Cuando se durmió aparecieron las mujeres y lo acomodamos, dejándole resbalar del asiento hasta el suelo, donde se habían colocado pieles. Nada me dijeron; me contemplaban respetuosas en espera de mi decisión. Nunca antes había permanecido tan cerca de ellas. Acabé levantándome y salí fuera. Me alejé mientras meditaba en lo que había presenciado y escuchado. Pensaba, por el daño que me produjeron aquellas palabras, que nunca debieran confesarse ciertas cosas cuando el que las escucha es doliente por ambas partes.
Nos acercábamos al final de la caminata y tenía la idea de que debía concluir antes de acabar el viaje, pues ya no tendría otra ocasión mejor, e importaba mucho que Longabarba tuviera idea cabal antes de reunirse con la reina.
«Muchas veces he comentado este asunto con mi tutor: el rey ha informado a mi madre de cuanto ocurría en el País de los Cinco Reinos; la boda de la abuela Ethelvina con Avengeray, las sucesivas conquistas hasta unir todo el territorio, la felicidad y poder que consiguieron. Y no era su propósito martirizarla, sino que aceptase los hechos reales, que estamos los hombres sujetos a nuestras pasiones y defectos, y que los acontecimientos llegan a hipotecar nuestras vidas. Con todo lo cual ha luchado mi padre para reconquistar el derecho de ambos a la felicidad. Pero ella jamás aceptó sus palabras como verdaderas. Pensaba que sólo pretendía engañarla, y le juzgaba un salvaje incapaz de cualquier sentimiento noble -hice una pausa para tomar aliento y reordenar mis recuerdos-. Debo insistir en que jamás nadie se esforzó tanto por entender a mi madre, exceptuando al mismo rey, como mi buen Mintaka, pues aun siendo odiado por ella, le profesa un gran respeto y siente honda conmiseración por su desgracia -tras unos pasos concluí-: Ya conocéis cuánto importa, mi buen Longabarba. Os ruego hagáis uso de vuestra sabiduría, experiencia y santidad, para aliviar a la reina y suavizar, con vuestro consuelo, su enorme dolor, pues nadie es más digna de compasión.»
«Tened fe y dejad las cosas en manos de la Providencia, que sin duda encontrará el camino más seguro.»
Sus palabras contenían pesadumbre y esperanza; diríase que reflejaban confusión y firmeza, que debía de ser lo que él llamaba fe.
Se me alcanzaba que el destino, como siempre, se gozaba en complicar nuestra existencia, y que nada más me quedaba por intentar, luego que puse en juego los recursos de que disponía, sino una espera paciente.
El fin de la jornada se alzaba ya frente a nosotros, al alcance de nuestra mano. Las aves y las casas se miraban en el azulado tapiz de las aguas, sobre las cuales trenzaba arabescos el reflejo de los abedules que poblaban la ribera. Y presidiendo el entorno, la elevada mole del oscuro Corona, tallado a pico, cuya cumbre sólo alcanzaban las divinidades, los pájaros y las nubes.
No puedo imaginar el derrotero de los pensamientos del santo varón. Yo pensé en Mintaka, escéptico cuando no incrédulo, según intuía. En el rey Thumber, que se proclamaba semejante a Thor, el dios del martillo. En todos mis compañeros, que ensalzaban con orgullo mi hazaña, a pesar del desafío que entrañaba sobre los dioses que moraban entre los agrestes riscos de la cima de aquella montaña negra que peinaba las nubes. A los cuales había derrotado. Que eran sus dioses, como también los míos.
Y pensaba en mi madre, saturada de un odio ciego, irrazonable, y en la abuela Ethelvina, en Avengeray, el caballero sin tacha cantado por la leyenda. Y en el buen obispo Longabarba, lleno de fe. Y en el Dios en que ellos creían, que moraba todavía más alto que la cima del Corona. Un Dios que también lo era mío.
¿Y dónde quedaba yo?
VIII
Mucho he reflexionado sobre los recuerdos de mi juventud en cuanto a mi padre, el rey, y mi madre, la reina.
Me he dado cuenta de que nunca le tuve amor, o al menos el afecto que pude sentir por ella siempre fue débil, más bien producto de una dependencia, en que el sentimiento era ajeno. Con respecto a mi padre, nunca tuve una idea precisa sobre sus sentimientos. ¿Amaba a mi madre realmente? Creo que sí, e intentó de buena fe destruir la barrera que les separaba.
