Tuve que moderar mi optimismo, pues no debía descartar que otros enemigos podían quitarme la vida, o cuando menos desgarrarme las carnes en el combate, pues eran fieros, pesados, con fabulosa fuerza, capaces de troncharme el tronco si llegaban a alcanzarme. Y no era posible atacarles con flechas desde lejos; ningún mérito encerraba el procedimiento. Aun la lanza debía arrojársela desde muy cerca, de tal modo que en algún caso recibí un zarpazo en el hombro, o en un brazo, lo que me causaba gran complicación, pues existía la necesidad de acopiar alimento para caballos y perros, y para mí, mientras las heridas llegaban a inmovilizarme bastantes días.
Más de dos meses iban transcurridos y la primavera se presentaba radiante y cálida. En la cueva se contaban ocho pieles, las últimas sujetas en el bastidor, y en mis carnes once cicatrices, alguna todavía dolorosa, cubierta con el remedio que preparé oportunamente. Y aunque no podía examinarme en conjunto, mi aspecto había variado, pues a pesar de los baños aparecía sucio, los cabellos revueltos, destrozadas las ropas por virtud de las zarpas de los osos y los agudos riscos y pedregales por los que había trepado y caído. Mis esfuerzos resultaban así superiores a los de cuantos guerreros se ufanaban en el salón comunal; sin duda que Mintaka hubiera sonreído orgulloso y complacido. Aunque mis humillaciones habían sido tan profundas y continuadas que no me sentiría satisfecho más que llevando la tarea a término. Estaba dispuesto a proseguir, para lo que me vi en necesidad de recobrar fuerzas mediante la recuperación de las heridas y fatigas, por lo que cuidaba especialmente de alimentarme y descansar. Aun así no me era posible guardar tanto reposo como fuera necesario, obligado a cazar para los perros, llevar los caballos a que pastaran, amén de amontonar heno en la cueva, pues no siempre me era posible sacarlos.
Cuando el vigor retomó a los músculos reemprendí las salidas, en compañía de la jauría, cuya ayuda me resultaba valiosa. Sabían lo que perseguíamos y cada vez se conducían con mayor sabiduría, lo que nos facilitaba la localización de las presas. Ellos y yo habíamos aprendido tanto de los osos como, seguramente, los osos de nosotros.
Hasta que inesperadamente, llegó el gran día. Apenas nos habíamos alejado seiscientos pies de la cueva cuando escuché los ladridos anunciadores de la proximidad del enemigo, y a poco regresaron algunos canes moribundos, destrozados. Los ladridos y los gruñidos de la fiera formaban un concierto espantoso, sobrecogedor. Cuando a la carrera llegué al calvero me sorprendió la figura de un oso como jamás había soñado: dos cuerpos de alto, que bien pudiera pesar mil o mil doscientas libras, erguido sobre sus patas posteriores, abiertas las fauces por donde asomaban los colosales colmillos, emitía gruñidos poderosos mientras se defendía contra la acometida de los perros. Cada vez que alcanzaba a uno salía el animal despedido por los aires, algunos para no levantarse jamás.
Al verme se desentendió de ellos y quedamos frente a frente, apenas separados por una veintena de pasos. Los perros suspendieron el ataque y se replegaron quejumbrosos. Algunos agonizaban. La tarea de mis fieles y bravos compañeros quedaba cumplida al entregarme a su verdugo. Aquel animal, aquel gigante, no podía ser otro que Oso Gran Espíritu, desafío de mis antecesores, cubierto su cuero con las cicatrices de todas sus lanzas, demostrativas de su invencible poderío.
Me sentí emocionado. Curiosamente, no experimenté temor. Sin duda porque esperaba aquel momento. Se me planteaba el reto que había aguardado y deseado, y me encontraba dispuesto. Pensé que todo el pueblo de Corona, el rey, Mintaka y Aludra, rodeaban el calvero entre una multitud curiosa y expectante. Deseaba demostrarles que era aquél el instante supremo en que todos los caminos se encuentran y se separan. Llegado este momento, una fuerza desconocida me arrastraba, y yo mismo me sentía un extraño.
