Como todavía no llegaba a comprender el total significado de sus palabras, su sabiduría crecía ante mis ojos.
III
Sorprendente me resultó que mi madre no protestara con viveza, como solía, cuando el rey dispuso que al siguiente verano, acompañado de Mintaka, emprendiera una expedición hacia el norte, a lo largo del sendero de las ballenas. Era necesario, después del entrenamiento, que me curtiese en el mar, aprendiera a convivir en las naves, a conducir a los hombres. Quizás consideró muy firme su decisión y ya no juzgó conveniente oponerse. También era posible que la compañía del bardo la tranquilizase.
Desde aquel momento me complacía visitar el astillero donde se preparaban dos ventrudas konoras, con dos filas de bancos cada una, lo que sumaba un total de ochenta remeros.
Mintaka me preguntó un día cuáles hombres prefería en la expedición. Después de meditarlo le confesé que mi preferencia estaba por los viejos guerreros que siempre acompañaron a mi padre, que rememoraban ahora en tierra sus añoranzas y aventuras en la sala comunal, bañados en vino y cerveza. Pues aquellos hombres que adoraban a mi padre me mostraban su cariño y se gozaban al pensar que un día podría emular las famosas hazañas del rey, en las que ellos tomaran parte.
Aceptaron, encantados de que les hubiera tenido en cuenta, y prometieron hacer la expedición tan famosa que fuera envidiada por los jóvenes, aunque se tratase de una partida de paz, comercial. Mas todo viaje entraña una aventura, y ese riesgo representaba para ellos un licor más embriagador que el hidromiel elaborado con vino. Borrachos concluyeron todos aquella noche.
Como era costumbre, antes de la partida se celebró la Asamblea de Primavera. Los terratenientes entregaban en tal ocasión los barcos, según cuotas fijadas en la Asamblea de Otoño, donde se delimitaban los porcentajes del botín que correspondería a cada uno. También se ventilaba la cosa pública, agravios, rivalidades, competencias e injurias, derechos y deberes, compromisos, incumplimientos y pactos, la amplia legislación que regula un reino. Que siempre obliga menos a los potentados que a los menesterosos, según me hacía distinguir Mintaka, aunque en definitiva clamaran más ruidosamente aquéllos por su dinero que éstos por su pan.
Reconozco haber tardado bastantes años en asimilar las palabras del bardo, que en su momento me resultaban indescifrables y esto motivaba que le considerase más sabio cada día.
Llegó el momento en que se alinearon las dragoneras dispuestas para la partida, y se cargaron los víveres y pertrechos. Finalmente subieron los hombres, ocuparon sus asientos e impulsaron los barcos con sus remos, al sonar de las trompas y las cuernas, sonidos profundos, roncos, envolventes. No les seguí, como otros años por los caminos que flanqueaban el fiordo, pero conocía que continuarían remando hasta llegar al mar, donde se descubrirían los dragones del codaste, para causar pánico a los enemigos que pudieran encontrarse, levantarían las velas y colgarían los escudos en el costado. Orgullosamente izaría también el Dragón Flamígero su gran vela, cuya horrible efigie habría de causar pánico a los mismos dioses extranjeros. Aun desde lejos, al descubrirle exclamarían los otros marinos: «¡Ahí va la escuadra de Thumber!», mientras cambiaban el rumbo para escapar. Una vez idos y de regreso las gentes que se llegaron hasta la bocana para despedirles, quedábamos los que habíamos de partir en las dos konoras, y apenas si los familiares acudieron para decirnos adiós. Mintaka había cuidado de que las bodegas quedaran repletas de cuanto era necesario para el comercio y la caza, además de agua y víveres. Mi madre no apareció en la playa, aunque la esperaba. Finalmente subí al bote y llegué a la konora.
Todavía me entretuve contemplando Corona. Era la primera vez que emprendía un viaje, lo que hacía forzoso cortar muchos lazos que me sujetaban. Después observé los rostros de aquellos queridos guerreros de mi padre, ahora postergados por la edad, todavía bravos y animosos, que gustosamente se sometieran a un duro entrenamiento para responder a la confianza que en ellos había depositado. Mintaka me dijo que todos ellos sacrificarían su vida por defenderme, llegado el caso, con la misma devoción que antes lo hicieran por mi padre. Que en vez de como pescadores pensaban como guerreros. Esperaban que no les defraudase, pues nada habría de resultarles más humillante que regresar a la Corona del que prometía ser su último viaje, con el sentimiento de no haber sido correspondidos en su entrega.
