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«Cercados por la multitud de los creyentes de Alá, formando con los escudos una muralla tan fuerte como una montaña, apretados en fila como el caparazón de una tortuga, segando con las espadas el aire que gemía por las heridas de sus ágiles molinetes, mantuvieron su línea los valientes hijos de Thor, respondiendo con sus pesados aceros a los golpes, cubiertos con los redondos escudos, sin que los brazos tuvieran momento de reposo. Innumerables y feroces eran los enemigos que les acosaban, que cargaban a cada instante con renovado esfuerzo, de tal modo que los constantes golpes sobre los escudos, y el batir de las espadas entrechocando en la ofensiva y defensa, unido a los gritos que para amedrentar a su contrario prodigaban todos, resonaba entre los muros y era devuelto por el eco de la montaña un estruendo ensordecedor, enfebrecidos por el sabor de la sangre que les bañaba los labios desde sus propias heridas, o salpicada del contrario, el cual la expulsaba a borbotones desde la cabeza hendida, el hombro partido, el pecho convertido en volcán.

«Asistidos por Alá, que les amparaba con su fuerza, luchaban los sarracenos como poseídos, acosando sin tregua a nuestros bravos guerreros, que les respondían con ardor, derribando filas enteras de oponentes que eran pisados y rematados, mientras volaban sus almas al paraíso que les promete su dios.

«Durante dos días, bajo el rigor del sol ardiente y el hielo de la gélida luna, los hijos del desierto pagaron con sus vidas la osadía de retar a los fieros seguidores de Odín, cuyos gritos sonaban como rugidos de león. Hasta que en la tercera jornada de ininterrumpido combate, sin tiempo para comer ni descansar, ni reparar fuerzas, enfrentados a continuas oleadas de enemigos que de refresco acudían a vengar a sus muertos, fueron debilitándose sus brazos, aunque jamás el ánimo, hasta contemplar finalmente rotas sus filas y a los adversarios asediándoles por los flancos, atacados por todos lados. Entonces usaron sus espadas para arrojarlas contra los pechos de sus contendientes, muchos de los cuales exhalaron el alma por su atrevimiento, y se sumergieron en las tinieblas; esgrimieron luego el hacha gloriosa, que siega cabezas y hiende hombres y corceles bajo el impulso poderoso de los valientes brazos vikingos.

»Fue entonces, atronando las gargantas sus fieros juramentos, para compensar con la fuerza del espíritu la debilidad de los brazos, cuando Thumber, a cuyos pies sucumbieron los más aguerridos capitanes de la hueste enemiga, derribados sin vida por la fuerza de su golpe poderoso, recibió el apoyo de Thor, el dios del martillo, al que se mantuviera fiel durante su vida y consagrara todas sus victorias; así se acrecentó su vigor y pudo multiplicarse para acudir en ayuda de los más acosados y cerrar con ellos la brecha más peligrosa, mientras animaba a los desasistidos. Su valor contagió a todos los experimentados guerreros, que eran conscientes de ser éste el último de sus combates, después de mil victorias, pues se sentían llamados por Odín con gloria para disfrutar el Walhalla junto con los héroes y los dioses.

«Cada vikingo se presentó ante la divinidad con brillante cortejo de enemigos muertos, que proclamaban la gloria de sus mil triunfos; en los cielos sonaron los pífanos anunciando la entrada de cada héroe que sucumbía derribado por la masa incalculable de sus contrarios, cuyo número aumentaba sin cesar conforme ellos exhalaban el último suspiro. ¡Quedó solo Thumber, el dios, el poderoso guerrero, el bravo entre todos los valientes, aquel por el que Odín y Thor mandaron entonar el más glorioso himno para recibirle! Cien guerreros le rodearon. Ninguna herida manchaba de sangre sus propios vestidos; antes que alcanzarle, perecían bajo sus golpes. Los capitanes que quisieron probar su fuerza y avanzaron contra él, pagaron con su vida la osadía.

«Luchaba Thumber sobre montañas de oponentes derribados por sus golpes. Como pasaban las horas del tercer día sin que el poderoso rey mostrara fatiga, antes bien parecía cobrar fuerzas conforme las almas de sus enemigos escapaban de sus cuerpos, el famoso Rayo de Mahoma, que observaba el combate desde prudente distancia sin atreverse a medir su valor con el del rey, mandó que doscientos arqueros y otros muchos con sus lanzas se acercasen para disparar venablos contra él, después de retirarse los que combatían cuerpo a cuerpo. El mismo Rayo de Mahoma volvió grupas para no contemplar el triste fin de su rival, y no ocultó las lágrimas que le inspiraban la muerte de tan valiente guerrero.

