«¿No habéis pensado nunca, mi señora, en que las palabras del rey pudieran ser ciertas?»
La primera reacción fue la incredulidad y sorpresa reflejadas en su rostro. ¿Tan extendida se hallaba la locura?, se preguntaba. Después pareció reflexionar, pues al proceder tales palabras del obispo debía darles consideración antes de rechazarlas. Quizás había señalado Dios en su mente el momento de dar cabida a nuevas ideas mediante la argumentación de su humilde siervo.
La reina tardó unos minutos en replicar. Cuando lo hizo su voz sonaba ronca y profunda, como nacida en una bruma espesa y oscura.
«¿Sugerís, obispo, que un tierno y fino amante como Avengeray pudiera ser perverso y falsario, y que un demonio como Thumber puede proceder como un hombre honrado?»
El sentimiento reflejado en su pregunta parecía tan profundo como un abismo. Casi tuvo miedo el anciano al contestar.
«La lucha entre el bien y el mal hace posible que las almas no aparezcan blancas o negras: ni siquiera los santos llegan a una vida de absoluta perfección.»
La sima se ahondaba, más profunda y tenebrosa por momentos.
«Vos no podéis mentir, obispo. Pero abandonasteis el País de los Cinco Reinos casi al mismo tiempo que yo. Me habláis, pues, por conjeturas y noticias recogidas de los viajeros. Mientras la realidad, lejana y distante, pudiera ser diferente. Yo tengo fe. ¿En qué os apoyáis vos para hablarme así?»
Se arrepentía de haber provocado la conversación, tal era la impresión que lo invadía progresivamente, al contemplar el rostro demudado de la reina, cuyo combate interior debía de ser atroz. Sentía el obispo que los pies se le hundían, mientras la seguridad de su espíritu se diluía en una niebla que le estaba rodeando. ¡Dios, y cómo dudaba de faltar a la caridad, de estar destrozando a aquella mujer! Mas, ¿era aconsejable retroceder? Mayor daño le causarían ahora las ambigüedades que la propia verdad que ya intuía.
«Los casé a ellos, como os casé a vos.»
Permaneció unos instantes en suspenso. Como si en aquel momento no le fuera posible razonar, cuando se trataba de una revelación que no encerraba ninguna novedad, sino que confirmaba una realidad que había estado rechazando durante todos aquellos años. Lo que consideraba burda mentira en labios de Thumber, le llegaba ahora por boca del santo obispo, testigo del enlace.
No debía de sentirse reina, sino mujer que acababa de derrumbarse. Contemplaría con estupor e incredulidad sus propias ruinas, si resultaba posible a su espíritu examinarse desde fuera.
Giró sobre sí misma y desapareció tras la puerta de sus habitaciones. Sus doncellas, que no se encontraban presentes pero vigilaban, la siguieron hasta la puerta, sin atreverse a penetrar, y se volvieron hacia el obispo desoladas, retrato vivo del dolor de su señora, pues era el verdadero sentimiento lo que hasta entonces las mantenía unidas.
El obispo se encontraba afligido. Se percataba de que para la reina podían cerrarse, en aquel momento, todos los caminos que había pugnado por mantener abiertos, y le aterraba el presagio del horrendo sendero que puede recorrer la desesperación.
Concluyó su relato manifestando que Dios se valía hasta de nuestros errores para el cumplimiento de sus fines. La reina se había mostrado dispuesta a la evangelización de su pueblo, para sacarles de la oscuridad del paganismo.
Aguardaba algún comentario nuestro, sin duda. Mas nos hallábamos demasiado preocupados con cuanto habíamos oído. Ante nuestro silencio añadió:
«La reina se ha mostrado muy gentil en sus opiniones al referirse a vos, señor -se dirigía a Mintaka-; diríase que sus reservas se reducen a la influencia que podáis haber alcanzado con mi señor, el rey Thumber, y a vuestra religión.»
«Siendo así -sonrió Mintaka-, debo meditar si me conviene abrazar la vuestra para merecer la total confianza de la reina.»
Aunque sólo fueran palabras corteses las que se cruzaban, el obispo hizo un gesto, ponderando el placer que una decisión tal le produciría, y se dirigió a mí:
«Ya que vuestra madre os instruyó cuando niño en la fe cristiana, ¿pensáis celebrar vuestro matrimonio, cuando llegue el día, conforme a nuestras creencias? Pues la queja de vuestra madre es que parecéis haber renegado de nuestra doctrina: os considera en la actualidad más inclinado por los dioses paganos.»