Pensé después que Mintaka utilizó todas aquellas palabras para significarme que debía comportarme como un valiente, según se esperaba del hijo del rey, que hasta aquel instante era una incógnita del que sólo se sabía que acometiera su preparación con mucho retraso, cuando los mozos vikingos acostumbraban iniciarla desde la niñez, y muy pronto alternaban como hombres para la paz, en la Asamblea, y para la guerra en las dragoneras. Mientras yo sobrepasaba a todos ellos en algunos años. Se encontraban dispuestos a morir por mí si me comportaba como un valiente, o a matarse antes que soportar la vergüenza de haber servido a un cobarde. Jamás podría entenderlo mi madre, pues que sus lecciones fueron siempre contrarias, pero era aquélla una realidad que tenía ante mí.
Antes de doblar el recodo, ajeno a la gente que nos despedía desde la playa, y al sonido de las trompas y caracolas que anunciaban nuestra partida, dirigí una nueva mirada a Corona, asentada en el fondo de la ensenada, donde se reflejaba la mole gigantesca de negro basalto que presidía el poblado y le daba su nombre, morada de nuestros dioses. En derredor había multitud de montículos terrosos tapizados de hierba, con una suave y olorosa exuberancia, redondos y macizos, que mi padre gustaba comparar con los pechos de nuestras aguerridas aldeanas. Y sobre la pendiente que concluía al acabar la marina, el poblado, que desde la distancia parecía apacible, espejeaba en el agua orlado por los pinos y abedules de la orilla, y las nubes que pasaban como mariposas.
El fiordo se iniciaba en el mar horadando una garganta cortada a pico, por la que apenas cabían dos barcos al remo, si bogaban a la par. Como si el mismo dios Thor guardara la entrada. Después se suavizaban las pendientes en algunos tramos y los árboles descendían por las laderas hasta el mismo borde del agua.
En otros lugares aparecían remansos donde la tierra era tan baja que se formaban praderas casi al nivel del agua, muy frecuentadas por nuestras gentes. En aquel momento un numeroso grupo de jovenzuelos se mostraban empeñados en competir en el salto, la carrera, la honda, la lanza, el galope de los caballos, con la espada y el escudo de madera, poseídos, desde su nacimiento, por el deseo de mostrar su fuerza, el desprecio de la vida, imbuidos del imperioso deseo de matar, lo que tanto odiaba mi madre.
Nunca me permitiera la compañía de los otros chicos de mi edad. Aunque soportara las protestas de mi padre, me retenía a su lado, acompañada de sus fieles doncellas, que nunca fueron esclavas sino libres. Quienes parecían compartir sus mismas ideas respecto del pueblo vikingo. Con lo que todas se esforzaban en preservarme con mimos y cuidados de la contaminación de semejantes bárbaros, que inculcaban a sus hijos, desde la cuna, la necesidad de matar, el desprecio por la muerte y el culto reverencial de la estirpe y mantener su honor, el deber más sagrado de nuestros hombres. Renegaba del rey, y me destacaba que, a pesar de todo, pertenecía a su familia.
Sin que aquellas discrepancias y querellas fueran inconveniente para que, durante las ausencias de su esposo, cumpliese la reina escrupulosamente sus obligaciones de gobierno. Aunque los consideraba bárbaros y groseros, gobernaba con prudencia y conseguía que el reino funcionara en paz; luchaba por mantener la armonía entre aquellos vengativos, crueles, rapaces vasallos, que se estimaban tan libres y poderosos como el mismo rey. Y, sin embargo, se doblegaban a la dulzura y tacto de mi madre, que sabía cómo dirimir sus disputas y suavizar sus rencillas, a veces originadas como consecuencia de la política partidista de la Asamblea, situaciones que ella trataba de corregir con paciencia y justicia. Hasta conseguir el cariño y respeto de los súbditos, que la alababan por su prudencia, ajenos totalmente a las cuestiones que la enfrentaban con el rey, todo lo cual quedaba en querellas domésticas, pues a ninguno interesaba. Apenas si Mintaka y yo conocíamos la verdadera situación, aparte de mi padre, la reina y sus doncellas, que eran su espejo y su eco.