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«Aguardo vuestra respuesta», insistió, amplia la sonrisa, mientras contemplaba a su esposa con no disimulado orgullo y satisfacción.

«Oídla: mi señora reina, vuestra esposa -y aquí hizo una graciosa reverencia con ademanes andalusíes-, es mujer de tan caliente corazón como cerebro. Debe de amar muy profundamente a vuestro enemigo para comprar su vida a tan alto precio. Pienso que es mucho riesgo convivir con ella cuando sienta el corazón frío.»

Mi madre lo escuchó sin mostrarse ofendida, pero estoy seguro de que nunca lo ha perdonado. Tampoco podía rebajarse, siendo ella la reina y el bardo su súbdito.

Jamás se disgustó mi padre por cuanto hiciese o dijese, aunque fueran contrarias sus ideas. Le toleraba con una sonrisa lo que a otros hubiera ocasionado la muerte. Se limitaba a obedecerle cuando lo consideraba conveniente, y a dejarse conducir por sus impulsos cuando éstos resultaban más fuertes que su raciocinio. Sucedía, pues, que al debatirse entre la sabiduría del bardo y sus arrebatos, el estro poético de Mintaka le había forjado una personalidad legendaria, que si no respondía a una rigurosa realidad, sí le estaba cercana. Dijérase una realidad realzada por la fantasía.

Y era aquella fantasía, que no la realidad, la que amaba nuestro pueblo. Mientras la flota se encontraba fuera, «de vikingos», la imaginación de nuestras gentes la acompañaba en sus expediciones y participaba en sus aventuras. Cuando las hojas de los árboles se teñían de oro y cobre, pregoneras del otoño, los oídos se agudizaban para adivinar el largo sonido, ronco y cavernoso, de las trompas, repetido por el eco de las montañas que flanqueaban el fiordo, y se prolongaban por el cañón como una cinta sonora avanzando sobre el espejo de la encalmada superficie, que descansaba como si fuera un lago, donde se reflejaban las nubes y las laderas boscosas que la estrechaban amorosamente. Eran de ver el temor y la ilusión contenidos de aquellas gentes que aparecían expresados en la mirada: la esperanza del botín en unos, el miedo de haber perdido a sus padres, a sus hijos, a sus hermanos, en otros; siendo la ansiedad la que a todos gobernaba, aunque el dolor les quedase mitigado al conocer que tuvieran una muerte gloriosa y sus almas reposaban con honor.

Siempre el primer sonido de las cuernas y trompas despertaba ansiedad por distinguir si resultaba largo y prolongado, que anunciaba el regreso, o corto y repetido, que significaba emergencia, un ataque de otros enemigos. Llegaba la flota. Corrían los niños, detrás seguían las mujeres, y pasaban los hombres en sus caballos para tomar el camino que recorría la orilla por entre el bosque, en busca de los barcos.

Tomé mi caballo para incorporarme a aquella riada cuando me llamó el bardo, que expresaba su júbilo como los demás, pues se desbordaba entonces la ansiedad de una angustiosa espera de muchos meses, aunque disimularan el miedo cantando la gloria de sus hazañas guerreras, el destino de los valientes, que serían conducidos al Walhalla para reposar junto a los héroes, donde beberían el hidromiel de los dioses.

Espoleamos furiosamente nuestras cabalgaduras, compitiendo en la carrera. Nuestros animales se distinguían por su vigor, no existían otros más ricos ni de mayor prestigio en todo el reino, excepto el de mi padre; había cuidado de regalarnos los mejores ejemplares.

Alcanzamos la punta cuando las primeras dragoneras enfilaron el cabo del fiordo, para adentrarse en las aguas serenas y protegidas de aquella lengua de mar donde se contemplaban las flores y los abedules, difuminándose la luz con blanda luminosidad. Prorrumpimos en jubilosa exclamación por ser la primera Dragón Flamígero, la capitana que gobernaba el rey, con el alto porte de su codaste sobresaliendo por encima de todos los demás, rematado por un monstruoso dragón con las fauces abiertas, de las que exhalaba una pavorosa lengua de fuego. Tal era su expresión de furia y vigor, flanqueadas las descomunales mandíbulas de afilados dientes, que su contemplación infundía pánico en todos sus enemigos. Quienes al observar desde lejos el dragón que también aparecía pintado sobre la vela, proclamaban la llegada del rey Thumber. Lo mismo si se cruzaban en alta mar que cuando los guerreros esperaban en tierra el desembarco, no existía persona que no sintiera terror ante su imagen, que se anunciaba como preludio de desolación y muerte. Por ello, al llegar al fiordo arriaba la vela, retiraban los escudos que traían colgados de las regalas y empuñaban los remos, que jamás se movían tan acompasados y enérgicos como cuando remontaban en busca de la cálida ensenada que culminaba el fiordo en su fondo. Entonces colocaban un capuchón negro a la cabeza de dragón en lo alto del codaste para que no se asustasen los gnomos y los genios benéficos familiares, los cuales debían aguardarles amorosamente para regalarles con sus favores durante el invierno, hasta la llegada de la primavera, en que de nuevo se harían a la mar.

