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«No os inquietéis: soy un pobre peregrino que recorre el mundo para purgar sus muchos pecados.»

Sus palabras eran suaves, la sonrisa dulce, los ojos vivos. Pero lo más sorprendente era el resplandor que evadía de su figura, pues le proporcionaba un nimbo irreal, divino. Me pareció un enviado de los dioses, quizás para castigarme por la muerte de Oso Gran Espíritu o revelarme algo desconocido que debía acontecer ahora, de acuerdo con los planes que tuvieran dispuestos. En cualquier caso, pensaba, me traía una predestinación y no podía contemplarlo severamente, como enemigo, aunque un pensamiento me seguía inquietando:

«¿De dónde venís?»

«Soy cristiano.»

«¿Cómo os llamáis?»

«No tengo nombre: me llaman el obispo innominado.»

«¿Sois obispo? Conozco lo que representa vuestro rango entre los cristianos. Pero nunca soñé que se pudiera ser tan pobre. Os llamaré Longabarba. ¿Y cómo habéis llegado hasta este lugar secreto, reservado para los reyes? ¿No sabéis que es un santuario?»

«Nada conozco. Vengo de muchos países y he cruzado valles, montes y ríos, y es la primera vez que piso este territorio. He llegado hasta aquí guiado por la mano de Dios, pues Él condujo mis pasos para vuestra salvación.»

Aquel viejo peregrino utilizaba el lenguaje de mi madre, por lo que me evocaba un mundo perdido que jamás conociera, del que guardaba un tesoro de recuerdos infantiles escuchados de sus labios. Pero que a la vez me sonaba extraño y tan lejano que pertenecía a la irrealidad, a la leyenda. No representaba para mí lo cotidiano, lo inmediato, lo presente. Bullía en mi cerebro con la imprecisión de los sueños.

Como me viera examinar mis vendajes y tratara además de averiguar el estado de mis caballos y de los perros supervivientes, en un esfuerzo por reconocer mentalmente el camino transcurrido desde el supremo instante en que me abandonó el espíritu abrazado al oso, Longabarba habló:

«Dios me trajo cerca de vos en el preciso instante en que os arrojasteis contra el oso y le clavasteis el cuchillo en el corazón. Nunca pude pensar que hombre alguno fuera capaz de acto tan temerario y loco. Y no lo digo por censuraros: os reconozco como un joven de extraordinario valor. Habréis sufrido mucho para llegar a este extremo, pues que se leía en vuestro rostro la determinación de un desesperado. Aunque conozco que un vikingo debe despreciar la vida. A punto estuvisteis de perderla bajo la mole del oso, que os cayó encima. Hube de sacaros y traeros hasta la cueva, para curar vuestras heridas. Tuvisteis fiebre durante muchos días. Pero finalmente habéis superado, con vuestra juventud, tan graves lesiones. Os desgarró los costados dejando al aire los costillares. Dios ha escuchado mis oraciones y os ha salvado. Entre tanto he alimentado vuestros caballos y vuestros perros, y he enterrado a los que murieron. Despellejé al oso y confeccioné un nuevo bastidor para su piel, pues resultaban pequeños los que disponíais. Se encuentra rascada y cubierta por el curtidor, y luce un hermoso agujero en el lugar que escondía el corazón. Podéis sentiros orgulloso de la hazaña, a fe mía. Os felicito.»

No podía sentir enojo contra aquel santo hombre que se había sacrificado por mí, a tenor de los mandamientos de su religión, pero me hallaba inquieto y disgustado.

«Os agradezco a vos y a vuestro Dios lo que habéis hecho por mí. Pero ignorabais que todo cuanto he realizado carece de valor si recibo ayuda de cualquier persona. Este lugar está vedado a todos cuantos no procedan de estirpe real.»

«De no haberos ayudado estaríais muerto.»

«Es preferible morir con honor.»

«La vida es un don divino y debe utilizarse no tanto en provecho propio como en servicio de los demás. De otro modo, ¿para qué sirve? Si tenéis una misión que cumplir, como a todos acontece, debéis administrarla de modo que sea posible llevar a cabo la tarea que a cada uno nos corresponde. No podéis tentar a la Providencia con actos temerarios. No debéis, tampoco, vivir solo, sino con los demás.»

