Refería Mintaka que la gran condición de reina de mi madre le venía heredada de mi abuela Ethelvina, quien, juntamente con Avengeray, compusieron la más notable pareja, capaz de lo imposible, y bien demostrado quedara con las hazañas que acometieron, el inolvidable asalto al refugio secreto en el Reino del Norte, donde culminaron la más sangrienta y cruel de las venganzas. Sin que nadie discutiese la justicia de ambos, pues que tan grande provocación como sufrieran no merecía otra respuesta ni podía esperarse menos de tan genial caballero. Aunque llorásemos a nuestros muertos. Aquí aprovechaba el bardo para asegurarme que mantenía en la mejor opinión a la reina Elvira, una gran reina, y si nunca se entendiera con el rey Thumber, tuviera yo en cuenta para juzgarles la gran tragedia que les había tocado vivir. Pues por mucho que nos resistamos, el azar condiciona a los hombres.
Cuando Thumber regresó a la siguiente primavera, y descubrió la horrible soledad de todos los compañeros muertos, destruido el poblado, incendiados los barcos, lloró por sus camaradas, aunque sentía la felicidad de que se hubieran ganado el Walhalla, donde se refugian los héroes, atendidos por las walkirias, junto a los dioses, destino feliz de los que han muerto gloriosamente.
No podía sentir odio por Avengeray. Nada más lógico, según el entendimiento de un vikingo. De un león como aquél sólo cabía un furioso zarpazo de venganza como el sufrido. Lo que jamás pudiera comprender fuera la indiferencia o la cobardía, pues le habría despreciado. El mismo Thumber hubiera respondido de igual modo. Lo que nunca pudo prever fue que Avengeray conociera la situación del refugio, utilizado tantos años impunemente para desaparecer cuando sus enemigos le perseguían.
Parecía que el destino de Avengeray sufría una aceleración, pues nada más comparecer en la campaña ya era coronado Rey del Norte, recuperado lo que le arrebataran en su mocedad. Había contraído nupcias con Ethelvina y aquella unión prometía ser eficaz en trascendencia política. Boda que tampoco le sorprendió, pues nada más aconsejable que amoldarse a las circunstancias, y, perdida la novia, nada cumplía mejor a su destino que unirse a Ethelvina, con lo que se aseguraba el doble reino, que prometía ser poderoso, según la reconocida capacidad de ambos. Todo lo cual venía a demostrarle que Avengeray, al madurar se convertía en hombre práctico, orientado claramente a la consecución de sus metas. Thumber estaba seguro, y los hechos vinieron a confirmarlo, que aquel matrimonio habría de ser principio de una gran expansión, que culminaría con la conquista de los otros territorios, hasta unir bajo una bandera el País de los Cinco Reinos, el más potente de toda la cristiandad, ante el cual no solamente los vikingos habían de adoptar precauciones, sino hasta los mismos musulmanes del poderoso califato de Córdoba, cuya fuerza se medía en ejércitos de centenares de miles de guerreros.
Como el caballero había reclutado una poderosa tropa, bien organizada y ejercitada, y construyera sin descanso baluartes y fortalezas para asegurarse la defensa de las costas y las fronteras del sur, cada vez representaba mayor dificultad lograr botín en sus territorios, perdido el efecto de la sorpresa: en todos los lugares se hallaban dispuestos para repeler los ataques de los vikingos. Con lo que Thumber pasó el verano llevando a cabo rápidas incursiones en los reinos del sur, donde con habilidad y audacia manejaba la reducida tropa que había traído, y logró un beneficio considerable, pues que aquellos reinos no contaban por entonces con una defensa eficaz. En los siguientes años sólo subieron a los territorios de Avengeray muy esporádicamente, si se presentaban muy favorables perspectivas de sorpresa y botín, pues resultaba tan arriesgado que toda prudencia era poca. Entonces Thumber procedía impulsado por su prestigio, no fuera a creerse Avengeray vencedor en la rivalidad que les enfrentaba por tanto tiempo. Ni pensaran los reyes del sur que carecía de fuerza para combatir al caballero, lo que hubiera reportado todavía peores consecuencias.
