El último día caminábamos en silencio, sin duda porque las ideas se nos agolpaban conforme disminuía la distancia. Al remontar la pendiente, allá abajo en el horizonte se recortó la mole del oscuro y extraño exabrupto que era la montaña señora de nuestro poblado. Nos detuvimos a descansar.
«Proseguid solo, príncipe. Pienso que vuestra felicidad es demasiado grande, y la gloria que os espera tan importante, que no merecen ser coartadas con mi presencia. Id vos ahora: yo os seguiré mañana.»
Insistí en que me acompañase pues era mi huésped y amigo, mas persistió razonablemente en pasar la noche al abrigo de aquellas rocas que le ofrecían buen refugio. Dijo que le sentaría bien meditar sobre las jornadas que le aguardaban en Corona. Aun cuando adivinaba se refería a mi madre, no la mencionó, ni quise ser indiscreto.
Tras dejarle provisiones suficientes y la compañía de dos perros a los que hube de atar para que no me siguiesen, reanudé el camino, ansioso de llegar, pues aunque lo disimulase ante el anciano peregrino, el corazón me golpeaba las venas como un martillo. Pensaba cuán grande era la sabiduría de aquel hombre, que no quería interferir con su presencia lo que para mí debía ser un momento de excepción en mi vida. Creo que sabía tanto de mí que alcanzaba más allá de donde yo podía comprender, y que encontraba en mis actos y palabras significados que yo mismo ignoraba. Lo único que había conseguido era la promesa de que esperaría al día siguiente en el mismo lugar, pues acudiría a acompañarle.
A poco de separarnos, y cuando las irregularidades del terreno ya me ocultaban, cabalgué para apresurar la marcha, tal se acrecía mi impaciencia por llegar. Los caballos y perros olfateaban la proximidad del hogar, y mostraban su satisfacción con relinchos y ladridos, que representaban una entrada triunfal a cuyos ecos se incrementaba mi excitación. Eran muchos años de humillación y de vergüenza los que contenía mi alma para no sentir impaciencia.
La faz complacida y la alegría en el corazón, llamé a la puerta de Mintaka, ruidosa, perentoriamente, acompañado de la zalagarda de los perros que festejaban su arribada a los lugares conocidos, a los olores que les identificaban con su origen, sus querencias.
Quedó parado en el umbral, sorprendido el bardo de la inesperada aparición, aunque tengo para mí hacía tiempo que me aguardaba con la incertidumbre y la ansiedad de los corazones amantes. Se repuso, con una exclamación de alegría. Me estrechó entre sus fuertes brazos y me levantaba del suelo y daba vueltas y vueltas, mientras reía mostrando su júbilo, que se unía al mío, pues la felicidad era de ambos, y nos regocijábamos en nuestro encuentro.
Cuando conseguí librarme de sus brazos fui al caballo, desaté el pesado fardo, lo introduje en la casa y extendí sobre el suelo las doce pieles, cada una con la historia en runas, que él me había enseñado a escribir.
Tan sorprendente resultaba el trofeo, incluso para un hombre que como el bardo siempre confiaba en mí, que era lógica su sorpresa e incredulidad. Mientras yo me gozaba. Y cuando hubo leído las doce historias, percatado de la importancia y trascendencia de mi triunfo, agarró con sus poderosas manos la piel de Oso Gran Espíritu y echándosela sobre los hombros permaneció dando vueltas jubilosas, como un extraño rito, hasta venir de nuevo a abrazarme. Tanta era su emoción que hasta le enmudecieron los labios. Dijo después había sido la única ocasión en su vida que no encontró palabras para expresar lo que sentía. Un momento en que rebosa el corazón y solamente queda para expresarse la risa, las exclamaciones, los saltos, la mímica, que no precisan reflexión. Era el instante de los sentimientos, en que las palabras carecen de significación.
Cuando se hubo calmado, y luego de referirle brevemente toda la hazaña desde mi marcha, con premura amontonó las doce pieles y las ató de nuevo en un fardo. «¡Thumber habría reventado de orgullo si no estuviera por ahí de vikingos!», exclamó recordando a su amigo.
Levantó el pesado bulto sobre los hombros y me pidió le siguiera. Mas antes le solicité me devolviera aquel documento que le confiara, lo que hizo, y lo guardé entre mis ropas. Entonces le seguí. Llevaba el trofeo como si se tratase de una carga liviana, cuando para mí representaba un considerable esfuerzo levantarlo.
