Concluyó sus días Teobaldo virtuosamente, como empleara todos los de su existencia. Tan organizado y pertrechado dejó el País de los Cinco Reinos que noticias no se tenían de otro territorio con mayor número de fortalezas, guarnecidas con diestros soldados, que infundían pavor a los ambiciosos que hubieran deseado atacarnos. Se marchó satisfecho de haber cumplido cuanto le mandé, con mayor perfección de la que podía esperarse, que era su gloria. Quizás su única insatisfacción consistió en morir de enfermedad, en vez de en el campo de batalla en defensa de su señor. Mas todos no merecemos el mismo honor, y aunque insatisfecho no le produjo inquietud, pues cumpliera cuanto juró. Y por ello le amaba.
Pero ninguno fuera tan amado como Cenryc. Sobrevivió a sus antiguos compañeros y llegó a consumirse en un recorrido de más de ochenta años, mi querido padre, mi tutor, mi sabio amigo, mi compañero, mi servidor, mi esclavo. Lo amé más que a mí mismo, pues que yo me traicioné; en cambio él fue fiel consigo y conmigo hasta su postrer aliento: «Aunque me defraudasteis os he servido fielmente, ya que me cumplía estar con vos sin juzgar el móvil de vuestros actos». Se humedecieron sus barbas con mis lágrimas, pues sus ojos los mantuvo secos hasta entonces, y le rogaba que no se despidiera de mí como servidor, sino como padre. Entonces contemplé cómo corrían las suyas por los largos cabellos de su nobilísimo rostro; realizó un supremo esfuerzo para incorporarse cuanto le fuere permitido, y nos abrazamos. Consumió el último rastro de energía que le quedaba en acercarse a mí, antes de volar su alma a reunirse con la de los héroes. Aunque nunca se lo pregunté, tengo para mí que mi imagen la llevó fundida siempre con la de mi padre, de modo que jamás abandonó a su antiguo señor. Tanta era su fidelidad que nunca existió para sí mismo. Si la tristeza de perder a su antiguo señor le atenazó siempre, ¡cuánto le atormentaría comprobar cómo olvidaba yo el sagrado juramento de vengarle en su asesino! Sin un reproche. Como si arrastrara una cruz. Que tanto hemos de perdonar a los que más amamos.
Si el recuerdo de Elvira convirtió en insoportable la permanencia en Ivristone, ominoso se tornaba Vallcluyd, porque de nuevo se me revelaba el espíritu triste y lleno de súplica del difunto rey, mi padre, que continuaba reclamándome la venganza. Pues nuestro enemigo, y asesino suyo, vivía. Su honor mancillado no le permitía convivir y alternar con los héroes, al no serles igual en dignidad, pues allí se canta a la gloria sin atisbo de mancha. Se lamentaba de que Cenryc, impoluto en su honor, no participase tampoco en sus juegos y entretenimientos, pues al quedar excluido su señor se abstenía. Que su fidelidad se prolongaba más allá de la muerte. Huía de Vallcluyd, donde mi culpa tornaba insoportable el reproche del rey, mi padre.
Perseguir a Thumber se hizo imposible. Las fortalezas situadas en nuestro territorio imposibilitaban las fulminantes incursiones en procura de botín. Y sus ataques se espaciaban en vista de las considerables pérdidas que sufría. Marchar tras él para sorprenderle, como hiciera de antiguo, ya no era factible. Por lo que le envié en distintas ocasiones a mis heraldos para retarle a duelo singular en el lugar que él mismo escogiera, y me comprometía a acudir con sólo dos escuderos; tal desprecio sentía por lo que pudiera ocurrirme después de arrebatarle la vida a aquel demonio pagano, padre putativo sin conocerlo, como nunca le revelaría Elvira, pues en la confesión le fuera el honor y la vida.
Siempre escuchó impávido a mis portavoces, amparado en una sonrisa burlona, mientras le exponían mis cargos de traidor, felón, asesino, bandido, incendiario, salteador, ladrón, raptor, y otros sin cuento. Los golpes de clarín con que se anunciaban mientras flotaba en el aire el estandarte protocolario de Avengeray, Señor y Rey del País de los Cinco Reinos, no parecían incomodarle. Soportaba impertérrito la ceremonia rodeado de sus más allegados parientes, y una vez concluida la exposición y justificación del reto los despedía con una sonora carcajada que resonaba a burla y desprecio, con un «¡Presentad a vuestro señor mis respetos y los de mi reina Elvira, que también le envía sus saludos!» Avergonzados los heraldos de la vergüenza ajena, que jamás se tomaría a chanza un reto de Avengeray otro que no fuera Oso Pagano, pues que mi palabra causaba terror a quienes la recibían, simulaban no escuchar la ironía o burla, hacían sonar de nuevo los clarines, cumplían puntualmente todo el rito del momento y regresaban a darme cuenta. Ya el relato me resultaba familiar de tan repetido.
