«No es la más humilde de las esposas, pero es la mejor de las reinas. ¿Conoces otro pueblo más rico en su pobreza y respetado que el nuestro? Se lo debemos a su sabia administración, que algo había de heredar de su madre. ¿Y os figuráis que no sólo administra el reino, sino que ha reunido un tesoro incalculable?»
«¿No teméis que pueda emplearlo en algún propósito que no os resulte conveniente?»
«Jamás podré conocer las ideas que encierra en el fondo de su mente. Pienso que sueña convertir a nuestro hijo en un poderoso rey, puesto que su madre falleció sin dejar un heredero a Avengeray.»
«¿No odiará también a Avengeray, que le fue infiel?»
¿Cómo podía adivinar recónditos pensamientos que jamás fueron expresados, antes bien disimulados? Hasta le era difícil entenderle los más inmediatos.
«¿Puedes tú imaginar los sentimientos de la reina, que es a la vez madre? Tampoco la reina Ethelvina resultaba fácil de comprender.»
Les escuchaba. Me daba cuenta de que todo se desarrollaba en torno a mí, aunque nadie lo expresase. Lo presentía al principio, y llegué a adquirir absoluta seguridad. Pero hasta entonces fuera solamente receptivo: en adelante me preocupaban los orígenes de todo.
Últimamente me asaltaba el desconcierto, pero vivía a gusto entre mi madre y sus doncellas, y apenas salía. Por ello al regresar mi padre cada otoño mostraba disgusto y llegaba a gritar; manifestaba que me convertirían en flojón y marica, como lo peor que pudiera ocurrirle a un hombre del norte. Pues el vikingo debe sobrevivir a causa de su furor, o al menos del espanto que infunde a sus enemigos.
«No me deis un batuecas para gobernar el reino. Un alfeñique no puede manejar los destinos de nuestro pueblo. Dadme un hombre recio, entero, luchador y valiente, que no retroceda ante peligros y contrariedades. Que aprenda a sufrir en su alma y en su carne los rigores de la desdicha, templado en el yunque de la adversidad. Es por esto por lo que admiro al que fuera vuestro caballero. Como la espada se fragua batiéndola con el martillo, así el alma golpeada adquiere el temple de los héroes.»
Mi madre aparentaba indiferencia ante las razones del rey, siempre ruidoso y violento, a pesar del esfuerzo por dominarse. Y cuando concluía expresaba sus pensamientos con voz atemperada, un susurro junto al trueno de mi padre.
«Concededme autorización para enviar a nuestro hijo al País de los Cinco Reinos, donde será educado en su corte. Os lo he solicitado muchas veces.»
«Eres tan ambiciosa como tu madre -replicaba enfurecido-, y no lo siento por mi hijo. Mejor que un gran rey prefiero convertirle en un gran hombre. Después alcanzará hasta donde sus méritos le conduzcan.»
«No llegará por sí solo: nadie llega solo. Debe ser educado en una corte civilizada y conducirse como un caballero cristiano.»
La furia de mi padre iba en aumento:
«Mencionáis a los cristianos exclusivamente para ofenderme. ¿Pensáis que existe alguna diferencia entre vos y yo? ¿O entre Avengeray y yo mismo? ¿Creéis que no sé por qué me tomasteis por esposo? Si acepté no lo imputéis a ignorancia: quise jugar con el destino. No podía rechazar la mejor oportunidad de mi vida para burlarme de aquel caballero.»
«Pensáis que el fin justifica los medios, cuando son ellos los que deben permanecer al servicio del hombre. Ya es tiempo de abandonar una lucha tan tenaz como inútil y proceder en conciencia.»
La risotada del rey debió de estremecer los muros de madera.
«La conciencia es la excusa de los débiles y cobardes: siempre pierden los honrados.»
La reina debió de pensar que nada le quedaba por añadir. Mas el rey, colmado, pensaría diferente, como era habitual entre ellos.
«Erráis, como siempre, señora. Porque vuestra vida arranca de la más grave equivocación que jamás hayáis podido cometer y, en vez de reconocerlo, queréis hacernos pagar a los demás vuestra culpa. Sabedlo de una vez: no siento enemiga contra vuestro caballero por su tenaz persecución; al contrario, le admiro por su valor. No guardo contra él resentimiento alguno, pues el odio es una pasión propia y exclusiva de los civilizados.»
