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Sufrió mi madre dura y cruel rivalidad de la suya propia, la reina Ethelvina, tan ambiciosa, fría y prudente en el gobierno del reino como apasionada en el amor, que luchaba con todo su poder para lograr cuanto se proponía, como soberana y como mujer. Vivió mi madre en terrible angustia, temerosa de ser víctima de una pasión poderosa, al propio tiempo que se sentía incapaz de renunciar al amor que había concebido por Avengeray, a cuya vida ligaba la propia. De tal modo se hallaba poseída por aquella idea fatídica, convencida de que la reina Ethelvina procuraría asesinarla para remover el único obstáculo que se le oponía, que llegado el momento de la aparición del rey vikingo la inundó el terror de su propia muerte, acrecentado con el temor de que el odio de Thumber descargase igualmente sobre Avengeray. Fue un momento en que, en su cerebro, tomó forma de catástrofe el presentimiento que venía alimentando, al ver cumplirse sus temores. En un rasgo heroico, solamente posible en un alma profundamente enamorada, capaz de renunciar a sí misma con tal de salvar al hombre que ama, se ofreció a Thumber como ya era conocido, y aceptó el sacrificio con satisfacción sublime. Se justificaba entonces -y en ello insistía Longabarba con su voz profunda, el sentimiento dulce para juzgar, la voz afectuosa, el tono caritativo-, que la reina Elvira se resistiese a aceptar los hechos que le refería su esposo, puesto que reconocerlos podía representarle una opción hacia la locura.

Tan esclarecedor me resultó que, desde este momento, ya no tuve dudas sobre aquella serie de sucesos que hasta entonces conociera de forma inconexa. Creció en mí el respeto hacia aquella infortunada reina, víctima al fin, aunque no supiera de quién. Pues que tantos acontecimientos que le eran ajenos habían influido en su cruel destino. Como viene a ocurrimos a todos los mortales, extremo que resaltaban tanto Longabarba como Mintaka, pues todos somos pequeñas porciones del conjunto de la vida.

Entretenidos en aquellas filosofías, de las que nadie de la tripulación era capaz de entender una palabra, llegamos finalmente frente a la costa, nuestra meta. Aguardamos a que el sol se ocultase en el mar para penetrar por entre las islas, y ascendimos por una lengua de agua que se adentraba en la tierra, semejante a nuestros fiordos. Suponía una ventaja que bastantes de los veteranos guerreros hubieran visitado el territorio en otras correrías, hacía años, pues nos valía su experiencia para progresar tierra adentro hasta donde el curso del agua lo permitía; después se estrechaba y quedaba en un pequeño río. Llegados al final, desembarcamos en una orilla boscosa y se sacaron las dragoneras para dejarlas ocultas en el bosque, tapadas entre el boscaje, disimuladas.

Pusímonos en marcha cautelosamente, pues no deseábamos enzarzarnos en contiendas. Nuestro destino estaba definido y no pretendíamos llevar a cabo asaltos ni combates que pudiéramos evitar. Nos dábamos cuenta, conforme progresábamos por tierra, de que merodeaban en la noche bandas de guerreros haciendo saqueos, e intentamos averiguar su origen y así vinimos en conocer que eran musulmanes.

Tratamos entonces de procurarnos refugio seguro, y nos dirigimos a una luz que distinguíamos. Allá se fue por delante Longabarba para explorar, pues su indumentaria de peregrino le eximía de sospechas. Al regreso notificó que el pazo estaba habitado por un duque y su esposa, gentil y de reconocida belleza, si bien le pareció dada a fantasías. Aceptó de grado y con alborozo agasajarnos por aquella noche al enterarse de que su huésped sería un príncipe vikingo acompañado de su comitiva.

Los recelosos veteranos, que conocían el territorio de antiguo, me advirtieron pusiera cuidado en el pazo y la duquesa, pues se trataba de tierra mágica donde las cosas solían tener esencia diferente a como aparentaban, y bien pudiera ser castillo lo que semejaba pazo, y celada y traición lo que simulaba amable cortesanía y regalo.