«Vuestras palabras son hermosas, mas no debíais haberme ayudado.»

«Si os place, nadie se enterará por mi boca.»

«Lo sé yo, y basta.»

No, no era suficiente, según las dudas que me asaltaban, a las que tanta significación concedía el bardo.

Todavía transcurrieron varios días antes de que pudiera ocuparme de los caballos y los perros, y otros menesteres, a costa de grandes dolores en cada movimiento. Y aunque lo disimulaba, no escaparía a Longabarba el sufrimiento que me proporcionaba. Pero no aceptaba que siguiera ocupándose de lo que me correspondía. Y en cierto modo debía de comprenderlo, pues el anciano daba muestras de un profundo respeto, cortés.

En las largas veladas junto al fuego me preguntó por la leyenda de Oso Gran Espíritu, a la que había aludido alguna vez mientras contemplábamos la piel, estirada en el bastidor, embadurnada con el curtiente. A la vez que repasaba las otras pieles, unas terminadas, otras en proceso, que narraban mi historia. Y aunque no se me escapaba que su religión era opuesta a lo que representaban nuestras leyendas y tradiciones, no concedía mayor importancia ni discutía por ello. Pero en sus palabras se reflejaba la sabiduría, que era distinta a la de Mintaka en las fórmulas, pero idéntica en el significado profundo de sus razones. Me parecía que ambos, allá en los principios de su genealogía, pudieron ser hermanos.

«¿No os parece difícil que un oso viva tantos años? Fijad la atención en que ha burlado a no menos de diez reyes. La vida de los osos no suele ser tan larga.»

«Oso Gran Espíritu no es como los demás: os lo referirá Mintaka si llegáis a conocerle. Es el aliento de los dioses. Sobre el que ha ido acumulándose la valentía y astucia aprendida de todos los reyes que le han combatido, pues el ánimo actúa sobre los animales del mismo modo que sobre los hombres. Oso Gran Espíritu es la suma de todo el vigor que puebla el bosque, al igual que sobre mí se concentra la esencia que anida en esta caverna desde el principio de mis antepasados. Los dioses tenían dispuesto que un día se enfrentasen las dos partes y triunfase el más astuto.»

Un día comentó:

«Sin duda que sois muy principaclass="underline" no sólo porque procedéis de estirpe regia sino porque lo pregona vuestra apostura, las ricas armas, los arneses de vuestros caballos, vuestra cultura, pues además conocéis hasta mi propia lengua.»

Pues que había matado a Oso Gran Espíritu, sumaban nueve las pieles, y aun cuando todavía no igualaba en número a mi padre, superaba a diez reyes matando al enemigo que para ellos resultase invencible, podía permitirme cierto orgullo, que tan fundido se encuentra en la naturaleza de un vikingo.

«Yo soy Haziel, príncipe, hijo del rey Thumber de Corona y de la reina Elvira, venida del País de los Cinco Reinos.»

Longabarba pareció meditar, y sin perder la sonrisa, con la infinita paciencia y bondad que le caracterizaban, el tono humilde, el ademán afable, dijo:

«¿Os han referido, príncipe, que a vuestros padres los casó un obispo en el castillo de Ivristone?»

«Lo he escuchado muchas veces.»

«Quizás deba deciros que yo soy aquel obispo. Y me agradaría escuchar de vuestros labios lo que ha sucedido a vuestra madre desde entonces.»

Sentí emoción ante aquellas palabras que revivían un mundo perdido, en cuyos orígenes se encontraban parte de mis raíces.

«Contad con ello, Longabarba. Todavía he de matar tres osos, y tendremos tiempo. Si es que queréis quedaros hasta entonces.»

«No pienso marchar a Corona antes que vos. A pesar de que mucho deseo ver a mí señora la reina Elvira, a quien busco desde hace más de veinte años.»

«Podéis quedaros, bajo una condición: en respeto a lo dispuesto por los dioses no me prestaréis ayuda de ninguna clase. He de bastarme a mí mismo. Puedo también cuidar de vos, o gobernaros vos mismo, como prefiráis, pues sobre este punto nada hay prescrito.»