«Ha matado, en cambio, ballenas. Ahora le corresponde matar hombres. Mis barcos están repletos de jóvenes guerreros, de menos edad, que ya han conquistado su gloria.»
«Y la de Haziel será superior a cualquiera de ellos, pero diferente. Nadie es capaz de adivinar lo que le tiene reservado el destino, pero está llamado a cumplir una gran misión: lo presiento.»
«La principal es integrarse en la familia, el grupo que le corresponde. Y eso hará desde ahora.»
«Piensa, rey: no es igual hacerle matar ballenas, incluso hombres, con el impulso de tu brazo, que tomar él la decisión de abrazarse a su primer oso y matarlo. Esto sólo lo hará cuando le haya llegado el momento de sentirse hombre, y no antes.»
Mi madre, como solía, le abordó más apasionadamente en el reproche.
«¡Deseas llevarle a la muerte!»
«¡Reclamo al hijo que me pertenece! Observa a los otros jóvenes: todos se esfuerzan por conseguir lo que ya tienen o han de poseer, conscientes de que nadie merece disfrutar lo que no ha ganado. Mientras que tu hijo dispone de un trotón, un corcel, esclavas para servirle, esclavos para cambiarle los trapos sucios del trasero, y hasta algún loco que mejor prefiere enseñarle música y ciencias que degollar a un valiente guerrero enemigo. ¿Qué puede esperarse del ánimo de un joven al que jamás ha faltado nada?»
«¿Ha de escatimarle algo su madre si dispone de ello?»
«Le has privado del estímulo de conquistar lo que cree merecer. De un palenque donde templar el ánimo, donde convertir su energía en provecho de la comunidad. Al disfrutar de todo sin esfuerzo sólo es una carga para los demás.»
«¿No te horroriza llevarle hacia la muerte?»
«¿Y qué es la muerte? Morir es tan sólo crear un círculo. Lo importante es que resulte útil y glorioso lo que quedó dentro. Reunirse en el paraíso con Odín es la mayor gloria que puede conseguirse si se muere con honor, como corresponde a un vikingo. Pues el que muere sin luchar solo servirá para criado del héroe. La gloria y la recompensa de los dioses está reservada a los esforzados. Un vikingo no tiene derecho a disfrutar más que aquello que consigue con su espada y su sangre.»
«No te justifiques con tus dioses paganos, Thumber, y atiende a las quejas de una madre: pues sé muy bien que persigues enfrentar a mi hijo con Avengeray para satisfacer tu odio. Y aquel gran rey no tendrá más remedio que matarlo.»
«Te engañas, como siempre. Nunca le odié ni deseé su muerte. Fue cruel matar a su padre, mas al ser mi primera empresa importante no podía desaprovechar la oportunidad de vencer al más famoso guerrero entre todos los cristianos. ¡Por el dios Thor que pasados los primeros momentos, nunca sentí orgullo de aquella hazaña! Aunque mi fama se extendiera entre los vikingos y los cristianos, y todos me temieran desde entonces.» Se levantó y dio unos pasos hacia la puerta, pero regresó, como acostumbraba: «Me has considerado siempre un salvaje, y cierto que lo soy. Compara tus modales con los míos. Pero eso no acrecienta tu razón: soy una fuerza natural que actúa según lo dispuesto por Odín. Aunque pudiera libremente rebelarme. Mas con cada acto estoy labrando el futuro que nos aguarda. Y esto es lo que te resistes a entender: que hasta el mal cumple una función en el pensamiento de los vastos dioses».
Aseguraba el bardo que estaba poblado de dudas y tenía razón. Algo incomprensible me resultaba la aureola de legendario que rodeaba a mi padre, pues que le conocía como esposo más bien encogido, siempre a la defensiva contra los constantes ataques de mi madre. Actitud doméstica que, a excepción del mismo bardo, nadie más conocía.