Digno el celo de mis hombres, pero la desconfianza resultó vana; esforzóse la duquesa en hacernos grata la velada, en la que abundó el asado de jabalí y venado, los pescados y, de postre, confites, peladillas, vinos y frutas. Por demás insistieron en que pernoctáramos allí; la noche era peligrosa y poblada de enemigos. Accedimos finalmente, pues coincidía con nuestro deseo.

A nuestras cautas preguntas logramos averiguar que una semana antes pasaron nutridas bandas de vikingos por la ruta de la Ciudad donde nace el Arco Iris, y algún día después les siguió un poderoso ejército musulmán que causaba espanto, puesto que, como bandada de cuervos, asolaba toda la comarca.

Las gentes que venían huidas nos hablaron de una feroz batalla en la gloriosa ciudad, donde quedaron encerrados los nuestros sin advertirlo, cercadas las murallas con sigilo por los hijos de Alá, que penetraron después a combatirlos. Lloraban desconsolados aquellos paisanos de temerosa voz y asustadas pupilas; lamentaban que Dios descargase su ira contra aquella santa población que le adoraba por intercesión de su apóstol, a la que hasta entonces había parecido distinguir con su amor y preferencia. Relicario de la Fe, Joyel de Su Gracia, distinguía a cuantos peregrinos se llegaban hasta su tumba. Muchos pecados debieron de ser cometidos para que permitiera tan grande desgracia y destrucción, que venían sin volver la vista atrás, no les sucediera como a la mujer de Lot. Tras derramar abundantes lágrimas y recobrar el aliento, apresuraban el paso para alejarse, mientras imploraban la compasión de Dios.

Nos pusimos en camino excitados por el temor y el presentimiento, y nos lamentábamos de que pudiéramos llegar tarde para ayudar a los nuestros. Longabarba trató de confortarme; alegaba que ningún ser humano era capaz de torcer los designios del Señor, y añadía Mintaka que nadie podría achacarme culpa si sucedía así, pues que además ningún indicio existía de que el rey Thumber participase en la batalla, aunque no fuera improbable. Aligeraba nuestros pasos esta duda, deseosos de luchar junto a nuestros hermanos que parecían encontrarse en serio peligro de muerte y exterminio.

Llegados a un altozano desde el que se lograba una amplia vista sobre la ciudad, nos descubrieron las gentes que se ocultaban huyendo de la invasión, e iniciaron un movimiento de espanto y huida. Temieron sin duda haber sido sorprendidos y que aquélla fuera su última hora. Longabarba consiguió tranquilizarles, gracias a la confianza que inspiraba el hábito de peregrino y el báculo de que se servía, pues aquellas gentes profesaban profundo respeto a los religiosos, de los que estaba plagada siempre la ciudad, más un océano de peregrinos que de ordinario la inundaba como un venero constante.

Con sus palabras devolvió la tranquilidad a las amedrentadas gentes, aun cuando siguieran contemplándonos con manifiesto recelo.

Vinieron a confirmarnos lo que temimos desde la primera mirada, con aquella su faliña cantarina que algunos veteranos se conocían bien, y nos explicaron que los mayus fueron cogidos por sorpresa, que el poderoso Rayo de Mahoma era astuto y contaba con un inmenso ejército, como podía apreciarse a simple vista, pues ocupaban gran extensión sus mesnadas, dentro y fuera de la ciudad, donde a nadie era posible entrar ni salir sin su consentimiento.

Durante tres días lucharon los mayus desesperadamente, no ya para defender los tesoros de que se habían apropiado, sino para preservar sus vidas. Esfuerzo inúticlass="underline" ninguno sobrevivió.

Quise averiguar sobre las bandas de vikingos, aunque fue preciso vencer primero el espanto de aquellas gentes. Pero ellos no distinguían grupos ni naciones entre los piratas, asesinos e incendiarios, sin recatarse en la expresión del odio hacia el flagelo que venían sufriendo desde antiguo. Para ellos todos eran uno, hombres del norte, fieros como osos hambrientos, crueles como hienas. La conclusión de sus palabras fue que Dios debía de reservar a nuestro grupo para otro destino peor, cuando no había permitido que llegásemos a tiempo para morir.