Al superar aquellos primeros sentimientos me percaté de que, tanto el bardo como todos los hombres, habían estado pendientes de mi reacción, que les complació. Mintaka confesó que ignoraba la intención de la reina Elvira al escoger el símbolo, mas que tuviera en cuenta que no era una mujer vikinga.
Me pregunté si habría querido representar a Avengeray en el águila, y a mi padre en la serpiente, que para ella significaban los emblemas del bien y del mal, tan presentes en su alma. Pues recordaba las furiosas protestas de mi padre cuando alegaba que ella pretendía cultivar en mí el espíritu anglio de la estirpe, mientras que mi madre le increpaba por todo lo contrario: que perseguía desarrollar únicamente el ánima vikinga.
Para ella vikingo era sinónimo de salvaje y bárbaro, como para mi padre anglio significaba flojón, ruin y despreciable, marica y civilizado. Y era curioso comprobar cómo la expresión «civilizado» tenía opuesta significación entre ellos. Aun cuando mi padre siempre hiciera excepción de Avengeray, quizás por su fidelidad al propósito de venganza, virtud que más podía semejarle a un vikingo.
Lo que nunca llegaron a pensar fue que aquella competencia me desgarraba en lo íntimo, pues que a ninguno me era dable renunciar: mi tragedia consistía en comprobar que una parte de mi ser se situaba en oposición a la otra mitad. ¡Y no podía despreciar ninguna de ellas! Aunque les pesase, habrían de aceptarle como era ya que me resultaba inevitable. Aun cuando nunca me atreviera, hasta entonces, a manifestarme tal cual era, sin duda por ser ésta la primera vez que tales ideas se perfilaban en mi mente con absoluta claridad. Mintaka comentó, cuando se lo expuse, que había emprendido el sendero doloroso de la maduración. Me produjo desconcierto descubrirlo, por el sufrimiento íntimo que entrañaba, ya que mi soledad era profunda, iluminada débilmente por la confianza y amistad con el bardo. Al preguntarle si la vida resultaba siempre tan dolorosa, replicó que lo era mucho más cuando el hombre gobierna el timón de su propia nave; al remero siempre resulta más suave.
Cuando sacamos a la orilla cuantas ballenas precisábamos para acopiar aceite, salar carne y aprovechar todo el material que convenía, visitamos otras regiones donde abundaban las focas y las morsas, de las que cazamos también buenas cantidades para aprovechar su piel y marfil, que tan apreciados nos eran. Lo que nos proporcionaba abundante trabajo; dura y monótona tarea diaria la de preparar todo el material para alojarlo en las bodegas de nuestros barcos. Pero la caza resultaba excitante. Confieso que nunca antes me encontrara tan arrojado y compenetrado con aquellos hombres, que ya había logrado fueran compañeros y amigos. Lo que me producía satisfacción al verles rebosantes de orgullo, pues hasta Mintaka blasonaba de no haber contemplado nunca antes tan abundante y rico cargamento. Al ser tan parco en reconocer virtudes como en criticar defectos, sus palabras siempre tenían doble valor. Sobre el placer que todos experimentaban, se encontraba el sentimiento de que el esfuerzo que habían realizado diera el resultado apetecido de preparar un príncipe, y estoy seguro les complacía más que la esperanza de una rica ganancia, ya que les había prometido participar en partes iguales, sin distinción alguna. Si bien al final me demostraron que su cariño era superior a lo que había imaginado, pues voluntariamente incrementaron mi parte con lo que estimaron más valioso. Ante su orgulloso desprendimiento todos cobraron más valor ante mis ojos y mi corazón. No en vano mi padre me anticipara que serían los mejores compañeros que jamás tuviera, y también Mintaka los alabó cuando decidimos escogerlos.
Al finalizar la campaña de pesca, que más bien fuera de caza, estibada la mercancía en las bodegas, navegamos otros cinco días a lo largo de la costa, que se inclinaba al noroeste, por donde el sol quedaba colgado en el horizonte impartiendo una borrosa claridad, en busca del país de los bosques donde los hombres cazaban animales que poseían las más bellas pieles del mundo.
