ondeó en el mástil. Los ojos estaban inundados al tiempo que los brazos se cerraban sobre el amigo en interminables, apretados abrazos.