Incluso cuidaba de las concubinas del rey. De acuerdo con el credo de todo buen vikingo, al ser esclavas carecían de alma, y por ende sólo eran un cuerpo, una apariencia humana. Los hijos adquirían esta misma condición, por lo que nunca serían considerados hijos de Thumber, sino esclavos. Ni siquiera poseían el derecho, no ya de ir al Walhalla a su muerte, sino a descender a los infiernos. Todo acababa para ellos con la muerte; su infierno era la vida que soportaban en la tierra. Mi padre no consideraba que le nacieran tales hijos, los cuales juntamente con sus madres vivían en una casa larga al otro lado del poblado, donde aquél pasaba gran parte de su tiempo. Pues sólo acudía a casa lo necesario para salvar las apariencias.
Dictaba a mi madre su religión considerar a todos los humanos iguales, obligándole a derramar sobre ellos sin distinción el amor que a todos iguala ante su Dios. Pero la reina no podía ocultar su desprecio por aquellas barraganas del rey, como las designaba, sin que al parecer tuviera más significación el sentimiento que preservar su dignidad de esposa oficial y de mujer, aunque entre vikingos no fuera necesario. Mas, secretamente, se complacía en que el rey mantuviera sus entretenimientos, que estimulaba por conveniencia propia, y hasta cuidaba de que nada les faltase, y proveía a todas sus necesidades a costa de la hacienda del rey, como cumplía. Además de justificar su propio comportamiento se incrementaba con ello nuestro patrimonio, puesto que cada hijo que les nacía engrosaba nuestra cuenta de esclavos. Al menos era la explicación que recogí de Mintaka la primera vez que le expuse mi sospecha, corroborada por mi entendimiento conforme pasaron los años.
El amor que todo el pueblo sentía por la reina tuvo su culminación aquel día en que las trompas y cuernas emitieron breves pero constantes sonidos profundos, lastimeros, quejumbrosos, pues anunciaban una invasión. El peligro más temido por el pueblo. Se suponía que alguna flota pretendía invadir Corona, atraída por la codicia, pues eran fama los ricos botines que el rey Thumber traía cada otoño. Se demostró el cuidado y previsión puestos por ella en el gobierno. Se alertó a los viejos guerreros y a los jóvenes que quedaban en el poblado, quienes se dirigieron al lugar señalado, y colocaron todos los barcos en línea sujetos con cuerdas a proa y popa. Formaban así una barrera que impediría el paso de los enemigos si penetraban por allí, donde se entablaría la batalla.
No fue necesario. Pues sobre las dos cimas del promontorio que cerraba la entrada del fiordo había dispuesta gran cantidad de troncos sujetos con estacas, contenidos por cuerdas, que al penetrar la escuadra enemiga fueron cortadas, y cayó sobre los navíos una avalancha de maderos. Como la altura era colosal perforaron los barcos y machacaron a los hombres.
El pueblo celebró una gran fiesta en honor de la reina, y cuando regresaron los guerreros en el otoño lo festejaron también. El mismo rey se mostró orgulloso de la hazaña y previsión de su esposa.
Al salir al mar navegamos con las velas, y por las noches dormían los hombres encerrados en sus bolsas de cuero que les preservaban de la humedad. La camaradería se acentuaba conforme progresaba el viaje, pues desde el principio compartí con ellos el esfuerzo y la comida, también el entusiasmo que sentían por el mar y por el barco, como si fuera éste un hijo de carne y hueso o una amante, tal amor le profesaban. Era de maravilla comprobar cómo se guiaban por los montes, ensenadas, árboles de la ribera, cualquier accidente que fuera una variante en la costa, a cuya vista navegábamos hacia el norte, mientras consumíamos los días. Nos deteníamos por la noche y bajábamos a tierra, donde se montaba el caldero sobre el trípode, se encendía fuego y se cocinaban gachas, el puré, y se cocía la carne. Durante el día las comidas tenían lugar a bordo, sin interrumpir la navegación, con el pan que ya se nos iba haciendo duro, mantequilla, jamón y carne salada, y bacalao.
