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La ciudad, abajo, aparecía desolada; ni un solo edificio quedaba en pie, y se elevaban penachos de humo que formaban densas y oscuras nubes en el cielo, entre las cuales volaban buitres y carroñeros que tras varias evoluciones se abatían entre las ruinas, con espantoso acompañamiento de graznidos, para encontrar sus presas.

Los vencedores iban saliendo en largas columnas, que protegían gran número de carros y multitud de esclavos que transportaban el riquísimo botín conseguido, tesoros acumulados por el fervor de los fieles, reyes y caballeros. Riquezas que ahora servirían para holganza de los musulmanes que disfrutarían de la esplendidez de los cristianos para con su santo patrón. Se dirigían hacia el este, y por momentos las columnas se enlargaban, como sierpes que se ajustan a las ondulaciones del terreno. Dejaban atrás la que fuera magnífica y bella ciudad, convertida en ruinas. Tan completa era su destrucción que, de no quedar los escombros, hubiera desaparecido hasta el rastro de su asentamiento.

Mis camaradas permanecieron silenciosos, sobrecogidos por el dolor y la angustia de haber llegado tarde. Todos ellos hubieran dado su vida luchando junto a los nuestros. Quizás fuera todavía más agudo el silencio por respeto a mí, que temía por la suerte de mi padre, si es que acudió a aquella jornada. Un nudo me cerraba la garganta, aunque me esforzaba en no exteriorizar mi preocupación, que empujaba las lágrimas hasta mis ojos.

Mintaka, siempre atento, vino hasta mí, y me colocó su brazo sobre los hombros para consolarme. Adujo que de haber llegado antes sólo hubiéramos tenido tiempo de morir con los demás, pues los enemigos eran tan numerosos como las arenas del mar. En mi réplica le pregunté si no consideraba más digno morir por los camaradas que vivir sin ellos. Dijo que el capitán nunca lucha para morir, sino para vivir. Que está obligado a ganarse el respeto de los que le siguen. Que viera los ojos de todos los hombres posados en mí; escrutaban si era débil ante la adversidad y el dolor, o si merecía confianza. Así hube de ocultar mis sentimientos para demostrar la frialdad de los héroes, como ellos esperaban de su príncipe. Exigían que estuviese por encima de las flaquezas humanas.

No podía evitar el corazón ensombrecido por el presentimiento, mientras el graznido de los carroñeros, que se congregaban cada vez en mayor número, se tornaba hiriente conforme sobrevolaban las ruinas y se abatían sobre ellas, tristes compañeros de los muertos.

Era forzoso esperar que los vencedores desapareciesen tras las ondulaciones de las montañas en el horizonte. Y cuando las serpenteantes columnas fueron engullidas por el desnivel de los montes y la distancia absorbió las partidas de guerreros que formaban la retaguardia, de los montes circundantes comenzaron a brotar las gentes que permanecieron ocultas. Se abalanzaron todos en carrera por la pendiente, en dirección a los muros, que encerraban lo que ya sólo era un campo de ruinas y cementerio.

Sabía de los hermosos edificios labrados de fina cantería con que se adornaba aquella santa ciudad, por lo que me impresionaba hallar el recinto cubierto de informes restos humeantes, pues desde cerca era mayor la desolación.

Cantaron los poetas este apocalipsis; señalaron que tal fuera la destrucción que se dudaba del mismo emplazamiento de la ciudad, borrada sobre la tierra. Hubiera resultado cierto de no quedar los bloques tallados esparcidos sobre el terreno, las ornamentaciones que engalanaron las fachadas de viviendas, palacios y templos, piezas de ricos dinteles y ventanas, ménsulas y gárgolas, trágicos testigos de la furia que se abatiera sobre ellos.

Nos extendimos por las ruinas, la mirada ansiosa en su búsqueda por entre montones de cuerpos mutilados por espantosas heridas, retorcidos en la agonía de su dolor. A nuestro paso se espantaban las nubes de cuervos y grajas, y pesados buitres que se movían entre graznidos en señal de protesta por nuestra intrusión, y apenas si aleteaban o saltaban para separarse de nosotros, sin renunciar a sus presas.