Y no pienso que mi madre fuera esencialmente como se nos aparecía a mi padre y a mí. Pues en sus actuaciones de gobierno, obligada por las prolongadas ausencias del esposo, había conquistado el respeto y cariño del pueblo, lo que se debía a revelarse entonces conforme a su naturaleza, sin influencia de los conflictos internos que condicionaban su comportamiento familiar. Aquella sabiduría en el gobierno era motivo de orgullo para el rey, alabada también por Mintaka, quien, entre todos, era el que mayores virtudes le atribuía, que nosotros no llegábamos a adivinar.
Fue una sorpresa comprobar el cambio que se operó en ella, inesperadamente, el día en que llevé a su presencia a Longabarba, a quien no reconoció; alto, enjuto, larguísimo el cabello de la cabeza y la barba; de su semblante sólo destacaba el fulgor de sus ojos, que para mí representaban dos puntos más intensos en la luminosidad que emanaba de su cuerpo.
Le hablé en circunloquio, pues deseaba que ella misma descubriese de quién se trataba.
«Señora, os traigo a este peregrino cristiano que he encontrado por las montañas. Supuse os agradaría recibirle.»
La sola mención de un peregrino de su religión ya le impresionó gratamente para acogerle con benevolencia, diría que con afecto, y nos introdujo en el salón. Llamó a sus doncellas para que sirvieran alimentos y bebidas, mientras averiguaba si había comido. Al responderle afirmativamente, pasó a interesarse:
«¿Sois fraile misionero de la Hibernia?»
Longabarba tenía una voz plácida, y el tono reflejaba bondad y paciencia, con la que conquistaba a sus interlocutores.
«Han pasado muchos años, mi señora doña Elvira, para que podáis reconocerme, cuando además me contempláis transformado. Recordad: me conocisteis en el castillo de Ivristone; llegué con mi señor Avengeray; conducíamos los restos de vuestro padre después de la batalla del Estuario. Vuestra madre, mi señora Ethelvina, me nombró obispo.»
Observaba que Longabarba no había citado más que hechos antiguos, no relacionados directamente con la situación presente de la reina, cuyo rostro, súbitamente, se había iluminado, asaltada por los viejos, queridos recuerdos, lejanos pero siempre revividos a través del tiempo.
Sus palabras habían impulsado una transformación. La reina mostraba ahora una luz interna que jamás sospechara, y en su rostro se apresuraban los reflejos de mil encontradas emociones que no hallaban vocablos para ser expresadas. Por lo que acabaron asomándose a las pupilas; se derramaron de sus ojos solitarias lágrimas, que resbalaron por sus mejillas, y estrechó sus manos, que besaba, hasta reclinar la cabeza. El obispo le pasó blandamente su mano sobre los cabellos.
Me preguntaba si en aquellos instantes, que en modo alguno osaría turbar con mis palabras, desfilarían por la mente de mi madre los tiempos que debieron de serle felices, evocados por este varón cuya aureola parecía invisible para todos, excepto para mí, pues que ni siquiera mi madre había reparado en tan maravilloso fenómeno. Sin duda eran los tiempos de su desventura los que con más fuerza evocaba; era evidente que cabalgaba sobre la frontera de dos mundos, cuyas vivencias debían de resultarle, más que penosas, fuentes de dolor.
Me sobrecogía una leve impresión de desconcierto al contemplarla, por vez primera, distinta a como la conocía. Esto me despertó un nuevo sentimiento; la sospecha de que en su alma debían de existir muchas experiencias que me eran desconocidas, puesto que jamás expresara sus pensamientos ni se sincerase, ni transmitiera confidencias a persona alguna, que supiéramos. Existía un enigma en mi madre. Este descubrimiento acrecentaba mi respeto, a la vez que me hacía valorar más la sabiduría de Mintaka, quien siempre la había justificado, aunque se sabía odiado.
Cuando la emoción del momento fue cediendo el paso a la serenidad, las palabras de mi madre no eran expresión de razonamientos, sino impresiones, pues era evidente que pugnaba por sobreponerse a la confusión mediante un gran esfuerzo. Sus frases resultaban más bien inconexas, como de quien despierta de un sueño y no acaba de comprender la realidad. Pero en ella se reflejaba un jubiloso amanecer. Después fue renaciendo la formulación de preguntas y charlaban como si descubrieran los viejos hechos ya conocidos, que al recordarlos adquirían una perspectiva nueva. Notaba que la reina se ceñía a los primeros tiempos, y no hacía alusión alguna a la boda ni a los conflictos que al parecer tuviera con su madre. Pues aunque conservaba yo una vaga impresión, por lo que la escuchara de niño, me parecía que consideraba a mi abuela tan enemiga como al mismo Thumber, a los que dispensaba un odio más allá de todo raciocinio. Un sentimiento enconado en la profundidad de su ser. Que siempre me preocupara y jamás comprendiera, pues hasta sentía miedo, como si me asomase a un abismo.