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«Hasta yo mismo, me confieso, he pasado muchos años obrando de acuerdo con la letra y he olvidado el espíritu. ¿Y a qué estado nos ha conducido esta situación?»

Mintaka argumentó:

«Cuando una cultura pierde el soporte moral que la sustenta, le sobreviene la destrucción. ¿Qué función creéis que desempeñan nuestros pueblos, empeñados en una lucha sin fin? Y si no hubiera violencia externa se generaría internamente, pues cada sociedad ha de renovarse para seguir adelante. He repetido que somos una cultura que concluye, para dar paso a otro mundo que comienza. ¿Cómo será esa ave fénix que ha de resurgir de sus cenizas?»

Ambos parecían contagiados de inspiración. Los escuchaba extasiado:

«Cuando el hombre prescinde de las normas sociales y religiosas que le han servido de base para la convivencia, el futuro nos está reclamando un nuevo código. Que será destilación de cuantas ideas y actos hayamos colocado en el alambique del presente.»

Longabarba asintió, y se dirigió a mí:

«Sin duda que también tendréis alguna opinión, príncipe.»

Era llegado el momento:

«Mucho he pensado sobre ello, obispo. Y debo confesaros mi confusión. De una cosa estoy absolutamente seguro: que muchos son los que no convierten en obras sus palabras. Así el rey Thumber como mi madre. Y en consecuencia ni siento en cristiano ni obro en pagano. Y sin embargo necesito creer. Pienso que vivimos unos tiempos en que el hombre aparece como enemigo del hombre, destruyéndose. ¿No existirá un nuevo espíritu naciendo en algún lugar?»

Mi interrogante tuvo el efecto de que los ojos de Longabarba y Mintaka se cruzasen, y se iluminaran sus rostros con una leve sonrisa. Imagino que pudiera ser de comprensión, pues que eran más viejos y sabios.

«He recorrido el mundo y sólo he encontrado un impulso natural, del que espero renazcan nuevas creencias», confesó Mintaka.

Entonces habló Longabarba, la voz pausada, el gesto bondadoso y paciente, como le era característico:

«Lo hay. Es más, debe haberlo, precisamos que exista. Se llama la Ciudad donde nace el Arco Iris. Acuden hombres de todos los países en busca de una nueva fe. Nunca estuve allí, pero tropecé por los caminos muchos peregrinos que caminaban en su dirección, penetrados de esperanza, y vi regresar a otros, iluminados. Siempre me acompañó el propósito de visitarla, cuando os hubiese encontrado.»

Mintaka pareció contagiado. Por vez primera le veía con entusiasmo:

«¿Será posible, príncipe, que durante el viaje que vamos a emprender al encuentro del rey Thumber, visitemos esa Ciudad donde nace el Arco Iris?»

Contemplé los rostros de ambos: se reflejaba la misma luz en sus pupilas, aunque vislumbraba una mayor ansiedad en Longabarba, cuyo nimbo luminoso, al envolverle la figura, se había crecido, con tal intensidad que me parecía imposible no lo mencionaran Mintaka ni Aludra, que asistía a nuestra reunión en silencio, pero con interés; ignoraba si llegaría a penetrar la significación de nuestras palabras.

El resplandor de Longabarba, superior al que mostraba de ordinario, me impulsaba como una inspiración divina:

«Partiremos mañana mismo», dije.

IX

Aparejadas las cuatro dragoneras, a bordo la impedimenta y abundante avituallamiento, los hombres seleccionados para la expedición se mantenían a la espera de la orden de embarcar. Mintaka y Longabarba se encontraban reunidos con la ilusionada tripulación; una parte, veteranos que ya no contaban protagonizar más aventuras -algunos de los cuales me acompañaron por el sendero de las ballenas-, el resto, jóvenes que aguardaban su primera oportunidad de recorrer el camino de la gloria. Ambos, pues, mostraban su regocijo.