Cuando el monstruo me hubo estudiado, comenzó a balancearse y a avanzar erguido, abiertas las poderosas mandíbulas flanqueadas de horribles colmillos, las manos extendidas como buscando abrazarme, tan afiladas las uñas de sus garras que espantaban. Me pregunté si sobreviviría en el caso de que unos y otras llegaran a tocar mi carne. Pero Oso Gran Espíritu no parecía dispuesto a retroceder, y lo mismo me ocurría. Se trataba de una cita concertada desde los tiempos ignotos, y allí nos encontrábamos frente por frente. No me era perceptible el murmullo ni la respiración de aquella multitud que nos rodeaba, fantasmas que contenían el aliento.
Permití que siguiese avanzando, lenta, muy lentamente, mientras yo permanecía inmóvil, de modo que pude sufrir veinte agonías en aquel tiempo. Lo estudiaba y me sorprendía descubrir que la bestia parecía guiada por una inteligencia reflejada en todos sus movimientos. Lo que no era extraño si la leyenda resultaba cierta. Temí fuera capaz de leer mis pensamientos, pues elaboraba entretanto la táctica para atacarle, si antes no me destrozaba. Así que en el momento favorable esgrimí la lanza en un amago de arrojársela, y observé cómo mediante un rápido movimiento se apartaba de la trayectoria. Después pareció chasqueado al comprobar que el arma no había salido de mi mano, y ello le hizo pensar.
Nos manteníamos moviéndonos en círculo, cada vez más corta la separación, mientras nos amenazábamos con argucias de tanteo. Gruñía siniestramente después de cada una de mis añagazas, y aquellos engaños parecían aumentar su prudencia, al darse cuenta de que no me estaba conduciendo en la forma que él podía esperar. Dudé hasta entonces que los dioses asistieran a este monstruo, mas ahora estaba convencido. No era un simple animal, sino un ser inteligente.
Me percaté de que nunca le alcanzaría con la lanza, aunque estuviéramos muy próximos, pues lograría desviarla con su poderosa mano. Entre tanto procuraba acortar la distancia, que ya era de unos quince pies, abiertas las zarpas; le descubría la intención de abalanzarse para partirme en dos con un abrazo. Dejé entonces que el miedo se reflejase en mi rostro y mis movimientos demostraran el pavor que me estaba invadiendo, mientras retrocedía algunos pasos horrorizado ante la muerte inevitable. Y cuando aquel ser pensó que huía, lo que le llevó a bajar la guardia de sus poderosas garras, arremetí como centella, extendido el brazo que remataba en punta con el cuchillo, que guié contra su corazón, al tiempo que profería un grito que resonó por el valle, como himno de mi furia.
Mi pensamiento supremo en aquel instante era que no merecía vivir si no me acompañaba la gloria de los héroes, y que en aquella batalla habíamos de sucumbir uno de los dos, pues que estaban empeñadas las excelsas divinidades. De nada me serviría rehuir el encuentro ni extremar precauciones cobardes, pues no luchaba contra un animal. Y lo que estuviese en la mente de los dioses se cumpliría. Por eso asesté el golpe con una saña que brotó de no sé qué desconocidas reservas interiores, y estreché mi cuerpo contra el suyo; giré el cuchillo para que la herida, de la que brotaba un chorro caliente y viscoso como un manantial de la roca, se agrandase, hasta bañarme con su sangre. Resonó un bramido indescriptible, como sendero violento por donde se le escapaba la vida, y todavía tuvo tiempo de levantar las garras y clavarlas en mis costados. Sentí cómo se laceraba mi carne, y un dolor tan intenso y profundo que me privó de lucidez.
Esperaba despertar en el Walhalla y que una walkiria humedeciera mis resecos labios para calmar el ascua que me incendiaba la garganta y abrasaba la boca. Mas no era una grácil muchacha aquella figura que resplandecía en un nimbo de luz que le era propia, sino un anciano delgado y alto, con una larguísima cabellera y barba que le alcanzaría las rodillas cuando menos, color blanco de nieve. Vino a postrarse junto a mí con un cuenco en la mano. No distinguía qué bebida era, pero me reconfortaba sentirla pasar por los labios, humedecer la garganta dolorida, correr hasta mi estómago acongojado de un enorme vacío.
«¿Quién sois, y cómo os encontráis aquí?», acerté a preguntar ante el desconcierto de que una persona había violado las reglas del santuario, reservado a la estirpe real.