Hasta que Avengeray y Ethelvina se apoderaron también de los reinos del sur y quedó constituido en unidad el País de los Cinco Reinos. Lo que obligó a Thumber a precisar con agudeza toda su astucia para lanzar un ataque por sorpresa y retirarse con el botín antes de que le llegase la respuesta, que solían ser muy peligrosas y rápidas.
Mintaka ponía su mayor celo en instruirme en el arte de navegar. Me transmitía los valiosos conocimientos que había acumulado en su larga vida y numerosos viajes. Especial empeño tenía en que aprendiera el gobierno de la nave, manejara el timón, marcara el rumbo que conduciría a todos aquellos hombres a nuestro destino, para que no existieran dudas sobre quién mandaba la expedición. Y aun cuando todos conocían que mis órdenes me venían dictadas por el gran Mintaka, pensaban era virtud de un príncipe prudente aceptar las enseñanzas de tan destacado maestro. El cual siempre disimulaba su intervención para que brillase solamente mi gloria. Me sentía grande, por vez primera lejos de la patria, al mando de una flota, aun cuando sólo constase de dos barcos y ochenta hombres. Mucho más de lo que cualquier otro neófito pudiera soñar. Y como todos los hombres me amaban, cuidaban de transmitirme sus experiencias, discretamente, pues deseaban sin excepción que llegase a convertirme en un gran rey, confirmado en su día por la Asamblea, cuando fuera el momento de suceder a mi padre. Para lo que no se me ofrecían más que dos caminos: o ejercer un acto de fuerza contra la voluntad de todos, empeño difícil de lograr, o conseguir la aprobación de la Asamblea, es decir, que el pueblo me proclamase rey. En cualquier caso, mis méritos deberían ser suficientes para inclinarles a mi favor. Pues de otro modo también me faltaría el apoyo de la estirpe, que, al decir de mi padre, renegaba, aunque todavía no abiertamente, de mi poca virilidad demostrada. Y si ninguna determinación tomaran hasta entonces se debería, sin duda, a considerar que todavía constituía una promesa, aunque a mi edad los otros jóvenes ya tuvieran bien probada su valentía y arrojo en la batalla.
Eran duros mis viejos guerreros, incapaces de soportar la fatiga de una campaña guerrera, pero conservando el vigor físico y espiritual para considerarles todavía luchadores. Viajaban contentos, pues se sentían útiles, y aunque probablemente fuera su último viaje, les resultaba un regalo de la providencia, que había dispuesto acumular sus glorias para culminar una vida repleta de hazañas. Querían contar a sus nietos, al abrigo del hogar, que remataron con aquella última expedición para acompañar al príncipe Haziel, glorioso rey de los vikingos para entonces. Que habían sido autores del porvenir, lo que sus nietos considerarían el presente. Por ello necesitaban que fuera valiente y arrojado, y poseyera todas las virtudes que deben adornar a un rey vikingo. Y todavía más, cuando no lo era yo ordinario, por mi sangre y estirpe, sino obligado a superar a todos cuantos me precedieron. Y nadie esperaba menos.
Al principio todos intervinieron en la maniobra de perseguir las ballenas para conducirlas hasta una bahía previamente escogida, donde eran rematadas. Cuando me percaté del arte utilizado para acabar con los monstruos marinos, tan abundantes en la zona, poblada por pescadores de todas las naciones, discretamente me cedieron el lugar de jefe para acometer la importante tarea de matar mi primera pieza. Lo conseguí tras muchas fatigas, no pocos temores que hube de disimular, mientras con su experiencia suplían mis hombres las torpezas de mi aprendizaje. Mas recuerdo con amor que una vez rematada, al disponernos a sacarla a la orilla, Mintaka clavó en el lomo del animal una lanza con un gallardete en que aparecía bordada un águila real, extendidas las alas en vuelo, y sujeta una gran serpiente entre sus garras. Sentí gran emoción al darme cuenta de que era el emblema que mi madre destinara para mí, que, como cabía suponer, no se trataba de una alegoría vikinga. Me hizo pensar si lo sería del País de los Cinco Reinos.