Detrás del Dragón Flamígero fueron apareciendo, conforme doblaban el cabo y quedaban visibles, hasta treinta y siete dragoneras. Era de ver la ansiedad de nuestras gentes, desde la orilla, vitoreando cada embarcación que asomaba, pues les traía a sus familiares, a la vez que se ensombrecían los rostros, inundándose los ojos de las mujeres, cuando apareció la que marcaba el final de la flota, pues fueron cincuenta y dos las que marcharon en la primavera. Quince barcos perdidos. Setecientos cincuenta tripulantes.

¿Cuántos de ellos se habrían salvado, recogidos en las otras naves? ¿Habrían muerto gloriosamente en combate, o perecido en la lucha contra el mar, oscura, sórdida muerte? ¡No importaba!, cantaba el bardo poseído por la furia de su mágica palabra. Lo importante era morir con honor, exhibir ante el enemigo la fuerza, y ante los dioses el coraje de soltar la vida con desprecio, sin titubeo, sin una duda, mirando frente a frente al opuesto luchador, fuera hombre o dios; lo que importaba era superarle entregándole nuestra vida como un regalo, pues el que moría ya la había usado gloriosamente.

El canto exaltado del bardo se constituía en protagonista del regreso, al compás de los remeros que impulsaban las naves sobre la expectante calma del fiordo, en progresión hacia la profunda ensenada donde se hallaba enclavado el poblado, extendido amorosamente sobre el regazo del agua de cristal. Muchas de las viviendas estaban levantadas sobre palafitos que constituían un refugio para la embarcación, resguardadas al otro lado por la mole de basalto negro que emergía del conjunto terroso, las paredes en vertical, y la cumbre circular que simulaba una corona real rematada por altas torres como agujas que peinaran las nubes. Por ello tenía el lugar el nombre de Corona, al igual que la montaña, morada de nuestros dioses familiares, llegados los favorables desde el cielo, los contrarios emergidos con la misma montaña cuando brotó de las profundidades entre rugidos del cielo y temblores de la tierra, que jamás tuviera un parto más doloroso, y allá en la cumbre, que rasgaba el mismo cielo, entablaban sus luchas los dioses de las familias de los Vanes y los Ases, que proporcionaban a nuestro pueblo, con sus contiendas, etapas de felicidad y de desdicha.

Por ello elevamos nuestros ruegos a los todopoderosos cuando se irritan haciendo temblar la tierra y estremecerse al cielo con sus combates, cuando parten de la cima del Corona rayos y truenos que anuncian el furibundo duelo que libran las divinidades por la supremacía en regir nuestros destinos.

Preguntan las mujeres por entre los guerreros que desembarcan, investigan, buscan a los que faltan, y cuando les saben muertos o desaparecidos, lloran. Desborda el júbilo entre los que reciben a sus padres, hermanos, jóvenes hijos -muchos fueron en la primera aventura de su vida-, que luego narrarán sus fantásticos hechos de armas al abrigo del fuego encendido en la gran sala, durante las noches invernales.

Apenas si el rey nos concedió un ruidoso abrazo a ambos en llegando a su lado, mientras se ocupaba del Dragón Flamígero, al que cuidaba con más esmero que a mi madre y a mí, para que quedase bien seguro y se procediese a la descarga del botín y de los esclavos, repartidos en buen número de barcos. Era muy cuantioso esta vez, según nos pregonaba rebosante de satisfacción, y lo proclamaba a gritos para que alcanzasen a oírlo todos los familiares que aguardaban, congregado el pueblo entero en la orilla donde habían rendido viaje, varados unos barcos, otros arrimados a los muelles, con un hervidero de hombres en la des carga, ayudados por sus parientes. Que todos cooperaban, deseosos de contemplarlo pronto amontonado para que se procediese a la distribución en una solemne junta que habría de celebrarse después, cuando se reuniese el Thing del otoño, asamblea en que también se promulgaban las leyes y sentencias de todos los litigios y disputas acumulados desde el de primavera, último celebrado antes de la partida.