«Lo enfrentáis porque os gustaría matarle.»
«Jamás lo he deseado. Uso de mi fuerza para ganarme la vida y mantener el reino. Y admiro a Avengeray, aunque lo haya burlado, por ser capaz de vivir iluminado por un ideal. A la vez que le respeto porque conozco su fuerza: es tan digno adversario que incluso podría vencerme y matarme en una lucha breve. Me enorgullece luchar contra enemigo tan noble. Ni él acepta los combates largos ni yo los cortos. ¡Bravo y astuto Avengeray! Acabó por comprender que no siento odio: para mí la guerra es cuestión de morir o matar. Y como nada deseo menos que matarle, he procurado vencerle con astucias: con ello, los años me han ido despertando el cariño.» La reina pretendía ser sarcástica: «Famoso cariño el vuestro, causante de su desgracia.»
«Y de la vuestra, os dejáis sin decir. Jamás comprenderéis que hubiera deseado que Avengeray fuera mi hijo: nada me enorgullecería más que el príncipe Haziel se le pareciese, caballero sin tacha, bien nacido y mejor honrado.»
«Le demostráis vuestro cariño haciéndome el mal.»
«¿Y quién os dijo que el mal no engendra nada bueno? ¿Cómo podría Avengeray asumir su destino sin acrisolarse en la adversidad y en la desgracia? ¿Creéis que habría llegado a ser el mejor guerrero entre todos los cristianos de no tenerme por enemigo?»
Era mi padre, en estas discusiones, quien abandonaba el campo de batalla. Sin que le causara desdoro alguno, por cuanto estaba en su carácter, según Mintaka, replegarse si le convenía, comportarse en cada momento como estimaba oportuno. Si había dicho cuanto deseaba, ¿a qué conducía prolongar el duelo? Contrariamente había concebido la sospecha de ser mi madre mala estratega, pues que nunca alteraba el esquema rígido de su preocupación. Estaba obsesionada.
Mi padre no salió solo, sino que reclamó mi compañía.
«Retenedlo bien en la memoria, príncipe -nunca antes me llamó príncipe, sino hijo, y esto hizo que le escuchase con solemnidad-. Habéis dejado de ser un chiquillo. Como tenéis que entrar en el reino de los hombres, necesario resulta que os preparéis para las obligaciones que os aguardan. Vayamos en busca de Mintaka: a él encargaré vuestra educación. Mejor preceptor no puedo destinaros. Lo hará, además, con gusto. Obedecedle. Se encargará de convertiros en un hombre. No voy a prohibiros, por ahora, que visitéis a vuestra madre, la reina. Pero hacedlo sólo en los ratos que os dispense vuestro tutor, y no por más tiempo.»
Imagino lo tendría convenido con el bardo, pues sus instrucciones fueron breves, y en su compañía quedé. Ni siquiera había solicitado mi parecer. Convertía en realidad lo que venía amenazando desde tiempo. No me quedaba otra opción que acatarle, pues fuera inútil oponerse: sospecho me hubiera matado. ¿Cómo iban a obedecerle sus hombres y temerle sus enemigos si no? Me consolaba pensar que siempre me fuera grata la compañía y la palabra del bardo, y tenerle por maestro era un privilegio que me envidiarían los demás; tan bravo y diestro era considerado que hasta rivalizó con mi padre, reputados ambos como los mejores guerreros entre todos los hombres del norte.
Caminaba a su lado con semblante satisfecho. Me llevó al salón comunal, que poseía larguísimas bancadas en los laterales, mesas para las jarras y los vasos que servían las mujeres, con gran chimenea en el centro, cuyas llamas combatían el frío y hacían grata la estancia.
Gran número de viejos guerreros retirados se hallaban presentes, gustosos de escuchar los relatos de los jóvenes que regresaban de su primera expedición, tolerantes y pacientes, aunque les causara divertimento. A la par que los jóvenes que no habían completado su preparación guerrera manifestaban su asombro y envidia por lo que escuchaban, y también por encontrarse junto a los veteranos, a los que admiraban, como era costumbre en nuestro pueblo. Adoraban a Mintaka, por la fama de su brazo y la sabiduría que encerraba, y me consideraban afortunado al tenerlo por maestro.