La primera sospecha fue que trataba de infundirme sentimientos de orgullo y vanidad. Aunque me surgió de inmediato la duda de que nunca antes me mostrase especial inquina, sino consideración; mas era diablejo y bastaba para no suponerle buena voluntad. Escucharle vino a acrecentarme el enfado, pues que su herida era más profunda que la del mismo Jordino, ya que me negaba el albedrío. Razoné yo que si Dios me lo concedía no existiría diablejo, aunque se concitaran de nuevo los seis mil y seiscientos y sesenta y cuatro ausentes a la sazón, más el mismísimo abate Meliar, capaz de privarme de un don divino, que habría de defender enconadamente.
Cuando llegué a la veramar, que era preciso atravesar para llegar a mi país, vínome a la memoria Benito, conforme crecía la dificultad de hallar un barco, puesto que, según me decían, el canal se hallaba dominado por los normandos, a quienes nadie se atrevía a desafiar. Hube, por consiguiente, de procurarme un esquife, que sólo servía para garantizarme el desastre según los augurios de los marineros. Mas puse mi confianza en Dios, armé la vela y una gran cruz en el pequeño mástil y, encomendándome a Nuestro Salvador, puse mi vida en alas de la primera brisa de la mañana.
Siendo tan escasos mis conocimientos marineros decidí abandonarme a la Divina Providencia para que se ocupase de sortearme los peligros, y quedé libre para meditar en las razones de Benito. La idea de alcanzar el báculo me rondaba con persistencia; llegué a pensar si podría venirme por conducto de mi hermanastro segundo, el que fuera nombrado cardenal y al que no había vuelto a ver desde la muerte de nuestro padre, y nos encontráramos separados por el otrosí del testamento. O quizás por el prior del convento, a quien debía visitar a mi regreso para darle cuenta del viaje a los Santos Lugares, y mi reintegro a la vida eremítica en lugar oculto. Si todo ello no estorbaba la consecución del obispado.
El oleaje aparecía más bravo y resuelto conforme nos acercábamos, como si gimiera el mar por el ardor de profundas heridas, pues, tengo para mí, que es ser dolorido y sufriente. Y en vez de los acantilados que pensaba distinguir, una cortina de niebla donde se unían las nubes y el vapor marino ocultaba el horizonte. Conforme nos adentrábamos en ella nos envolvía con su manto húmedo y pegajoso; resonaba en su seno el bramido profundo del mar, rugido sordo de titanes angustiados.
Llegó un momento en que el esquife rindió viaje hundiendo su quilla en la arena. Nada distinguía en derredor cuando pisé el suelo blando y avancé. Subí escarpados desniveles, rodeé rocas que aparecían infranqueables envueltas en la bruma, sin distinguir si era farallón o roca desgajada. Pensaba sólo en avanzar, alejarme del martilleo del oleaje en las rompientes, rumor que fue quedando atrás cada vez más sordo, aunque persistía en mis oídos como la música de fondo de un concierto alucinante, mientras caminaba y caminaba sin encontrar ningún camino. Me hallaba tan solo, inmerso en la niebla, como si ninguna otra persona existiera en el mundo. Pero alguna debía de esconderse más adelante, en el futuro, y continué avanzando hacia su encuentro, búsqueda que fue prolongándose por horas interminables y ciegas.
Eran los oídos quienes me ligaban al entorno ignoto, desconocido, poblado por el agobiante silencio de chasquidos, golpes, derrumbes, agudos, estridencias, salpicado de aullidos de muerte, canes hambrientos, cuervos graznando en demanda de su carroña, de grajas, de lobos. La niebla se desenvolvía, abrazándome, como un monstruo que me ocultaba la incógnita de un porvenir desconocido, opresiva, cargada del olor acre del humo y el rumor de la desesperación.
Cuando encontré un camino, siguiéndole con mis pasos trajo a mi encuentro humeantes ruinas, donde a veces todavía las llamas indecisas acababan la combustión de trozos de maderos, que fueron parte de una vivienda, únicos faros entre aquella bruma de desolación y soledad. Y cada vez que me detuve en procura de vida sólo hallé cuerpos mutilados, violentados, desgajados, como abatidos por una Furia.
Me pregunté qué dragón soplaba fuego y hedor sobre la tierra, pues tal destrucción no parecía humana, sino obra de un Averno desencadenado para purgar los pecados de los hombres, como el Apocalipsis anunciado en las Escrituras para el fin de los tiempos.
Aunque la niebla cerrada y agobiadora, que más me parecía sudario, mantenía la tierra en tinieblas y solamente una débil claridad penetraba desde el sol, adiviné que la noche rondaba próxima y busqué lugar para dormir antes de que se extendiera la ti-niebla absoluta. Fue entonces cuando llegó hasta mí el alarmado graznido de unos gansos que batían sus alas asustados, sonidos que me sirvieron de orientación. Era el lugar un remanso de agua, sin duda formado por la esclusa de un molino, donde escuché un chapoteo y avisté una cabeza humana y unos brazos que se debatían en la superficie. Penetré apresurado en el regolfo y con esfuerzo pude arrebatárselo a la muerte y logré sacarle a la orilla donde quedamos ambos tendidos, él casi inconsciente, yo agobiado por la ansiedad. Me había dado cuenta de que se trataba de un anciano harapiento y barbudo como yo mismo, privado de la vista.
Los gansos ya no se escuchaban, huidos o agazapados entre las hierbas de la orilla, pues era imposible adivinar lo que se ocultaba unos metros más allá, donde la niebla se cerraba. Entre tanto incorporé al desvalido, quien se lamentaba que más agradeciera dejarle ahogarse para concluir tan cruel pesadilla. Y aunque caer al agua fuera accidente, prefería antes morir, pues resultaba ingrato vivir en su vejez colmada asistiendo al fin del mundo, que no otra cosa podía ser, y su voz malsonaba temblorosa y calma, impregnada de desesperación aunque era resignada en su angustia, como hombre acostumbrado a la miseria y al sufrimiento. Me conmovía escucharle, pues coincidían sus palabras con mis presagios.