Nunca hasta entonces se había planteado el dilema religioso, al menos con el rigor necesario para clarificar mis ideas y llegar a una puntualización. Pues era cierto que en mí se daban la mano ambas creencias, y tal dicotomía me llenaba de confusión, como en tantas otras cosas en que me hallaba dividido. Poseía dos culturas, dos religiones, dos órdenes de ideas y de valores, ¿o sólo me encontraba en la frontera entre dos mundos?
Mintaka debía de saberlo mejor que yo mismo, pues le había expuesto mis dudas aquella mañana, cuando le rogué me acompañase al santuario secreto de nuestras divinidades, excavado en la base del gran peñón negro de basalto, en cuya cima moraban, según era fe. Compañeros de los rayos y las nubes, de las águilas y las estrellas, del trueno y la lluvia.
Más por la presencia de Mintaka que por la mía concedió el gran sacerdote la autorización, y nos entregó la llave. Permitió que penetrásemos solos en aquella larga y profunda caverna, en cuyo más oculto seno se encontraba el santo, adonde sólo tenían acceso el sumo sacerdote y el rey. Ignoro de qué medios pudo valerse Mintaka para que nos fuera permitida la entrada: nunca me he explicado qué misterio lo hizo posible.
Comprobaba que Mintaka no hacía otra cosa que fomentar mi curiosidad, favorecer mi impulso, facilitarme lo que deseaba. Pero ni lo apoyaba ni se oponía.
Cuando llegamos al santo colocamos las antorchas en los soportes de la pared. Me llegué al lugar, situado en el centro de la amplia estancia, donde reposaba el libro sagrado que contenía todos los secretos del espíritu de los dioses, credo de nuestro pueblo, en que los sacerdotes y el rey bebían la sabiduría y aprendían el dictado divino para guía y gobierno del pueblo.
Ni siquiera se encontraba cerca de mí el bardo, como si careciera de interés en conocer los secretos que me habían arrastrado hasta aquel lugar, cuyo acceso era un privilegio. ¿Hizo valer mi condición de príncipe para lograr la autorización? ¿Se valió de su preponderancia, pues era tan respetado como el rey, y hasta más querido que él? Nunca se lo he preguntado. Lo cierto es que me acerqué al libro con la resolución de un ánimo desesperado, pues necesitaba saber, confirmar cuanto dudaba. Mintaka permanecía apartado; permitía que afrontara solo mi destino. ¿Llegaba por mi propio impulso o como consecuencia de cuanto había escuchado a este hombre?
La mano me temblaba cuando me atreví, finalmente, a abrir el libro y pasar sus pergaminos. Al principio me pareció increíble, mas continué examinando las hojas. Hasta que, convencido, hube de buscar los ojos de Mintaka, que aguardaba.
«Habéis llegado a un momento, príncipe, en que me demostráis que vuestras ideas crecen en amplitud y madurez, con vuestros años. Acabáis de comprender por qué las ideas expuestas al pueblo convienen al interés del rey y de los sacerdotes: las interpretan sobre unas páginas en blanco.»
No podía ocultar mi confusión, mi sorpresa e incredulidad.
«Ocurrió hace muchos años. Un antepasado vuestro destruyó el libro sagrado, pues su contenido se oponía a sus designios, y lo sustituyó por éste, vacío. Desde entonces la ley es pura interpretación del rey y del sacerdote, que siempre se hallan de acuerdo. Aunque ignoran que por encima de los razonamientos y las creencias existe una fuerza oculta que todo lo modifica, que promueve un secreto impulso que finalmente marca el rumbo. Me he preguntado muchas veces si es ése el verdadero espíritu de los dioses, o de un solo dios, o si es otra clase de fuerza la que gobierna la naturaleza y alcanza hasta a transformar la mente de los pueblos.» Aquí terció Longabarba, que escuchara mi relato con interés, para reconocer que en su mundo sucedían las mismas cosas, pues aunque permanecía escrito el código que les regía, también los reyes y los sacerdotes habían llegado, en muchos casos, a interpretaciones de acuerdo con las circunstancias, a través de los siglos, y siendo servidores se servían del pueblo.