A señal del cruel jedive se abalanzaron los eunucos sobre nosotros; nos arrancaron los rústicos sayales y los toscos camelotes que cubrían nuestras vergüenzas, y allá quedamos expuestos a la burla como nos parieron. El jedive participó de la sorpresa general ante la inesperada revelación de la vaquerilla, que reverberaba con su humildad en toda la gloria, mas se repuso rápidamente soltando una carcajada. Se aproximó sin demora a contemplar el tesoro y más abiertamente iba sonriendo cuanto más de cerca la reconocía, pues se le reflejaba en el rostro lo que deseaba, mientras la vaquerilla, lejos de arrebujarse en verecunda timidez, recato por la afrenta que sufría, se mostraba divertida, mientras se lucía tentadora como nuestra madre Eva después de la serpiente, que se daba cuenta de que aventajaba a las que sobre los escalones reposaban, sin necesidad de tules, cendales ni joyas.
Hasta que el jedive con un ademán mandó a las mujeres cubrirla con una capa y conducirla, fuera, y con otro gesto levantó a las bailarinas que se llegaron en tropel y con tierna y sorprendida algarabía me transportaron en volandas.
Apenas si pude percatarme de que la nueva sala donde me condujeron tenía los ventanales abiertos sobre paradisíacos vergeles, donde se exhibían todas las flores y trinaban profusión de delicadas avecillas, y en el centro un estanque con tan transparente agua, que no distinguí hasta ser empujado dentro, y al tiempo caían conmigo hasta una docena de ellas, quienes entretenidas con la diversión, riendo y gritando con gran alborozo, me lavaron y frotaron, llenaron de jabón, me zambulleron y restregaron con tanta delicadeza que acabé soñando si sería aquél el _ paraíso y aquéllas las huríes, que me secaron y tendieron en los mullidos damascos que cubrían el suelo, me perfumaron derramando aceites olorosos por todo el cuerpo, mientras me causaba enervación el humo tenue que se extendía desde los pebeteros, y me transportaba el sabor dulzón del narguilé que unas ponían en mi boca, mientras otras extendían los perfumes con suave tacto sobre mi piel, tensa y vibrante como tambor.
Tal grosor de costras de suciedad me quitaron del cuerpo, pues las tenía como conchas de galápago, que yo mismo me desconocía ahora; no me había contemplado en mi ser natural desde que moré la última vez en posada, antes de la religión. Música dulce sonaba entretanto sin que aparecieran músicos a la vista, mientras intentaba arrancarles a las doncellas los céfiros de tul, propósito que me estorbaban con juegos y risas de gracia sin par, logrando defenderse con extraña y consumada habilidad, aunque las que me bañaron los llevaban pegados a la piel, por efecto de la mojadura, tal y como si no existieran.
Entre las brumas del vapor y los perfumes y los sahumerios me percaté de que era el palacio de pórfido rojo, de jades y malaquitas, de mármoles blancos y rosas, extraídos sin duda de aquel monte que junto al Mar Rojo se levanta, por donde yo había cruzado, el mismo punto que ocupaba Clysma, lugar donde los hijos de Israel atravesaron el mar a pie enjuto, y por milagroso poder de Dios, sobre las mudables arenas han quedado para eterno las huellas del carro del Faraón, que entre rueda y rueda hay veinticinco pies, y cada rueda dos pies de ancho; debía de causar espanto su vista pues parecía capaz él solo de aplastar al pueblo que huía.
Desperté sumergido en un barrizal que debía de ser donde mezclaban la tierra con paja para fabricar ladrillos, y sobre mi piel aquellas costras que ya parecían sempiternas, vestido con el sayal de peregrino. Aunque sentía tal dolor en la espalda como si me hubieran abierto. Después vine en pensar que serían heridas de látigo. Mi primer impulso fue comprobar que conservaba la reliquia del santo madero, y después el estado de la vaquerilla. Mas ella no se encontraba allí. Ni pude hallarla ni encontrar rastro.
Jamás me sintiera tan triste y derrotado. Entre aquella miseria sólo me resultó reconocible el sonido sarcástico de la risa de Jordino, que mucho me molestó, rizándome los nervios como el cascabeleo de ponzoñosa serpiente. Ya que fuera aquél el momento, nunca sospechado antes, en que en mi alma germinó la pregunta de si la vaquerilla había sido alguna vez realidad o sólo creación de aquel diablejo azufrino con pestilencias cainescas, el más enconado y mortal enemigo de mi virtud. Pues que ni siquiera el Soberbio, único habitante del primer círculo, el abad Meliar como se intitulaba con sarcasmo en los días del convento, y de ello me estaba bien seguro, ni mucho menos Benito, que siempre se encaminaba por lo tolerante y persuasivo, demostráranme jamás tan acerba saña. Que sobre cumplir con su obligación, fueron siempre cuidadosos con las formas, en contra de aquel Jordino que no alcanzaba más allá de villano y bellaco, quien, satisfecho de su obra, como era mi evidente humillación y ruina, me ofrecía su desprecio y abandonaba.