«Aislado quedó el rey, que se destacaba con su gigantesca silueta, sobre la montaña de cadáveres de sus enemigos. Recibió la primera, cien, mil saetas que le dispararon desde la distancia, sin osar medir con él sus fuerzas, hasta que el pecho valiente no pudo recibir una flecha más.

»Inmóvil, erguido, desafiaba todavía a los sarracenos y les retaba con el molinete de su hacha invencible; aún tuvo ardor para amenazar al Rayo de Mahoma que se retiraba con aflicción. Y profirió un rugido que heló la sangre de sus enemigos.

«Pareció enviar su alma al Walhalla mientras retrocedía tambaleante, pugnando por mantenerse firme; hasta entonces jamás doblegara la rodilla en un combate. Estaba falto de vida.

»Vino a quedar en pie apoyado contra el muñón de un muro derruido, empuñada el hacha, embrazado el escudo, el pecho repleto de dardos como erizo, cual si estuviera recobrando el aliento para reanudar el combate.

«Contemplarlo todavía causaba espanto a sus enemigos, pues temían que se encontrase aún con vida y cargara sobre ellos aquel valiente que tanta mortandad les había causado.

«Fue a Odín con toda su fuerza, para medirse en adelante, en incruenta lid, con todos los héroes que le contemplaron admirados desde el cielo y se apresuraron a recibirle gloriosamente. ¡Porque Thumber, el rey, ha muerto sin doblegar la rodilla, sin ser vencido!»

Justo tributo al más valiente de los reyes era el canto del bardo, que perpetuaría la gesta y la memoria de tan excelso guerrero en los tiempos futuros, acto inicial de las honras que debíamos dispensarle para exaltar su fama

Si en vida causaba espanto a sus enemigos, contemplarle sólo afecto y amor inspiraba entre sus hombres. Pero todos vacilaban ahora en acercarse para ayudar con sus manos a descenderle hasta el suelo, en busca del reposo de una existencia consumida en el ardor y la furia del combate. Que si para los demás, la actitud de su cuerpo incitaba a reanudar la lucha, adivinábamos nosotros que nos estaba reclamando la paz, el reposo, la armonía del entendimiento, y nos invitaba a emprender un nuevo camino. Le contemplaba como el fin de una etapa rematada con orgullo y lealtad, mientras se gestaba en aquel instante el prólogo de otra vida, pues ¿de qué nos serviría su esfuerzo, y el de cuantos murieron en el combate, si con su sangre no germinaba un nuevo orden? Éramos nosotros, precisamente nosotros, quienes deberíamos encender la antorcha para iluminar los nuevos tiempos que ante nosotros se abrían.

Volví la espalda, siguiendo el gesto de mis compañeros. Aun cuando uno se encuentre absorto se percibe a veces, intuición o presentimiento, la emanación de otra energía que atrae nuestra atención. En aquel caso era un nobilísimo caballero que se acercaba, seguido por sus escuderos que portaban la armadura y las armas. Todos ellos cabalgaban magníficos corceles de guerra.

El altísimo linaje del caballero irradiaba de sí mismo y de cuantos le rodeaban. Si todo en él era regio -ostentaba una gran cruz en el peto de la armadura-, no lo eran menos los atuendos de sus servidores y la pequeña comitiva que le seguía, con ricas vestiduras y gualdrapas en las cabalgaduras, y en el estandarte lucía una cruz y cinco castillos, repetidos en el escudo que juntamente con las armas portaba un doncel. Su presencia, ante aquel marco de desolación, ruinas y muerte, concedía al entorno un influjo de majestad.

Tan fijas mantenía en él las pupilas que nada más distinguía. Descabalgó para acercarse unos pasos en dirección a Longabarba. De su rostro se irradiaba una sonrisa que más parecía reflejo de felicidad interior, y finalmente se arrodilló junto al anciano peregrino, que se mantenía erguido, la mano apoyada en el báculo. El contraste entre la pobreza del obispo y la magnificencia del otro personaje, y su contraria actitud, ensalzado el primero, humillado el segundo, presididos ambos por una dignidad que les era innata, sobre parecer un contrasentido requería una explicación. El desconocerla era lo que nos maravillaba. Todo sucedió de repente.