Partió algunos días después, pese al hielo, pues no deseaba demorarse más; antes bien parecía gozarse del sacrificio y riesgo que le imponía el rigor del invierno.
Yo creía adivinar la razón de su prisa por abandonarnos. Aunque implicaba un reproche, lo amaba. No podía olvidar que era el único hombre al que consideraba bendito, envuelto en el resplandor que iluminaba su figura, con la premonición de un destino en el que había estado incluido, o continuaba estándolo, que ahora lo ignoraba, mientras le veía alejarse. Pensaba que si mi predestinación estaba cumplida hora sería de que partiese; si contrariamente se hallaba incompleta, Dios dispondría lo necesario para que volviéramos a encontrarnos. Nadie podía adivinar el futuro, incierto siempre e ignorado. Ethelvina no parecía dudar. Respetaba al obispo a través de mí, pues conocía mi devoción por aquel santo hombre, lo que influía para que expresase su enojo con sólo las palabras de obispo ingrato. Le satisfacía decidiera ausentarse, pues no le gustaba el tono crítico y de reproche que nos había dirigido.
Cuando me sentía triste o preocupado, Ethelvina me decía lamentar como madre el destino de Elvira. Pero escogiera por libre voluntad unirse al rey pagano, de lo que no podíamos culparnos. Encontrábase ahora en su reino, distinguida con tratamiento real, según sabíamos por las esclavas rescatadas en el refugio. A nosotros sólo cumplía gobernar nuestra existencia y apurar nuestro destino, como ella hiciera con el suyo. Si se excluyera por propio deseo, ¿quién podría reprocharnos?
Ethelvina tenía la virtud de sosegar mi espíritu con sus razones. Ignoraba que Elvira llevaba en sus entrañas un hijo mío, y que este recuerdo poblaba de pesadillas algunas de mis noches. En el fondo de mi alma quedaba una perenne interrogante sin respuesta. Una desazón. Una inquietud.
Invadimos el sur en la primavera. Tan simple se auguraba la campaña que no cabalgué al frente del ejército. Lo hicieron Aedan y Alberto; en sólo dos encuentros derrotaron y mataron al rey, y el reino quedó sometido. No sin gran dolor nuestro, pues sucumbió Alberto por una herida recibida en el costado, inferida por un simple peón que le atacó por la espalda cuando tenía trabada contienda con un caballero enemigo. Ignominiosa hazaña la del peón. Jamás he lamentado tanto un triunfo, al privarme de uno de mis queridos aldormanes. Le tributamos todos los honores que son debidos a los héroes.
En el verano visitamos el nuevo reino para ser reconocidos en aquella corte como Reyes de los Tres Reinos. El proyecto de Ethelvina caminaba hacia su cumplimiento.
Permanecimos un mes en el castillo de Ivristone. Mi reina Ethelvina no cesaba de planificar la paz y discurrir mejor ocasión para la guerra. Meditaba ahora un sueño definitivo: el País de los Cinco Reinos. Y aunque el empeño consumió bastantes años, lo conseguimos.
Pero antes de ser consagrada emperatriz se sintió acometida de repentina enfermedad. Cuantos físicos, alquimistas y astrólogos fueron reunidos, resultaron incapaces para conservarle la vida.
Despidióse de mí con un beso furioso y salvaje, en el que empleó, sin duda, las energías que hasta entonces había conservado, pues en el arrebato de pasión dejó la vida.
Con sus últimas palabras me expresó el orgullo de haber culminado su obra, aunque no le fuera permitido gozarla, pero quedaba yo como Señor y Rey de los Cinco Reinos.
No mencionó a Elvira.
En estos últimos años no había sido pronunciado su nombre en nuestras conversaciones.
IX
Desde la perspectiva del tiempo, al contemplar nuestros actos encontramos iluminados los ángulos que antaño quedaron en penumbra, y cobran nueva significación.
No me causó dolor la desaparición de Ethelvina. Me doy cuenta de que este reconocimiento merma mi cualidad humana, mas fuera falso si dijere lo contrario. La realidad es que con los años extrañaba más la falta de su hábil consejo de regidora que las caricias de amante. Pues llegué al convencimiento de que nunca se comportara como una esposa.