Pero quede aquí mi desahogo no vaya a escapar de sus garras para caer en las de Federico y Jacobo, que allá se las entiendan con sus frailes de turno y olvídense de este mísero pecador que tan brevemente descuida la libre esclavitud que su alma debe al Altísimo Señor de la Creación. Quien, sin duda, todo lo ha permitido para humillación de mi ciega soberbia.
Dos días permanecí sobre el barro sufriendo atroces dolores, con la sed tan en ascuas que aun chupando la tierra húmeda seguían abrasadas mis entrañas, sin que ningún sarraceno me auxiliase, antes bien tomaban por divertimiento escupirme y arrojarme piedras. Con gusto las recibiera y entregara mi vida, que era un fin de martirio y hubiera culminado mi deseo de morir si no fuera que antes precisaba de confesión; de otro modo inútil hubiera sido acabar para el solo provecho de mi enemigo que así consiguiera lo que perseguía.
Me incorporé como pude y emprendí la huida camino de Alejandría, donde las naves genovesas y venecianas se citaban para cargar sedas y brocados de China y de la India, joyas, polvo de oro, piedras, especias y perfumes de la Arabia y del Oriente, que las naves indias traen al puerto de Clysma, en el Mar Rojo, allí donde se conservan las rodadas del carro del Faraón cuando persiguió a los israelitas hasta el mismo fondo del mar, que él no llegó a cruzar.
IV
Ufano resultaba Jordino con el éxito, algo cegado con aquella su punta de vanidoso y soberbio tan hiriente; caracoleaba con el mentiroso disimulo de quien pretende esconder su alegría. Y con la reiteración de los espíritus vulgares, no escatimó ocasión durante el regreso, así por mar como por tierra, de poner ante mis ojos unas gráciles pantorrillas, unos muslos tentadores, el portento de unos senos flotantes de gracia en cada movimiento, y otros no menos provocadores fuertemente embridados, como el auriga sujeta los piafantes corceles.
Tal era mi enfado, no sabía si contra Jordino o contra mí mismo, pues siempre me fastidió sentirme gobernado, que no le advertía, y aquella mi repulsión era sincera. De otro modo lo hubiera notado y resultaría inútil. El peor daño que podía infligirle, lo sabía, era la indiferencia, demostrativa de que lejos de haberme esclavizado me sentía libre. Y como jamás concibiera en su soberbia que pudiera resistirle, le sorprendía no me rindiera ante las añagazas que iba tendiéndome inútilmente durante el viaje, fuera con damas de alto bonete, doncellas o criadas, y hasta esclavas, que a todas recurría con tal que existiera excitación, y detallarlo hiciera interminable el cuento.
Gozábame en la creciente preocupación que le observaba. Y tan mohíno llegó a sentirse que al punto apareció Benito en cuerpo transparente, pues venía conciliador el diablo, que no le parecía propio, siendo del segundo círculo, mostrarse tan afable y, si no fuera fingimiento, diríase que hasta humilde. Según expresaba sus ideas dejaba entrever que se hallaba dolido y comprendía mi enojo contra aquel Jordino desconsiderado, sañudo y hostil, que carecía de medida en zaherir el amor propio, lo reconocía, y llegaba a pasarse. Que la humillación es una herida tan profunda que ni siquiera los santos llegan a perdonar, o cuando menos les supone duro esfuerzo. No resultaba discreto el diablejo, lo disculpaba, quizás por inexperto: sólo llevaba mil y doscientos treinta años de incitador lujurioso, lo que es nada contemplado desde la eternidad. Quizás el sobrepasarse se debiera a que el encargo le venía directo de Meliar, quien mucho le encareció se trataba de un plato fuerte que no convenía que dejase escapar. «¿Cómo así -pregunté-, tanto cuidado por un miserable eremita que ansia llegar a su país para sepultarse de nuevo en un bosque ignorado, donde adorar a su Criador y purgar sus muchos pecados?» Benito replicó que los diablejos son gente práctica, que a nadie conceden mayor importancia de la que merecen, apuntando tanto al presente como al futuro. La risa de Benito se dejó sentir, condescendiente. Confesó que era natural que yo fuera ignorante de mi porvenir, pero estaba destinado a alcanzar la sede de obispo, lo que me dejó estupefacto. Y añadió benevolente que no iba a desvelarme ningún otro renglón de lo que para mí figuraba apuntado en el libro de la eternidad, pero que el destino me había escogido para dejar huella trascendente de mi paso. Y podía entenderlo por el mismo hecho de que fuera Meliar quien hiciera el encargo personal a Jordino, que un personaje tal no era un pilimusco para ocuparse de lo irrelevante, sino que atacaba para torcer los designios de Aquel al que no podía nombrar. Añadiendo que sería vano por mi parte, ignorante de las fuerzas que desencadenan la vida y la muerte, oponerme y empeñarme en cumplir mis propios planes, que ya se encontraban trazados por quien podía y por quien los estorbaría. Y como prueba de su capacidad de vaticinio o adivinación me dejó otra: que yo pensaba encontrar mi país tal y como lo había dejado, cuando había de hallarlo tan diferente que me resultaría difícil reconocerlo. Y mal podía, entonces, presentarse todo como lo pensaba.