No era difícil clasificar los cadáveres por sus vestiduras y armas sarracenas, cuya profusión testimoniaba el vigor de los brazos vikingos. Nos complacía que sólo de vez en vez apareciese un vikingo entre los cuerpos derribados, al que no conocíamos.

Finalmente percibimos la llamada de nuestros compañeros, que se habían separado para abarcar más terreno, quienes solicitaban acudiésemos, lo que hicimos presurosos.

Me doy cuenta de que mi experiencia guerrera, adquirida en la expedición a la Normandía, no había endurecido mi espíritu lo suficiente, pues el espectáculo me resultaba penoso. Una simple ojeada permitía adivinar que en aquel lugar sostuvieron la más enconada de las batallas, según se acumulaban las víctimas: llegaban a constituir montañas y barreras los mahometanos que sucumbieron al filo de nuestras espadas. Allí encontramos mayor cantidad de vikingos muertos, rodeados siempre de centenares de enemigos, lo que demostraba la ferocidad de la lucha y el vigor de las espadas, pues vendieron muy caras sus vidas los hombres del norte.

Aquel escenario nos reservaba un acerbo dolor al descubrir a nuestros propios guerreros muertos, conocidos y amados. Hasta que llegamos a un claro donde, apoyado contra unas piedras, erguido, aparecía el cuerpo del rey, mi padre, las armas fuertemente sujetas en sus poderosas manos, ahora sin vida, como si estuviera tomando un breve descanso, mientras contemplaba la multitud de sarracenos vencidos que yacían a sus pies. Parecía reposar, después de acabar con todos los enemigos.

Noté sellados los labios de mis compañeros, por el asombro y el dolor. En aquel instante habíase convertido en certidumbre lo que antes sólo fuera un presentimiento. Ahora los hallamos, gloriosamente muertos en el combate en la plenitud de su vigor, como desean los guerreros vikingos, pues detestan la enfermedad que puede aniquilarles en el lecho, sobre la paja.

Los rostros apretados por la angustia, era la inmovilidad la que presidía la contemplación del rey Thumber, guerrero divino que nos parecía inmortal en su fuerza y astucia. Yo mismo advertía en mi pecho la pugna de los sollozos, y un río de lágrimas acudía a mis ojos. Hasta que Longabarba y Mintaka vinieron a mi lado y en el contacto de sus brazos me transmitieron el ánimo y valor necesarios para afrontar la desgracia.

Sentí que no me encontraba solo. Sabía que un príncipe estaba obligado a ocultar sus sentimientos filiales, y exhibirse ante los guerreros como un capitán animoso, fuerte y decidido, en quien todos pueden confiar pues se encuentran protegidos en su presencia, en la paz y en la guerra, con su amor y su justicia, a los que prodiga regalos y bebe con ellos el hidromiel de los festines y la sangre de sus enemigos.

Nunca me sometiera la vida a tan cruel prueba. Me supuso el mayor esfuerzo recuperarme, pues aunque entre vikingos se hiciera gala y ostentación de impasibilidad ante la adversa fortuna, y aun ante la misma muerte, al poseer la mitad de mi alma cristiana resultaba más vulnerable a la flaqueza que mis compañeros y camaradas, que se encontraban pendientes de mis reacciones para conocer mi fortaleza.

Sobre la tumultuosa, aunque muda, expresión de nuestros íntimos sentimientos, voló la palabra mágica de Mintaka, el bardo que siempre glorificó al rey, su fiel y leal compañero. Pienso cuan fuerte debía de ser su dolor al contemplar al camarada, al mejor amigo, al hermano, que fuera Thumber para él durante toda la vida, las campañas, avatares, fiestas y batallas que compartieron, los momentos tristes y alegres que pueblan una existencia. Un amigo de esta clase no se muere sin llevarse parte de nuestra propia vida.

«¡Vedlo! ¡Campeón entre los valientes guerreros! ¡Si alguno está manchado de sangre por la espalda, se debe a la rosa que, al salir, abrió el dardo que orado su pecho! ¡Gloria a los que vendieron su vida en el combate! ¡Contemplad cómo sus labios escupen desprecio hacia sus enemigos! Sus pupilas, todavía brillantes, muestran la burla que les inspiraron.