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No era obstáculo para que el rey transportase a la larga casa donde moraba mi madre, acompañada de las doncellas que fueron traídas de la propia corte cuando se casó con mi padre, el tesoro que para sí había reservado, que extendía con orgullo sobre el pavimento: las sedas y brocados, los tejidos de rico color, con hiladuras de oro, collares de plata y de oro, anillos, cadenas, vasos, alfileres y broches, perlas, arquitas labradas con pedrería y, sobre todo, montones de libras de plata. Todo lo cual ofrecía a mi madre, rebosante la sonrisa y escandaloso el orgullo que proclamaba sus triunfos, mientras la reina se mostraba encalmada y fría, pero deferente, rodeada de sus doncellas.

No veía en mis padres la explosión de amorosa satisfacción que se manifestaba en las otras parejas al reencontrarse, abrazados fuertemente, vertiendo lágrimas de alegría y de temor por tantos meses de congoja, que les hacía reír y llorar al propio tiempo. Mis padres desarrollaban una ceremonia, sujeta siempre a los mismos puntos, que me era bien conocida. Mi madre, después de asistir a la exposición de cuanto el rey le ofrecía, acababa dirigiéndose a éclass="underline" «Os devuelvo, señor y rey, el reino que me entregasteis al marcharos: salvo y bien administrado».

Mi padre lo conocía. Y en todas las ocasiones lo manifestaba: era consolador saber que quedaba en casa una reina que sabía gobernar un pueblo. Aunque jamás lo reconociera delante de ella: como era su obligación traerle abundante botín, la reina debía gobernar durante su ausencia, y bien. Y a fe que ambos se esforzaban en cumplirlo espléndidamente, que en ello parecía irles la propia estimación. Como si nada desearan agradecerse.

Mi madre hablaba siempre en tono bajo, la voz moderada. El rey era ruidoso y explosivo en su alegría, y todavía más temido en su enojo, ante el que todos temblaban, excepto la reina.

«Más contento me encontraríais si hubieseis cuidado de la educación de mi hijo, que lo encuentro afeminado, de vivir entre mujeres.»

Ninguna alteración manifestaba ella. Antes bien elevaba sus ojos hasta los de su esposo, y le contemplaba unos instantes. Después replicaba:

«Quedaos vos en casa alguna vez y educadle, en vez de marcharos de vikingos todas las primaveras.»

Había escuchado él este reproche muchas veces, pues idéntica escena se repetía cada año. Pero siempre expresaba la misma rabia:

«¿Cómo os preciaríais de ser la más rica entre todas las reinas del norte, si me quedase en Corona cuando se marchan mis hombres? ¿Cómo alimentaríamos nuestro reino, que es pobre, sin hierba para el ganado, sin tierras para cultivar grano? Razones de mujeres que no deberíais exponer vos, que sois reina. ¡Pero no gastaré más palabras! Me encargaré, puesto que ya ha crecido, de convertirle en un guerrero.»

Tras estas batallas verbales acostumbraba el rey salir de la larga casa, con manifiesto disgusto en su continente. Mi madre quedaba con sus doncellas clasificando el tesoro para distribuirlo en sus arcas, destinando una parte a sus labores, pues que con las doncellas consumía las horas en el taller de bordado, famoso por sus primores y la riqueza de sus trabajos, y cumplía con ello también una ceremonia que todos los años repetía.

Aunque en esta ocasión guardase en su pecho el temor, que yo adivinaba en sus caricias, pues se me había acercado y merodeaba con sus brazos, como protegiéndome. Temía, sin duda, que el tiempo le estaba robando mi corazón.

II

«¿Viste la alegría reflejada en los rostros de los que regresan y en los de quienes aguardan? Si eres amigo mío, dime por qué, en cambio, discuten siempre mis padres.»

Mintaka reflexionaba. La solicitud implicaba algo que no podía resultarle agradable: confesarme sus íntimas deducciones sobre el hombre al que se consideraba unido por amistad y por sangre.

«Nunca más estuvieron juntos después de aquella noche de su matrimonio. El rey está convencido de que nunca lo ha amado; teme al veneno o al puñal.»

«¿Lo crees tú?»

No le daba facilidades. Reconocía que no me hubiera gustado encontrarme en su lugar. Pero deseaba, precisaba aclarar estas dudas e inquietudes que me embargaban tanto tiempo.

«Conoces que era yo opuesto al matrimonio: carecía de lógica. Por esa razón lo aceptó el rey. Creo que el impulso de la reina fue sincero. Nunca se sabe. Mas, cuando se le enfrió el corazón y se le aposentó el odio, ya todo era irremediable. Una pareja que no encuentra su armonía en el lecho tampoco se entiende en todo lo demás. Pienso que aquella noche resultó excesiva para ella.»

No conocía a mi madre fuera de su casa larga, rodeada de las doncellas, ocupada en regir el reino durante las larguísimas ausencias de mi padre, y en el taller de bordados y artesanías. Famosos eran sus primores en todo el reino. Y siempre presencié las mismas escenas al regresar el rey. Después marchaba éste a la casa donde se albergaban las esclavas que en largos años había ido reuniendo, concubinas jóvenes y de espléndida belleza. Mi madre le reprochaba entretenerse con todas las mujeres, con altivez y desprecio. Pero yo había adivinado que era un pretexto para justificar su retiro y separación. Y hasta creo que también lo sabía mi padre y por ello sus respuestas nunca obedecían a la realidad de sus sentimientos, sino a lo que cumplía manifestar para justificar ante los demás lo inevitable.

«Para un hombre del norte, sujetarse a una sola mujer y rechazar a las otras es como volver la espalda al enemigo», y todos le reían la mofa, pues cada cual poseía tantas como su riqueza le permitía. Y era natural que el rey sobrepasase a todos en número y belleza.

«Ningún paisano tiene padre reconocido -añadía-, a menos que deba heredar algo: entonces todos cuidan su genealogía.»

Pensaba que el enfrentamiento entre ambos era natural, pues que mi padre se comportaba como era costumbre y ley de su pueblo, mientras mi madre profesaba una religión diferente, muy estricta en ciertos aspectos, y aun contraria a algunas leyes naturales que seguían los hombres del norte.

Curioso resultaba contemplar al rey cuando visitaba a su esposa, siempre presentes las doncellas. Como era brusco y poco refinado, al igual que sus vasallos, frente a la reina trataba de guardar compostura, adoptando un aire forzado. Sin duda le afectaba el aspecto fino de la princesa rubia y transparente, cultivada de espíritu, que tañía laúd y pulsaba delicadamente todos los instrumentos, fuera arpa o sistro, como la balalaika que comprara a unos mercaderes que vinieron de Oriente. Realmente parecía un oso entre las damas que tejían primores o bordaban, o hacían música mientras otras bailaban, ocupadas siempre en algún menester de arte. Mundo tan diferente que mi padre debía de sentirse desplazado e incómodo, pues el contraste resaltaba más su tosquedad. Quizás fuera propósito de mi madre humillarle. Aunque nadie sería capaz de adivinar los verdaderos móviles que la guiaban, enigmática y difícil de comprender. Encerrada siempre sobre sí misma. De tal modo, el rey respiraba satisfecho cuando se marchaba, y procuraba que sus visitas, de simple protocolo, resultaran cortas. Luego bromeaba con Mintaka.