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No menos persistentes se mostraban los conspicuos nobles de los Cinco Reinos. Alojaban a sus hijas en la corte, a las que instaban para que usasen de sus encantos en seducirme. Lo que era motivo de que no existiera sobre la tierra otra corte con mayor profusión de gracia y hermosura, pues era bello el espectáculo que ofrecían. Como enojosa la rivalidad que originaban mil pequeños conflictos entre familias deseosas de lograr una hegemonía. A la sombra de la cual procuré desarrollar una sociedad galante, adornada por el arte, donde el fasto y los artistas tenían gran acogida: se celebraban fiestas continuas, cantaban sus historias los juglares, sus predicciones los astrólogos, ejercían los médicos su sabiduría, prosperaban las mil artes que se desarrollan en las abadías, centros de estudios, y llegaron a su mayor florecimiento las órdenes monacales. Pues el ocio de un reino debe llenarse con esplendores. Nunca hubo otro más rico, mejor defendido, en mayor paz, donde brillaban los espíritus que deseaban elevarse sobre la cotidiana realidad de lo material. Sin olvidarse los ambiciosos de sus proyectos, que me sugerían concebir con sus hijas, fuera legítima o bastarda la descendencia, con tal de ganar una opción al trono.

Como la astucia de los demás me obligaba a extremar precauciones, gané fama de solitario, artista y músico, pues tañía la vihuela para acompañarme en mi retiro, que resultaba mi mejor defensa contra aquel acoso. No deseaba incrementar la lista de mis torpezas y crear obstáculos insalvables a mi hijo, habido con Elvira, si es que vivía. Pues jamás perdiera la esperanza secreta de encontrarlo un día y entregarle el trono, para compensar a él y a mi amada de los muchos sufrimientos soportados por mi culpa.

En ocasiones pensaba que podía ser un sueño considerar a mi hijo y a Elvira oprimidos por la desgracia, en espera de que los rescatase. Me confortaba pensar que aguardaban ansiosamente reunirse conmigo, que me amaban, como yo les amaba.

Tales sentimientos de culpa, recuperar a Elvira y a mi hijo y vengar la muerte de mi padre, el rey, cuyo espíritu me acosaba con sus apariciones, devinieron en obsesión. Y como Thumber había desistido de atacarnos, pues se dirigía a otros reinos por más fáciles, me acometió la decisión de ir allí a matarle o a ser muerto. Y de no conseguirlo recluirme en una abadía o marchar de peregrino a Tierra Santa, o esconderme en algún rincón ignorado de los vivos, para acabar mis días en el santo ejercicio eremita.

Mandé aparejar un barco y llevé conmigo, además de los marineros, cuatro escuderos, sirvientes y un cirujano. Los astrólogos anunciaron el fin de los tiempos, según deducían del movimiento de los astros y su conjunción. Las estrellas y cometas parecían escapar a sus órbitas y recorrer el espacio con sus senderos desconcertados, precursores de enfermedades y cataclismos; sucumbirían los hombres por el hierro y el fuego, que se anunciaba como nivelador de todos los pecados. Con lo que si perseguían frenarme lograron estimularme, pues anhelé entonces enmendar mis muchos yerros mientras Dios me concediera tiempo para ello.

Nos hicimos a la vela, rumbo a la esperanza.

Por los espías que desde tiempo atrás enviaba regularmente, sabía los movimientos de mi enemigo, que usaba a la sazón organizar invasiones por las costas del sur y el oeste del gran imperio del Andalus, donde reinaba un poderoso califa. Tan osados llegaban a ser los vikingos que escrutaban las costas en busca de anchos ríos por los que remontar sus naves y saquear el interior, donde sembraban la ruina y la muerte. Era fama que tras ellos quedaba la desolación y el terror, lo que me era bien conocido. Sin límites en sus ansias de conquista penetraron hasta el fondo del Mediterráneo, y asolaron las ciudades de ambas bandas, como Bizancio y Alejandría. Y donde no alcanzaban los barcos, cabalgaban, de modo que nada apetecible estaba seguro.