Muy al contrario ocurría con el recuerdo de la dulce Elvira. Cada vez más persistente a través del tiempo, se me revelaba muy hondo el sentimiento de la ausencia, el dolor de la evocación. Mis estancias en el castillo de Ivristone tornábanse en calvario, pues cada piedra me hacía revivir los momentos que laceraban mi alma. Remordimiento por haber renunciado a ella. ¿Y qué podía hacer si se convirtiera en esposa de otro hombre, mi peor enemigo, por propia voluntad? ¿O existieron otras razones? ¡Oh, enigma angustioso que nunca me abandonó!
Las dudas me impedían el sueño y me arrebataban el sosiego. Y con los años se incrementaban. ¿Nacería nuestro hijo? ¿Viviría? ¿Cuál podría ser su vida? ¿Y la de Elvira? ¿Habría comunicado a alguien el secreto? ¿Lo conocería él? Tantos años transcurridos, tantas preguntas sin respuesta, tantas horas para incrementar la angustia, sin confiar a nadie mis sentimientos, pues todos los vivos tenían olvidado cuanto ocurrió. Mantenerme terco en la soltería, a pesar de la insistencia de todos, lo imputaban al amor, siempre vivo, de Ethelvina, la reina que ellos conocieran. El tiempo llega a sedimentar en nosotros un fondo insondable de ausencias, y cada uno que se marcha nos hace morir un poco: si nos entretenemos en la madeja del pasado ya hemos comenzado a morir del todo. Se imponía utilizar el recuerdo para encontrar energías con que afrontar el presente y caminar hacia el futuro, flecha que nos proyecta en la vida. Aunque, a veces, resulte amargo.
¿Qué diría de la muerte de mis fidelísimos y queridos aldormanes? Cada uno llevó consigo un trozo de mi alma. Los afanes expansivos de Ethelvina condujeron a la muerte primero a Alberto, unos años más tarde a Aedan. Ellos me entregaron unido el País de los Cinco Reinos. Convirtieron en realidad el sueño de cuantos reyes me precedieron. Ningún pensamiento asaltaba mi mente en que no estuviera la imagen de ella, para la que no guardaba amor ni odio. Ya que entonces habría de odiarme a mí mismo. La pretendida influencia que sobre nosotros se ejerce, consiste muchas veces en que encontramos en la otra persona una reciprocidad, espejo donde se refleja nuestra propia imagen que hasta ese momento no había encontrado definición. ¿Qué podemos, entonces, reprocharle?
Penda murió gloriosamente como siervo de Cristo. Visitó Roma con el cortejo más numeroso y espléndido que llevase obispo en el mundo, que llegó a merecer hasta la admiración del Papa, quien comentó cómo se adivinaba el amor en que le tenía su señor, pues que le enviara como si fuera rey. Le entregó el pallium. Un año después lo elevé a arzobispo primado, y lo era de los Cinco Reinos cuando una enfermedad se lo llevó de entre sus amadísimos fieles, en cuyo favor consagrara sus días desde que entrara en religión. Nunca sentí mayor desconsuelo. Me hizo recordar a nuestro obispo innominado, que marchó de peregrino a Roma para conseguir el perdón del Papa y buscar después a Elvira y a mi hijo. ¿Moriría asesinado en cualquier sendero a manos de salteadores, pues no teníamos sus noticias? Dios le protegería, ya que era santo. ¿Y en qué consistía mi predestinación, ido él? Escalada la más alta cima a que pudiera conducirme la ambición de Ethelvina y aun la propia, envidiado y temido por todos los reyes de allende el mar, se encontraban incumplidos los ideales que me movieron desde el fondo de mi sentimiento. Largo intervalo aquel desde que mi padre me alejase del castillo en vísperas de su muerte, hasta la batalla del Estuario del Disey, que cambiara el rumbo de mi vida. Había sido constante la tortura de una pregunta: si aprovechaba separarse del sendero justo. Pues en vez de hacerme feliz lo alcanzado, me atormentaba el recuerdo de lo perdido.
Triste espectáculo el de mi interior, que sólo yo conocía, comparado con el boato y admiración que inspiraba a cuantos me rodeaban, agasajado y adulado como poderoso Rey de los Cinco Reinos. El más valiente y admirado entre todos los caballeros cristianos. Mientras hubiera preferido ser uno de mis aldormanes, muertos con honor en el ejercicio de las armas. Quienes alternarían con gloria entre los héroes participando con ellos en las incruentas batallas, junto a los dioses.