Me constaba no ser la mejor partida de guerreros a que podía aspirar, pues que aquéllos acompañaban al rey, pero todos habían sido escogidos meticulosamente por Mintaka, experto en conocer almas y hechos de cada hombre, y estaba seguro de que morirían luchando, llegado el caso. Aunque con el temor de que me resultaría penoso si persistía en su antigua actitud, acudí a despedirme de la reina, pues lo consideraba obligación. Aludra también había insistido mucho, y no podía negárselo ante el recuerdo de los apasionados besos de la muchacha de los Cabellos de Fuego, quien aguardaría mi retorno hasta el fin de los tiempos si fuera preciso, tan grandes eran su amor y su esperanza.

Mi madre continuaba recluida en sus habitaciones, según las servidoras. A través de ellas, que le llevaron mi recado, no conseguí más que conocer su deseo de que tuviera un viaje feliz, como pudiera serle transmitido a cualquier enviado de la corte en no importa qué misión, e incluso con menor cortesía.

Subimos a bordo, ocuparon sus puestos en los bancos, empuñaron los remos y partimos en busca del mar abierto.

Hay algo indefinido en el inicio de cada aventura, según he sabido con la experiencia. En aquélla flotaba la ilusión de algo nuevo. El día era azul luminoso, tibio; las dragoneras hendían la superficie tersa y suave del fiordo, y a popa quedaban ligeros surcos que rizaban las aguas. Apenas si se alteraba el espejo donde se reflejaban los abedules y las gaviotas que rozaban blandamente el aire diáfano y cálido.

Había olvidado a mi madre cuando, llegados al mar abierto y retiradas las cubiertas de los furibundos y espantosos dragones que coronaban los codastes, Mintaka mandó izar las velas. Pero acudió su memoria al contemplar el emblema de la embarcación, el águila soberana, poderosa y terrible, en el momento de asegurar su presa en pleno vuelo, las alas desplegadas, las garras adelantadas para sujetar el cuerpo conquistado. Semejante a las águilas en miniatura que bordó ella misma sobre los gallardetes que llevara a la caza de la ballena.

La consideración de estos hechos me resultaba confusa: de una parte tan enconada enemiga de que emprendiese cualquier aventura, de otra preocupada en proporcionarme una enseña valiente y poderosa, como es el águila en el instante de atrapar a su presa. En verdad que el símbolo, aunque no usual entre vikingos, que preferían los animales fantásticos, complacía mi parte de alma no pagana.

Mintaka y los guerreros sonreían al contemplar, alternativamente, al símbolo y a mí; de las cuatro dragoneras partió el clamor de un hurra por la idea de la reina, que me fue grato, pues su orgullo era mi orgullo y mi suerte habría de ser la suya también. Me complacía la aclamación pues me compensaba del desprecio de muchos de ellos cuando no veían en mí al capitán que aguardaban; ahora lo transformaban en admiración y respeto tras la hazaña de los doce osos. Haziel, el de los Doce Osos, como ya decía la leyenda que cantaba el bardo, eterno forjador de mitos.

Al ser el viaje de tres jornadas, aunque sin sobresaltos, pues andábamos por un mar que los vikingos habían dominado, hubo ocasión de prolongadas conversaciones. Obligado resultaba referirnos a la reina, cuyo enigma me preocupaba. Cuanto conocía, desde su matrimonio, no clarificaba la conducta, a mi juicio, y si Mintaka argüía a mis razonamientos que hay zonas ocultas e insondables en las almas donde jamás llegamos a penetrar, pues ni siquiera el mismo interesado consigue descifrarlo, opinaba yo que nuestra ignorancia se debería a desconocer acontecimientos anteriores que podrían justificar su odio, su huida de la realidad presente y pasada.

Conocedor de que el viejo peregrino nunca hubiese violado el secreto a que estaba obligado, hasta entonces no me atreviera a interrogarle. Pero ante mi preocupación debió de considerar llegado el momento de romper su silencio sobre el pasado, y nos refirió cuanto había conocido como testigo de la época, y no estaba obligado a callar. Así fue como tuvimos una versión fidedigna de la otra cara del espejo.