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El mayor espectáculo eran aquellos que, concluida su preparación guerrera, habían de afrontar la gran prueba que los introduciría en el mundo de los hombres. Era costumbre dirigirse al bosque en solitario, para dar muerte a un oso sin ayuda alguna. Podían usar la espada, la lanza, el hacha, incluso la flecha. Mas el prestigio y la fama de valiente se conquistaba dándole muerte con el cuchillo, lo que equivalía llegar al cuerpo a cuerpo, ufanándose en presentar la piel con un solo agujero en el lugar del corazón. Neófitos hubo que en los brazos de un oso dejaron la vida. Lo que a nadie importaba, pues eran honrados como valientes y tenían asegurado un lugar en el Walhalla, aunque sólo como coperos y ayudantes de los héroes.

Eran de ver cuando regresaban al salón comunal exhibiendo la piel, y mostraban con orgullo el único orificio en su superficie, así como las heridas que en su carne recibieran durante la lucha. Si la piel correspondía a un animal adulto, al que se suponía extremada fuerza y fiereza, la fama de su matador era exaltada con gran júbilo: le bañaban con hidromiel, bebida inventada por nuestro gran dios Odín, el tuerto. Era éste el bautismo que le abría todas las puertas para participar en el siguiente viaje de vikingos al otro lado del mar, y tomar la palabra en la Asamblea que todo el pueblo celebraba dos veces al año, en primavera y otoño, antes y después de la expedición, que en definitiva era la gran empresa del reino, pues que de ella dependía la generosidad de la propia subsistencia, como manifestaba el rey.

La fiesta y el alborozo debían dejar perenne memoria en los protagonistas, que desde aquel instante cambiaban su personalidad; abandonaban la compañía de sus camaradas neófitos y concurrían ya en adelante con los mayores. Lo que causaba envidia en los jóvenes, para los que representaba un estímulo, pues soñaban con emularles y aun superarles.

Si durante la noche me permitía Mintaka participar en las reuniones, durante el día me robaba el tiempo como un avaro, con destino al ejercicio de las armas. Tan duro me parecía entonces que desmayaba conseguir el propósito de mi padre y el empeño del bardo, quien por otro lado me tenía mayores atenciones y delicadezas que pudiera esperar del rey, exigente sin compasión. Siempre disconforme cuando acudía a comprobar mis progresos, esgrimía la espada en ocasiones y me propinaba tales golpes sobre el escudo que apenas si podía detenerlos, y me derribaba con el segundo o tercero, destrozado el broquel. Mintaka explicaba que una serie de ejercicios los dedicaba a reforzar mi naturaleza, y los otros a adiestrarme en el manejo de las armas y el conocimiento de las argucias del combate. Aseguraba que cada vez que te enfrentas a un enemigo se corre el peligro de perder la propia vida, y por consiguiente tanto importaba la fuerza del golpe como la intención.

«Eso es lo que distingue al rey sobre los demás guerreros, aunque no os lo parezca: conserva la mente fría, sin contagiarse de la pasión que despierta el combate. Se lucha para conservar la vida y lograr el propósito que se persigue.»

Conforme mejoraba me anunció que cuando tuviera fuerza y conocimientos capaces de infligirle a él algún daño en el combate, sería el momento de llamar a otros neófitos para luchar contra ellos y contrastar diversos estilos y modos. Los que mucho se regocijaron cuando les hice este anuncio en el salón comunal. Todos desearon ser llamados, pues la enseñanza de Mintaka suponía un honor. Y lo demostraron cuando les llegó el momento, pues tanto le reverenciaban por ser veterano y mayor como por ser famoso guerrero y sabio, orgullo de nuestro pueblo. Lo que es llevaba a no conformarse con el aprendizaje de las armas; le suplicaban enseñanzas de aquellos viajes legendarios. Cuando le preguntaron si era cierto que los habitantes de allende el mar sentían espanto ante el anuncio de los vikingos, el bardo sonrió y no fue muy amplio en la respuesta:

