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Y si el bardo Mintaka, mi viejo, querido compañero, mi casi padre, se sentía arrastrado por tan excelsa inspiración que seguía pregonando un canto panegírico sobre mi combate singular, era aquélla una voz que sonaba fuera de mí, mientras en mi interior crecía tan deprisa y desmesurada mi propia estimación que mi talla debía desarrollarse como la de un gigante, hijo de Odín. Ése era mi sentimiento: no me consideraba como un hombre, sino grande y poderoso como un dios. Creo que hasta el más miserable, a fuerza de alabanzas, puede convertirse en un gigante. Aunque debo reconocer era más fuerte mi pasión que las alabanzas ajenas, la pleitesía de sus gestos, el ofrecimiento de sus jarros llenos del licor divino, que rebosaba en mi boca y se derramaba mi gloria. Contagiado por la orgía, en que las parejas se excitaban hasta el frenesí y el arrebato, quise retener a una mujer que me ofreciera su jarra, de la que estuve bebiendo a tragantadas, sujeta por la camisa que acabó escurriéndose de su cuerpo. Pero no huyó, sino que se acercó con una sonrisa y juntó su carne caliente a la mía. La rodeé con mi brazo y derramé el hidromiel sobre sus senos, mientras ella reía ruidosamente y contorsionaba su piel contra mi piel. Y en derredor, sobre los cueros, yacían parejas empeñadas en combate, que ningún vikingo rehúsa mostrar su virilidad en público, de la que se siente orgulloso, como exhibición de la naturaleza, sin que tenga necesidad de ocultarse, como los cristianos. Incluso mi madre se negaba siempre a hablar sobre el tema, poseída de recato y discreción.

Al despertar me encontré sobre las pieles, que ahora se extendían por el suelo de mi propia casa, desnudo como antes. Y a mi lado, sentada, aparecía Aludra con iluminada sonrisa, como esperando que al abrirse mis ojos se produjera el primer rayo de la amanecida.

Su felicidad parecía inmensa. Pensé en aquel momento que Mintaka, y quizás también otros guerreros del salón, me trajeran a casa junto con las pieles, crónica de mi proeza, que ahora la proclamaban a los ojos de mi amada, quien regaba mis cicatrices con hidromiel y las secaba con sus propios labios, las acariciaba con sus rosados dedos flotantes como alas de mariposa.

Era arrobamiento lo que se reflejaba en su rostro. Vislumbré se encontraba velada sólo por el fuego de su cabellera, pues al entreabrirse las guedejas en sus movimientos, aparecía la sorpresa de sus remontados pechos, sus blanquísimos brazos, sus muslos de rosa. Y por encima de los latidos de mis pulsos, la velocidad de mi sangre y los golpes de mi enfebrecido corazón, que pugnaba por reventar, me sentí poseído por el deseo. Un deseo tan inmenso como mi orgullo. Pero que nacía en otras fuentes.

Aunque todavía hube de contener mi impulso, rebuscando entre mi vestimenta el rollo que había recogido a Mintaka, para extraerlo ante los ojos de la doncella y decirle:

«No tienes obligaciones de esclava, Aludra. Desde que marché eres una mujer libre, como antes.»

Se detuvo un instante, un breve instante, en que la sonrisa pareció reflejarse más profunda, y de repente buscó mis labios.

La estreché con mis poderosos brazos, con la misma fuerza que acabara con los doce osos cuyas pieles nos servían de lecho, y reventaron en mis oídos sus exclamaciones, sus gozos, sus alegrías, sus jubilosos gritos, y en aquel momento, sólo en aquel segundo, mi cuerpo y mi mente fueron conscientes de haberse colmado la plenitud de mi ser.

VII

Antes que los cascos de mi corcel, alertaron a Longabarba los ladridos de los perros, que mantenía sueltos, pues corrieron a mi encuentro para acompañarme en el corto trecho que nos separaba.

De nuevo me inundó aquella emocionada inquietud al contemplar la figura del anciano, aureolada con el nimbo de luz que despertaba en mi conciencia la incógnita del futuro, al estar seguro de que se trataba de una predestinación que inevitablemente habría de afectarme, aunque ignorase el modo. De tal suerte me embargaba aquel pensamiento que nada más saludarle y descabalgar así se lo manifesté.