Comenzaba a tomar cariño a aquellos viejos y antiguos guerreros, a los que mi madre llamaba bandidos, hez del pueblo. Sin duda porque todos ellos acompañaban a mi padre cuando el asalto al castillo de Ivristone, testigos y protagonistas de lo que consideraba primeros antecedentes de mi vida. Eran de escuchar las carcajadas que les despertaba la evocación de aquella noche salvaje que siguió a la ceremonia de la boda, sus bromas acerca de las mujeres anglias, que decían ser tan escasas de carne que, al abrazarlas, les producían daño con los huesos. Tantos fueron los días de navegación que para combatir el tedio fueron hilvanando recuerdos e historias, y así me refirieron la jornada que yo había escuchado en otras bocas, la batalla del Estuario del Disey, mitificada por Mintaka como una astucia más de mi padre.
Estos amigos referían que Thumber era consciente de que una batalla frontal con Avengeray significaría el final de ambos y sus tropas, ya que las fuerzas eran tan iguales, tan diestros los guerreros, niveladas en poder y en astucia. Pensaba mi padre acertadamente que al ser tan hondo el encono del caballero, ninguno podría retroceder una vez enfrentados. Fue la razón de supervivencia quien le aconsejó el cambio de posición inesperadamente, eludiendo el enfrentarse con Avengeray, y atacar a mi abuelo, el rey Ethelhave. Y si no hicieron burla de éste fuera en respeto del parentesco. No así mi padre, que le motejaba de débil y senil, que más merecía morir sobre la paja que embrazando el escudo y empuñando la espada. Juicios que provocaban los reproches sin fin de mi madre.
La fama de audaz e inteligente de mi padre obraba como un imán que atraía sobre sí la atención de todos. Además, la rivalidad con Avengeray servía de catalizador para los ambiciosos y los traidores. Se convertían en virtudes legendarias, gracias a la inspiración del bardo, cuanto se le adjudicaba, fuere real o imaginario. La aventura que le propusieran los bastardos para asaltar Ivristone durante la boda, aunque le repugnase cualquier traición, tampoco cabía rechazarla, pues representaba la impensable ocasión de infligir a su enemigo la más extremada de las burlas, que era la clase de lucha que prefería contra aquel hombre, por el que, pese a todo, sentía gran respeto y admiración, lo que no vacilaba en proclamar. Aunque, al fin, cada hombre sea prisionero de su destino. La escaramuza, la burla, la sorpresa, el golpe repentino, audaz, imprevisible, le cautivaba. ¿Y cuándo se le presentaría otra ocasión semejante?
De su propia naturaleza le nacía la admiración por los héroes y un profundo odio por los traidores. Sentimientos que tenían ocasión de manifestarse esplendorosamente en aquella propuesta para eliminar a Avengeray y Ethelvina, pues el odio de aquellos felones alcanzaba a ambos, hasta ofrecerle todo el botín que pudiera reunir, que le aseguraban sería considerable pues era fama la riqueza atesorada en palacio.
Pensó en una doble partida: matar a los desleales caballeros, lo que consideraba de justicia pues sólo le inspiraban desprecio, y burlarse del caballero del modo que jamás pudiera imaginar, y conseguir a la vez un magnífico botín. Nunca tuvieron propósito de matar a Ethelvina ni a Avengeray.
Manifestaron que el ofrecimiento de matrimonio por parte de mi madre constituyó una sorpresa inimaginable, que aceptó por el simple hecho de que la burla resultaba todavía superior a como la había planeado. Representaba una tentación demasiado fuerte. El único fallo consistió en la diligencia de los hombres de Avengeray en regresar, tras movilizar enorme cantidad de tropa, lo que les obligó a abandonar el castillo sin descubrir el tesoro que sabían oculto en algún lugar.