Tan inmensa como mi indignación era la de mis vasallos. Ninguno hubo que no ofreciera perseguirle hasta acabar con su vida, los infelices. Para muchos de mis súbditos de los Cinco Reinos, Thumber no era más que un cobarde, por rehuir el reto reiterado en varias ocasiones. Para cualquier caballero resultaba inconcebible. Mis caballeros eran unos, cristianos; otros, danés y norses largamente asentados en el reino, que buscaron voluntariamente mi protección y al jurarme fidelidad establecimos pacto de servicio. Tan grande cohorte llegó a formarse que donde me dirigiera permanecía rodeado y protegido por ellos, que ocupaban a su vez los cargos más distinguidos, así en la corte como en el reino. Lo que despertaba no poca envidia en otros nobles, poderosos y ambiciosos que soñaban mantener su hegemonía. Éstos, pese a disimularlo, en el fondo de su corazón me consideraban usurpador, aunque aparentasen reverenciarme. Sin embargo, no se me ocultaban sus verdaderos sentimientos, y de ellos me guardaba.
Mis servidores y compañeros recibían armas y caballos, heredades y territorios, tesoros y dineros, y se encontraban orgullosos de estar sujetos en fidelidad al más valiente, leal y generoso de los señores. Compartían mis alegrías sentados a mi mesa, donde se regalaban con mis manjares y bebían mi hidromiel, y cuando llegaba la guerra estaban preparados a morir. Pues yo combato siempre por la victoria, mientras ellos luchan por mí. Me son leales y honrados; aman lo que amo, odian lo que odio. Nunca, voluntaria ni intencionadamente, serían capaces de un hecho, de una palabra que me enojara. Bien aprendido les quedó de Cenryc. Cuentan con mi protección como merezca su devota lealtad y cumplo escrupulosamente nuestro contrato; cuido mucho compensarles con amplitud más allá de lo señalado por la ley y el honor, pues les amo tanto como ellos me aman.
Mas ninguno de ellos fuera servidor y compañero en otros tiempos, ni visitara mi pabellón donde sobre el cojín descansaba la corona y el cetro de mi padre, que conocieron sobre mi cabeza y en mi mano cuando me mostraba con toda la solemnidad real, situado por encima de todos los hombres, juez de la suprema justicia sobre la tierra, que somos reyes por voluntad divina. Desconocían a Avengeray, Rayo de la Venganza; rendían pleitesía y se prosternaban ante el Rey del País de los Cinco Reinos, su señor.
En los últimos tiempos prefería residir en los castillos del sur, Formalhaut, Menkalinan y Eltanin. Donde los nobles acudían a recibirme. Rehuía visitar Vallcluyd e Ivristone, pues los recuerdos y los fantasmas me perseguían en ellos. También porque mi presencia en los territorios del sur advertía contra su ambición a los reyes de la otra orilla, quienes en los días claros vislumbraban en el horizonte nuestras costas, y soñaban conseguir un trozo de nuestro gran reino. Mi presencia y el establecimiento de grandes concentraciones de tropas, apoyadas en fortalezas, trincheras y potentes construcciones defensivas, moderaban sus apetitos. Pues lo pagaron con sangre cuando lo intentaron.
A la sazón encaminaban sus ambiciones por otra vía. Me ofrecían a sus hijas y hermanas en matrimonio, dispuestos a enviarme siempre dos para que escogiera, al uso germano, que era el nuestro. Ofrecimientos que siempre rechacé. Quedaban entonces los embajadores con la impresión de que mi amor por la reina muerta era tan profundo que no cabía otro en mi corazón. E insistían en que precisaba un heredero, que sus princesas eran tan dulces y bellas que me despertarían el amor en cuanto las conociera. Esgrimían en su apoyo como argumento de mayor peso la razón de Estado, que se imponía, o debía imponerse, a los mismos sentimientos de mi corazón. Que es la esclavitud de los reyes.