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—Caballero, tenga la bondad de salir, y dé gracias a Dios de que esto ha ocurrido en mi casa.

No poníamos en duda las consecuencias del incidente y dábamos ya por muerto a nuestro nuevo camarada. El oficial abandonó la casa, no sin antes decir que estaba dispuesto a responder de la ofensa como tuviese a bien el señor banquero. El juego se prolongó unos minutos, mas se veía que el anfitrión no estaba para cartas, por lo que nos levantamos uno a uno y nos marchamos a nuestras casas, haciendo comentarios acerca de la próxima vacante.

Al otro día nos preguntábamos en el picadero si aún estaría vivo el pobre teniente, cuando se presentó él mismo y le hicimos esa pregunta. Nos contestó que hasta entonces no había tenido noticia alguna de Silvio. Aquello nos sorprendió. Nos acercamos a casa de Silvio y lo encontramos en el patio, entretenido en meter bala sobre bala en el as de una baraja pegado a la puerta. Nos recibió como de costumbre, sin referirse para nada al incidente del día anterior. Pasaron tres días y el teniente seguía vivo. Nosotros nos preguntábamos, sorprendidos, si sería posible que Silvio no llegara a batirse. Silvio no se batió. Se conformó con una explicación muy somera e hicieron las paces.

Aquello le perjudicó extraordinariamente en la opinión de los jóvenes. La falta de valor es lo que menos perdona la gente moza, que suele ver en la bravura la cumbre de las virques humanas y la justificación de toda clase de vicios. Mas todo se fue olvidando poco a poco, y Silvio recuperó su antigua influencia.

Yo era el único que ya no podía acercarme a él. Dotado de una romántica imaginación, había cobrado por aquel hombre más afecto que ningún otro; su vida era un enigma y se me figuraba el héroe de alguna novela misteriosa. El me estimaba: al menos, sólo conmigo se olvidaba de su habitual lengua envenenada y hablaba de las cosas con sencillez y amenidad extraordinarias. Pero después de aquella desgraciada noche, la idea de que su honor había quedado en entredicho y la ofensa no había sido lavada por su propia voluntad, me producía vergüenza y rehuía mirarle a la cara. Silvio era demasiado inteligente y poseía demasiada experiencia para no verlo y no adivinar la causa. Mi actitud parecía apenarle; por lo menos advertí un par de veces sus deseos de buscar una explicación conmigo, pero yo hice por esquivarla y Silvio se alejó de mí. A partir de entonces no le veía más que en presencia de otros camaradas, y ya no volvimos a nuestras sinceras conversaciones de antes.

Los ociosos habitantes de la capital no tienen la menor idea de las muchas distracciones que llenan la vida de los habitantes de las aldeas o de las ciudades pequeñas; una de ellas es, por ejemplo, el día de correo. Los martes y los viernes las oficinas de nuestro regimiento estaban llenas de oficiales: unos esperaban dinero, otros cartas, otros periódicos. Las cartas eran abiertas allí mismo, los oficiales se comunicaban unos a otros las noticias y las oficinas ofrecían un animadísimo aspecto. Silvio recibía la correspondencia dirigida a las señas del regimiento y, por lo general, era uno de los que se hallaban presentes. Cierto día le entregaron un pliego, del que rompió los sellos con extraordinaria impaciencia. Al recorrer la carta sus ojos centelleaban. Los oficiales, ocupados cada uno con sus propias misivas, no advirtieron nada.

—Señores —les dijo Silvio—, las circunstancias exigen mi marcha inmediata. Parto esta misma noche. Espero que no me negarán el honor de comer conmigo por última vez. Le espero también a usted —añadió volviéndose hacia mí—, le espero sin falta.

Dicho esto, salió rápidamente y nosotros, después de convenir que nos reuniríamos en casa de Silvio, nos fuimos cada uno por nuestro lado.

Llegué a casa de Silvio a la hora fijada y encontré allí a casi todos los oficiales del regimiento. El equipaje estaba ya hecho, no quedaban más que las paredes desnudas y agujereadas por las balas. El anfitrión estaba de un humor excelente y su alegría no tardó en comunicarse a todos; los tapones de las botellas saltaban continuamente y nosotros deseamos a Silvio de todo corazón un buen viaje y toda suerte de venturas. Nos levantamos de la mesa cuando ya la noche estaba avanzada. En el momento en que cada uno buscaba su gorra, Silvio, que se despedía de todos, me tomó del brazo y me detuvo en el instante mismo en que me disponía a salir.

—Necesito hablar con usted — me dijo en voz baja.

Yo me quedé.

Los invitados se habían ido; estábamos solos. Sentados uno frente al otro, encendimos en silencio nuestras pipas. Silvio parecía preocupado; no quedaban huellas de su turbulenta alegría. Su sombría palidez, sus ojos resplandecientes y el espeso humo que salía de su boca le daban un aspecto verdaderamente diabólico. Pasaron unos instantes y Silvio rompió el silencio.

—Quizá no nos volvamos a ver — me dijo —; pero antes de marchar quisiera darle una explicación. Usted habrá podido observar que me preocupo poco de la opinión ajena, pero le estimo y me sería muy penoso que usted guardase de mí una impresión equivocada.

Se detuvo y comenzó a cargar de nuevo la pipa; yo callaba, con la vista baja.

—A usted le pareció extraño — continuó — que no pidiera satisfacciones a ese borracho y cabeza rota de R. Convendrá conmigo que, teniendo yo derecho a elegir el arma, su vida estaba en mis manos; en cambio, la mía estaba casi segura. Podría yo atribuir tal moderación a un espíritu magnánimo, pero no quiero mentir. Si hubiera podido castigar a R. sin exponer en absoluto mi vida, no le habría perdonado por nada del mundo.

Miré asombrado a Silvio. Tal confesión me había dejado estupefacto. El prosiguió:

—Como le digo: no tengo derecho a exponer mi vida. Hace seis años recibí una bofetada, y mi enemigo vive aún.

Mi curiosidad se hallaba sumamente excitada.

—¿No se batió usted con él? —pregunté—. ¿Tal vez las circunstancias les separaron?