«Es propio del hombre crear mitos: nos imaginan con cuernos en la cabeza. ¿Conocéis a algún vikingo que sobre su casco cónico de acero o cuero lleve cuernos? Pensad que la forma de nuestro casco es la apropiada para que resbale el filo de la espada. Pero las gentes no nos conceden inteligencia alguna. Nos llaman asesinos, piratas, bandidos, demonios, profanadores de templos, ladrones, fieras, incendiarios. Nos odian, nos desprecian, y nos temen. Sin embargo, no somos distintos de ellos. La realidad es que no existe más diferencia que el estilo: lo que hacemos nosotros con bárbara rudeza en ellos se lleva a cabo con fineza de modales civilizados. Son una cultura que declina: nosotros una incultura que comienza.»

Me preocupaba que, pese al interés creciente que me animaba, el entusiasmo de mis compañeros fuera siempre superior al mío. Por lo que le pregunté:

«¿Por qué no siento la misma intensa ilusión que mis amigos?»

La respuesta constituía un enigma:

«Porque te sientes invadido por las dudas.»

Cuando me reunía con el rey inquiría sobre mis adelantos, pero más que de las palabras fiaba de tentarme los músculos. Alguna vez que su humor debía de encontrarse a nivel satisfactorio llegaba a sonreír asegurando que mis fuerzas crecían, y el bardo corroboraba ser cierto. Hasta yo mismo percibía la evidencia por mi cinturón, que ya lo usaba de mayor circunferencia, y no sólo la cintura, sino también el tronco y los miembros aparecían más vigorosos y resistentes. El cansancio se me hacía por veces menos notorio.

El rey parecía satisfecho y se ufanaba:

«Algún día serás más famoso que Thumber», aseguraba sonriendo.

Entre tanto se ocupaba de la flota. Se carenaban los barcos, se les renovaban los mástiles cuando aparecían rotos o astillados, se cortaban árboles altos y enhiestos a tal fin. También se renovaban timones y se construían remos nuevos para sustituir los partidos o deteriorados, y las mujeres tejían nuevas velas del color que distinguía a nuestro reino, junto con el gran dragón que ostentaba la capitana, e majestuoso Dragón Flamígero, terror de nuestros enemigos.

En las herrerías se forjaban nuevas armas. Mientras, los guerreros cicatrizaban sus heridas, al abrigo del hogar, junto al fuego, con el bálsamo de las amorosas manos de las esposas y las hijas.

El invierno era para nuestros hombres la época de reforzar sus cuerpos y reparar sus naves, que debían encontrarse dispuestas para la primavera, cuando se iniciaría otra nueva aventura.

Antes de que llegase el hielo se celebraba la gran Asamblea en la que participaba todo el pueblo. Acudían a la Corona los terratenientes más importantes, y cuantos deseaban asistir. Era el lugar, en la colina, donde se proclamaban todas las leyes, se ventilaban las disputas y conflictos, y donde los oficios de Mintaka resultaban de mayor importancia, pues que en última instancia igual el rey que los jueces acataban la definitiva palabra del bardo, que superaba a todos en sabiduría. Aceptaban sin discusión sus sentencias, que en ocasiones tardaba horas en pronunciar cuando se ventilaban conflictos de sangre.

Los jóvenes que ya participaran en su primera aventura no desaprovechaban el uso de su recién adquirido derecho, para proclamar sus opiniones ante la Asamblea. Los mayores solían acogerlos con sonrisas de comprensión y tolerancia, y los distinguían con muy respetuosas respuestas, aunque no parecían tomarlos muy en consideración. Cierto que los jóvenes podían en ocasiones mostrarse impertinentes, aun no siendo tal su intención, pues nunca olvidaban el deber sagrado de respetar a sus mayores.

A mis preguntas, Mintaka acabó dándome esta respuesta:

«La inexperiencia de los jóvenes les hace ser imprecisos en sus juicios y críticos en exceso. Quizás impida esto que desde el fondo de sus ideas se trasluzca el latido de la renovación que contienen. Seríamos más sabios si perfumáramos con su espíritu nuestros actos y nuestra coexistencia, al darnos cuenta que el presente no es otra cosa que un tránsito desde el pasado hacia el futuro.»