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Correspondió a mi broma con una sonrisa:

«Así será. Por mi parte, no quiero ser una carga más para vos, aunque tampoco rechazaré cualquier ayuda que deseéis prestarme.»

Durante la noche parecía expandirse el halo luminoso que acompañaba su figura. Pensaba si aquella luz sería la imagen visible de su espíritu. ¿Cuál podía ser la tarea que me correspondería en adelante, puesto que sin duda aquella aparición significaba un anuncio, una predestinación?

VI

Con la muerte de Oso Gran Espíritu debió de quebrantarse alguna energía oculta y misteriosa, por cuanto los tres que faltaban para la cuenta se rindieron sin causarme daño. Quizás contribuyese la experiencia, pues aprendiera a plantar cara a aquellos fieras, excitarles de cerca, esperar con ánimo decidido a que se levantasen sobre las patas posteriores y avanzaran hasta la distancia justa, donde la lanza no podía fallar en penetrarles en el corazón. Un salto atrás me libraba de sus poderosas garras. Ya sólo bastaba contemplar cómo la inercia de la marcha les impulsaba algunos pasos más, con la inútil pretensión de alcanzarme, pues me mantenía a una distancia que les engañaba, hasta que al ahogarles la sangre se derrumbaban. Emitían algunos un enorme gruñido que rebotaba en las cavernas y picos altos que circundaban el valle cerrado y sacro, pregonando su agonía.

Curioso pensarlo, pero la muerte de Oso Gran Espíritu significó para mí que el espíritu de los dioses se ausentara del valle, y en vez de sentirme conducido por ellos había recobrado la libre decisión, amparada por mis músculos y mis ideas. Advertía la plenitud de mi ser reconquistada. Como una liberación suprema, aunque sólo fuera todavía un sentimiento apenas intuido.

No me animaba, sin embargo, la ilusión del regreso. Hubiera sido normal que la revancha me impeliera a presentarme en Corona para gritar a todos su equivocación, que Haziel era grande y valiente, hijo de Thumber; a mi padre, para borrar de su rostro la sonrisa sardónica que me venía destinando. A Mintaka ofrecerle la satisfacción de ver cumplidas sus esperanzas, el premio de su fe. Y a la dulce Aludra el desquite de todas sus humillaciones, que eran las mías.

Pero no sucedía así. Es posible que mi espíritu se hubiese identificado con el valle, pues ahora cada árbol cobraba una distinta significación, cada pico de las montañas, los alcores, las águilas, los corzos, los lobos, los osos mismos. La cadencia afiligranada del vuelo de las mariposas pregonaba el júbilo de la primavera, que se había aposentado en mi alma como un renacimiento, y me maravillaba tanto como los rayos del sol penetrando a través del techo entramado del bosque, el reflejo de la luz en el arroyo, en el musgo, los peces plateados, las ardillas, todo proclamaba un sentido nuevo en la naturaleza, que nunca percibiera antes. Era un entusiasmo que me poseía, y al elevarme sobre mí mismo me estaba transformando. Me sentía integrado en cuanto me rodeaba. Había dejado de sentirme extraño e impotente; ahora era soberano y firme. Y cuando pretendía que Longabarba entendiera lo que descubría en mí, sonreía.

Apenas si el viejo hiciera alguna pregunta; siempre parecía más dispuesto a escuchar que a referirme sus pensamientos y aventuras. Había caminado por veinte años y al llegar al país de los esvears fue vendido como esclavo, aunque lo citaba de paso y sin detalles, para concluir que Dios le había rescatado para la libertad y el cumplimiento de la misión encomendada. Que alguna debía de ser, aunque decía ignorarlo.

«Tengo poco que enseñar y mucho que aprender -observó al preguntarle-. He malgastado mis palabras y mi tiempo; ahora me falta para acercarme a los demás. Y sois vos, príncipe, lo que más deseo conocer, pues que os he buscado.»