Me hacía pensar en la falsedad que supone crear imagen tan alejada de la realidad, que a mi juicio desacreditaba tanto al rey como a mi tutor, pues se dejaba arrastrar éste por el estro poético, quién sabe si por lisonja, con desprecio de la verdad. Con lo que se agigantaba el cúmulo de mis dudas, pues si desconfiaba de los que más próximos residían en mi corazón, ¿cómo iba a asentar mi firmeza interior? Nunca olvidaba el sarcasmo de la reina al asegurar que el bardo le inventara una genealogía de veinticinco reyes, que de haber existido no alcanzaría en realidad más allá de pastores y boyeros, y hasta quién sabe si alguno de ellos llegaría a herrero, pues memoria no había de tantos reyes. Y aunque desde niño aprendiera a no aceptarlo como oráculo, las palabras de mi madre siempre me proporcionaban amplia materia de reflexión, puesto que me descubrían dos mundos. Con lo que mis dudas se aumentaban, pues se acrecentaban con el caudal de las nuevas. ¿Por qué aquel divorcio entre palabras y hechos?
Parece que nunca se percataron mis padres del desconcierto que presidía mis sentimientos e ideas. Únicamente Mintaka, y sin duda que le preocupaba. Para aquella ocasión no me atreví a pedirle me acompañara, pues suponía una debilidad que debía ocultar. Pero sin duda que lo leyera en mis ojos y supe con oculta satisfacción que vendría. Mi padre debió de adivinar los motivos, aunque lo disimulara; sin duda le agradaría disfrutar una vez más de la compañía de su viejo camarada de armas, amigo y consejero.
Tan pronto como salimos al mar abierto, el rey pareció transformarse. Mandó desplegar las velas, y apareció el famoso y espantable dragón. También se despojó de la caperuza al que ostentaba en lo alto del codaste, que miraba al mar con una ferocidad y saña que encogía el espíritu. En aquel momento sentí que el rey adquiría la proporción de un gigante, y todos los guerreros, al recoger los remos y colocar sus escudos en las amuras de la embarcación, se disponían a secundarle, conscientes de emprender una gesta gloriosa. Cierto que se había producido una metamorfosis y que se me aparecía como el mismo dios Thor, cabellera y barba rojas, musculoso, atlético. Era fama que también se excitaba con facilidad, y desplegaba entonces un torrente de energía en el combate, aunque conservase la mente serena. Tan temible resultaba en sus estallidos de cólera como bondadoso y compasivo con los hombres, como bien se reflejaba en sus discusiones con la reina, donde bajo su apariencia ruda y grosera se adivinaba un fondo de bondad y tolerancia. Quizás representase un modelo donde los vikingos se reconocían a sí mismos, ayudado por el arte de Mintaka al convertirle en arquetipo. Una bondad que cualquier vikingo se avergonzaría de confesar; al contrario, lo ocultaría como una afrenta, y se disfrazaría con el rostro vigoroso, cruel, espantador, de la ira salvaje.
Unido a la vibrante y espléndida impresión que me inundaba, iba acrecentándose el placer de sentir el leve deslizar del Dragón Flamígero sobre las ondas, que parecían encogerse para permitirle el paso. Tan velozmente se impelía sobre la tersa superficie del mar que olvidé las sensaciones que me produjera el estar embarcado en la lenta y pesada konora, como si mi memoria permaneciera virgen de esta experiencia: tan nueva y sensacional la encontraba. Se me aparecía nerviosa y sensible como una gacela; tan ágil como los delfines y gaviotas, rozaba el mar sin hundirse. Recordaba cómo mi padre cantaba sus excelencias, orgulloso de no llevar un solo clavo de metal, sino que lo eran de encina, de igual madera que estaba construida, sujetas las planchas a las cuadernas con varas de mimbre para que no perdiese aquella elasticidad que le permitía acoplarse a la forma de las olas y absorbía sus movimientos sin estremecerse ni oponer gran resistencia.
Mi padre parecía entretenerse en conversar con los setenta guerreros que nos acompañaban, luego de comprobar que los otros veinticinco barcos seguían el rumbo con facilidad. Aparentemente al menos se desentendía de mi persona. Permanecía yo junto a Mintaka, que gobernaba el timón. Me pidió lo empuñase y destacó que desde entonces marcaría el rumbo de toda la escuadra, pues que todos seguían a la dragonera real. Recordaba las enseñanzas recibidas de mi tutor cuando el sendero de las ballenas, más las nuevas orientaciones que ahora me procuraba, y así pasaban las horas.