Llegamos al salón comunal sin que nadie lo advirtiese, pues ya era noche cerrada. Abrió la puerta de un puntapié y al estruendo suspendieron el ademán los guerreros que dentro holgaban. Se apagó el grito y el bullicio; también las mujeres quedaron suspendidas por la rudeza, en el aire el ademán con los jarros de hidromiel que llevaban. Aquella pareja quedó abrazada, suspendida la caricia, aquel otro mantuvo en el aire la palmada que destinaba a las generosas posaderas de la moza, y el eco de las risas quedó resonando por las paredes. Todos contemplaban la puerta, que acababa de traspasar Mintaka, mientras mi propia figura quedaba enmarcada entre las jambas con el fondo de la oscura noche a mis espaldas. Debí de resultarles extraño, cubierto de pieles, sucio, enmarañados los cabellos, con la apariencia de un loco o un lobo.
Sin decir palabra, desafiante, Mintaka arrojó el fardo en el centro de la multitud, y se agachó para soltarlo. Extendió las doce pieles en el suelo, las runas hacia arriba. Cada piel mostraba un único agujero en el lugar del corazón.
Y resonaron sus palabras:
«¡Leed, guerreros, la gloria del príncipe Haziel, que ha matado doce osos!»
En medio del asombro, provocado por el solo anuncio de la hazaña increíble, pues guardaban en la memoria la idea de un cobarde, de un salto me coloqué encima de las pieles, pisando la de Oso Gran Espíritu que sobresalía tanto por su tamaño como por la extensión de la leyenda que contaba la proeza de su cacería e historia. Me despojé de mi rústica vestimenta, y me exhibí desnudo para que contemplaran sobre mi carne tan gran número de cicatrices que no quedaba el espacio de un pellizco descubierto. En aquel momento evidenciaba, con la postura y el gesto, soberbio orgullo que me poseía.
Sin pronunciar una palabra bastó mi gesto mudo para recuperar mi honor. Las palabras eran de Mintaka: cantaba que ningún vikingo llevase antes a cabo proeza como la mía, que superaba incluso al mismo rey Thumber, mi padre, orgullo de todos los guerreros norses, danés y esvears, que constituían la gran nación vikinga. Proseguía el bardo refiriendo la historia de Oso Gran Espíritu, que sostuvo combates con diez reyes, y mostraba su cuero con las cicatrices de las batallas que mantuviera con mis antecesores; sólo Haziel había desafiado a los mismos dioses y acertado con el cuchillo en su corazón, en un abrazo de muerte.
El bardo de las palabras de oro semejaba un iluminado al cantar la gesta inconcebible de mi nombre, que proclamaba era orgullo de la raza vikinga, ante cuya noticia temblarían los enemigos, que gemirían como mujeres al solo conjuro de mi presencia, y bastaría para rendirles anunciar que ante ellos se encontraba el príncipe Haziel, el de los Doce Osos. Y comunicó a los reunidos que como mandaba la tradición emprendería un viaje de aventura para probar mi arrojo ante el enemigo, para traer a casa un grandioso botín, el más rico que pudieran concebir los hombres. Con Haziel se encontraba la ocasión de los valientes.
La vida, que se les quedara suspendida a todos con mi presencia y el canto del bardo, reventó de súbito al concluir el poeta. En una cascada de entusiasmo, gritos y júbilos, me rodearon los hombres y las mujeres, y me presentaban sus jarros de hidromiel. Con ellos se ofrecían para acompañarme, y el entusiasmo se reflejaba en sus rostros, especialmente de los veteranos guerreros curtidos en mil batallas, que ya me acompañaron cuando recorrimos el sendero de las ballenas, los más entusiastas seguidores que ahora me rodeaban orgullosos de mi gloria, que era la suya.
Bebí de muchos, con avidez, para ahogar una sed insaciable, pues era mi orgullo malherido por el desprecio de tantos años el que reclamaba ahora, en un instante, lavar sus cicatrices, colmar su ansia de reconocimiento, la valentía y el honor reconstruidos, que fuera proclamado mi furor, ser reconocido no una vez, sino millones de veces, que no había existido guerrero como el príncipe Haziel entre toda la gran nación vikinga.