Cuando los espías señalaron el movimiento de una poderosa flota vikinga que se hacía a la mar desde el país de los normandos en que se habían reunido muchos reyes, con el propósito de llegar al mismo corazón del Andalus, la joya de Córdoba donde residía el califa, dirigimos la nave a la desembocadura del ancho río que regaba la ciudad y subimos hasta Sevilla, que ya fuera azotada por los bandidos en otras ocasiones, así como otras muchas poblaciones de la ribera. Nos recibió el gobernador con gran pompa y solemnidad, enterado de mi condición, y luego de informarme que debía proseguir el viaje por tierra, me facilitó una escolta y envió mensajeros a Córdoba para avisar al califa de mi llegada. Que se produjo ante la expectación de aquella ciudad acogedora y monumental, donde la gloria de sus gobernantes se reflejaba en las construcciones y templos, como en los palacios y defensas. Fastuoso en verdad y como producto de un sueño.

Nos recibió el Príncipe de los Creyentes con gran simpatía y afecto, y se congratuló de nuestra visita. Nos hizo los honores que cumplían a rey tan poderoso con el que desde mucho atrás intercambiaba cartas e información, y hasta me hiciera ofrecimiento de enviarme cuantas mujeres deseara para alegrarme en mi viudez, las tomara como esposas o concubinas, que tenía para ofrecerme princesas de sangre real, y mucho le hubiera contentado que aceptase una alianza entre nuestros dos reinos.

Informé a mi amigo el califa de cuanto me convenía decir, esto era, que perseguía a Thumber, a mi enemigo, motivo de mi desgracia, y noticias tenía de su llegada en potente escuadra organizada entre todos los bandidos del mar septentrional.

Dijo que a su debido tiempo fuera prevenido, y procediera rápidamente a movilizar un ejército de trescientos mil hombres, al mando de los cuales pusiera al temido Almansur, azote de los no creyentes, látigo de Alá (¡que su nombre sea alabado siempre!), a la vez que organizaban una escuadra de mil navíos reunidos entre todas las provincias marinas. Y que al tener noticias los mayus (¡Dios los maldiga!) de tan grande concentración como les aguardaba, dieron vuelta hacia el norte, con el propósito de invadir las ricas tierras del País donde concluyen los Caminos y reina el Iris, corazón religioso de la cristiandad, la segunda Tierra Santa, donde todos acudían a orar, como los buenos musulmanes en La Caba, ya que se acumulan allí ricos tesoros.

El Príncipe de los Creyentes usaba, como todos los de su raza, un lenguaje rebosante de circunloquios y exabruptos, dirigidos principalmente a los enemigos de Alá, al que siempre dedicaba una alabanza después de citarlo, como añadía una maldición (¡Dios los extermine! ¡Dios los haga perecer!) para los vikingos, que llamaba mayus. Y tanta era su desesperación por las antiguas razias que aquellos malditos habían corrido sobre el reino, pues asolaban los territorios y poblaciones, robaban, mataban, saqueaban, e incendiaban, como demonios poseídos del puro placer del exterminio, que, convertidos en azote de los creyentes y enemigos de Alá (¡Bendito sea nuestro Santo Profeta!), había decidido acabar con el peligro de una vez por siempre. Dispuso que Almansur cabalgase con la caballería por Morat y Coria hacia Viseo, capital del Reino del Iris, mientras subía la escuadra por la costa del oeste para aguardarle en el lugar convenido, donde el más ancho de los ríos se oponía a su marcha. La flota le sirvió de puente para pasar a la orilla opuesta. Desembarcaron entonces las fuerzas de infantería que se habían ahorrado larguísimas jornadas de marcha, y se aprovisionaron de víveres y aprestos. Aquel poderosísimo ejército continuó progresando hacia el norte e infundía pavor en todos los corazones: se abrió camino por montes y valles, como una marea que inunda la playa y se encrespa allí donde encuentra alguna oposición, como las olas con los acantilados y las rocas solitarias, y avanza como un rodillo que aplana cuantos obstáculos tropieza.