«¿No os lo he dicho? Sois el primero entre los paganos que distingue este halo luminoso que me envuelve, según decís. Nadie más es capaz de verlo, ni siquiera yo mismo. Y existe otra persona entre los cristianos, a quien conocí hace más de veinte años. ¿No sentís curiosidad por saber de quién se trata? Os lo diré: Avengeray, quien debe de seros conocido. Le encontré antes de que fuera rey, cuando andaba empeñado en la venganza que le absorbió toda la vida.»

«He oído mucho de esa vieja historia, santo peregrino: de labios de mi padre y de Mintaka, mi tutor. También de mi madre, aunque ella más bien prefiere no mencionar aquellos tiempos e ignorar los sucesos.»

Longabarba pareció meditar. Me sugirió que descansase antes de emprender la vuelta, y lo aprecié, pues al no cabalgar él debía yo caminar a su lado.

«No os he preguntado cómo os fue. Perdonadme. ¿Resultó triunfal, como os merecíais?»

Le referí cuanto había ocurrido desde mi llegada a Corona, sin detenerme en detalles que juzgaba impropios para los oídos de tan santo varón, como lo referente a mi bella y dulce Aludra.

«Debéis de sentiros satisfecho con vuestros dioses, príncipe.»

«Mis compañeros lo están: su entusiasmo es grande. Mas, ¿cómo puedo sentirme yo, que los he desafiado y vencido? Mintaka posee unas ideas firmes, e incluso me parece, cuando le oigo hablar de los dioses, que no cree en ellos. Pero siempre he vivido confuso: tengo el cerebro poblado de dudas.»

«Sabio hombre parece vuestro tutor, por lo que os he escuchado.»

«Lo es, pero mi madre le odia, como parece odiar a cuanto le rodea, hasta la vida misma.»

«¿Odia vuestra madre, mi señora, príncipe? No podéis imaginar cuánto me acongojan vuestras palabras. A los cristianos no nos está permitido: vuestra madre así os lo habrá enseñado.»

«Mirad, buen peregrino: mis años no son muchos, cierto, y tenemos por costumbre reverenciar a nuestros padres. También las creencias de nuestros mayores. Pero he escuchado muchas palabras, he conocido muchos hechos, que me causaron gran confusión. Esta mañana he visitado a mi madre.»

Longabarba guardaba silencio, mientras sorteaba piedras y matorrales que estorbaban el paso. Sin duda se percataba de mi disposición para hacerle objeto de mis confidencias; referirle ideas que bullían hacía tiempo por mi cerebro, y que ahora podían tomar forma definitiva al concentrarse en interrogantes cuando menos. Porque hay intuiciones que únicamente adquieren entidad cuando intentamos explicarlas a otras personas.

Le referí cómo, por la mañana, visitara a mi madre para que conociera mi regreso y estado, si es que todavía no tuviera noticias. Aunque entonces supe que Mintaka se había apresurado, en cuanto llegué, a informarle por medio de un esclavo.

Después de obligarme a descubrir el torso para conocer y dolerse de mis cicatrices, símbolos trágicos de la barbarie, de todo lo cual se lamentó mucho, tanto como mis compañeros las ensalzaron por juzgarlas timbre de gloria, comenzó a reprocharme desoír sus palabras y seguir las de mi padre, el rey, y añoraba los años de mi niñez en que podía mantenerme recluido en casa, rodeado por sus brazos y por los de las doncellas, a salvo de todos los peligros de este mundo despreciable y odioso de bárbaros paganos, incivilizados y asesinos. Y mucho se dolía de perder un hijo, en quien había cifrado la esperanza e ilusión de su vida, para el que deseaba la mayor gloria del mundo hasta llegar a ser un poderoso rey, bondadoso y lleno de sabiduría, a cuyo fin me había proporcionado la mejor enseñanza que le fuera posible encontrar en aquel mundo inculto. Debía confesar que nunca acabé de entender cabalmente las razones de mi madre, pues las exponía de modo confuso, en tal forma que nunca estaba seguro de que existiera una correlación lógica en sus ideas, especialmente cuando se trataba de enlazar el pasado con el presente y el futuro. Se conducía, al hablar de este tema, como si razonase por compartimentos estancos, sin exponer jamás el lazo de unión que pudiera relacionarlos.