Mintaka me explicó la peculiaridad de aquellos salvajes, a los que nunca hombre alguno había conseguido ver. Desembarcamos, y nos acercamos hasta una cabaña situada cerca de sus poblados, donde depositamos, bien extendida y visible, la mercancía que pretendíamos venderles, y nos alejamos. Al siguiente día vimos, junto a nuestros artículos, el montón de pieles que estaban dispuestos a entregar a cambio. De no considerar suficiente el ofrecimiento debíamos dejar todo y marchar; podía ocurrir que las pieles hubieran sido incrementadas un día después, con lo que las llevábamos con nosotros. Si el pago se estimaba suficiente desde el principio, todo resultaba más sencillo y rápido. Pero nunca alcanzamos a vernos, ni se discutía palabra, ni se retiraba un solo objeto hasta aceptar cada parte, mediante este rito, el ofrecimiento de la otra.
Regresamos a Corona con tan abundante cargamento que resultara imposible aumentarlo sin poner en peligro nuestra supervivencia, pues no admitían las naves un solo fardo más sin grave riesgo. Fue lento el camino; hundidos en el agua los barcos caminaban como apesadumbrados, aunque nuestros espíritus rebosaran de contento por el éxito de la expedición. Y era yo quien sentía mayor complacencia, orgulloso del esfuerzo y del botín, aunque no pudiera compararse con el que consiguieran los que participaron en la aventura guerrera.
Pero aquel primer paso nuestro lo celebraron los compañeros de manera tan brillante que cantaban conjuntamente, al ensalzar mi valor, su propia gloria, al demostrar que, aun retirados para la guerra, poseían la fuerza de la raza. Cantaban en el salón comunal, entre regueros de hidromiel. Llegaron a embriagarse tan profundamente que algunos permanecieron dos días caminando por las nubes, en compañía de los dioses.
Mi mayor gloria consistió en aparecer por casa de la reina, justamente cuando su marido extendía ante ella y sus doncellas el trofeo conquistado en la guerra, espléndido y copioso, con la misma ceremonia que presenciara tantas veces. Del mismo modo comencé a amontonar a su lado gran cantidad de valiosísimas pieles cebellinas, armiños, zorros, martas, reno, oso, nutria, amén de marfil y abundantes pieles de foca y morsas, presente tan grandioso y digno que persona alguna de Corona contemplara antes reunido, lo que incluía a mi madre, aunque era fama que recibía fastuosos regalos y poseía un gran tesoro. Si bien nunca supe discernir si el pueblo aludía a objetos de plata y mercancías valiosas, o se referían a las grandes virtudes que le reconocían como reina.
Apenas si mi madre acertó, en aquellos momentos, a manifestarme su contento, mientras Mintaka se mantenía alejado en último término, sin intervenir. Pues su gloría había sido siempre la de pasar desapercibido y lograr fueran ensalzadas las hazañas de su pupilo.
Pero mi padre me arrastró al salón comunal, donde mis compañeros se ahogaban en cerveza e hidromiel, y allí estuvo abriendo barriles de aquella bebida de los dioses hasta que entre los presentes no quedó uno solo en pie.
Fue la primera borrachera de mi vida. Mi padre acababa de darme entrada en su mundo de héroes, y su orgullo no reconocía límites.
Mintaka continuaba a nuestro lado, sonriendo, sin intervenir.
IV
Sabía que jamás modificaba el rey una decisión impulsiva, aun cuando íntimamente lamentara después haberla adoptado. Pero, amigo y consejero, el bardo se obligaba a expresarle su parecer, dándose con ello por satisfecho aunque no fuera escuchado.
Así lo hizo al conocer que el rey se proponía llevarme consigo en la próxima expedición de primavera.
«No permitas que el orgullo de la familia te empuje a una decisión prematura. Tu hijo sólo es mitad vikingo, y su desarrollo más lento. En cambio está llamado a ser un gran príncipe, pues es inteligente. Estoy seguro. Ahora podrías destruirle: todavía no ha matado su primer oso.»