Le referí mis problemas, sufrimientos y humillaciones, Mintaka, Aludra, cuanto tenía un significado y determinase mi venida y desafío al valle sagrado, así como mi orgullo de haber vencido a los mismos dioses. Lo que me colocaba por encima de todos los reyes, mis bravos antecesores, quienes ganaron fama de valientes guerreros y astutos capitanes, pues no sólo había matado mayor número de osos que cualquiera de ellos, sino que además ostentaba el máximo trofeo, que ellos no pudieron lograr. Sólo a mi destreza y arrojo se había humillado. Con lo que quedaba superado incluso mi padre.

Ahora podían tronar todos los dioses juntos en la cumbre del Corona, la mole negra que presidía el poblado, en cuya base se abría una profunda gruta donde los sacerdotes penetraban para ponerse en contacto con las divinidades y leer el libro sagrado de las runas grabadas por el mismo Odín para gobierno de los hombres.

No me causó recelo alguno confiar a aquel hombre mis más recónditos pensamientos, pues que en aquel tiempo creció la amistad y el afecto por el compañero, tal era su bondad y respeto. Me recordaba a Mintaka, aunque en todo parecían diferentes. Pero algo quedaba en el fondo de mi sentimiento que los hermanaba, aunque no acertase a definirlo, pues eran muchas las ideas que inundaban mi imaginación. Sin duda que la devota atención de Longabarba por cuanto quisiera explicarle, y su demostración de que entendía mis palabras, contribuía a que me sintiera feliz, pletórico de alegría, como un retoño brillante de savia que desafía a la vida. Porque el mundo cobraba una significación que hasta ahora no tenía, y los hombres se me presentaban bajo aspectos que jamás antes descubriera.

Llegó el momento de regresar. Recogido y colocado sobre los caballos cuanto debíamos llevarnos, giré la vista por la caverna, para enterrar los desperdicios y cosas inútiles que quedaban desparramadas.

«Cuando venga mi hijo no deseo que encuentre la suciedad que dejó mi padre», comenté.

«Creo que con Oso Gran Espíritu ha muerto un mundo. Vuestro hijo, príncipe, ya no recorrerá estos senderos. Hay una voz que me lo está diciendo.»

Tan frecuentes eran los enigmas en boca de aquel varón luminoso que ya no me sorprendían. Al principio me preocupaba desentrañarlos, después los aceptaba como sentires ocultos que no me era dado comprender todavía. Aunque confiaba que llegaría su día y momento. Sentía cada vez mayor admiración y respeto por Longabarba, seguro de que encerraba una predestinación en la cual me encontraba inmerso. Sin que supiera adivinar el sentido. Como tampoco lo conocía él, según decía. Y vano hubiera sido preocuparse excesivamente, o temer lo que resulta inevitable. Tampoco pensaba que de un ser afable y bondadoso pudiera derivarse violencia alguna, ni por sus actos ni por sus ideas. Lo aceptaba, pues, como un espíritu nuevo que no llegaba a penetrar, pero que sin embargo me atraía como una incógnita que se proyecta en el futuro, hacia el que nos dirigimos.

Cada paso que dábamos durante los tres días del regreso, a la vez que nos acercaban, significaba una frontera: algo concluía allí; algo se iniciaba. Eran tantas mis expectativas, tan jubilosas y ciertas, que precisaba realizar esfuerzos para dominarme y no agobiar al muy paciente Longabarba, cansado probablemente de escuchármelas repetir cada vez como si fuera nueva la idea. Sólo a su benignidad debía que no le descubriese un solo signo de cansancio ni decayese su atención e interés en oírme.

Para no atosigarle comencé a mantener largos silencios. Me ayudaba la idea de que, siendo príncipe, debía conducirme como correspondía, reposado, sereno, con dominio de mis sentimientos. Para que me juzgase capaz de llegar un día a ser rey. Pues ahora nadie podría negarme el derecho, ganado con mi sangre.

Se había excusado cuando le ofrecí mi caballo, pues su penitencia consistía en recorrer el mundo sin cabalgar en ser viviente alguno. Y por guardarle la deferencia tampoco lo hacía yo. De tal modo el camino lo recorríamos a pie. Y bien que lo agradecerían los caballos, pues que ya soportaban carga suficiente; las doce pieles representaban un fardo voluminoso. Los perros, sueltos, recorrían varias veces el terreno, y con su algazara asustaban a las aves que pretendían esconderse en los matorrales.